39
Me estiro en la cama y aunque al principio dudo de mi ubicación, caigo en la cuenta de que esta es la habitación de Zeke, el refugio donde estuve todo un fin de semana.
El mejor y más sexi fin de semana de la historia de los fines de semana.
Sexo a montones, palabras calientes a demanda, autoconocimiento y satisfacción desbordante. Bajo la flor de la ducha, con las manos en el mosaico empañado y el culo hacia arriba. Su dedo pulgar en el frunce de mi ano y su lengua haciendo vibrar mi clítoris. En ese mismo lugar, empalándome mientras él estaba de pie, sosteniéndose con una fuerza descomunal.
En el sofá del comedor, montándolo como una llanera endemoniada. Mis tetas siendo mordisqueadas y lamidas por su lengua preciosa, mientras que mis manos tironeaban del cabello en la cima de su cabeza.
Sobre una de las sillas que, robusta y todo, terminó perdiendo una pata en el traqueteo indomable al que sometí a Eze.
Nunca me había sentido así de libre, así de impactante. Provocativa y provocada al mismo tiempo. Deseada, mirada con hambre voraz y con frágil ternura.
No hay músculo de mi cuerpo que no se queje.
Mi vagina, incluso, arde un poco.
Pese a mis dolencias, sonrío sola. Tengo la mejilla sobre la almohada y mis brazos extendidos sobre mi cabeza. Mis pechos rozan la suave tela de la sábana, mi espalda desnuda mira hacia el techo.
Debería dejar de sonreír, debería sentirme sucia porque lo que pasó este fin de semana equivale a un problema con P mayúscula.
Cada palabra dicha a Ezequiel fue cierta: lo amo. Lo deseo al punto de la exageración. No había pasado un día – incluido el de mi boda – en el que no pensara en los "y si..." que se manifestaron en mi cabeza desde que tuvimos sexo por primera vez.
El dilema moral pesaba más que el martillo de Thor. En aquel entonces era una chica soltera, con una pesada carga sentimental y con un amigo por el que siempre sentí algo más.
El escenario actual es sumamente diferente.
Sí, me había ido de Barcelona en busca de tiempo y espacio. En busca del aire que no encontraba junto a mi marido. Desde mi llegada, los mensajes de Juani fueron breves, no más que un "¿cómo estás?" impersonal y vago. De hecho, no he tenido novedades suyas desde hace más de cuatro días.
Suena como una excusa barata, la justificación perfecta a mi actitud.
Absolutamente no. Lo que pasó con Ezequiel no puede ser catalogado como un simple polvo o una consecuencia de la poca importancia que mi esposo me da.
Levanto el cuello y miro mi anillo de bodas sobre la mesita de luz, el símbolo de fidelidad por antonomasia, el cual me quité en cuanto pisé la habitación de mi amigo. El objeto representativo de los votos eternos y planificación familiar que se postergaba a mi pesar.
No era la primera vez que me quedaba mirando mi anillo y pensando en el divorcio. No era feliz con Juani y tampoco conmigo misma. Había apostado por un matrimonio, me había alejado de las pocas cosas que tanto amaba por perseguir un sueño que nunca se materializó. Que todavía me tenía incompleta.
Yo quería estar en Buenos Aires. Estar cerca de mi hermana, de mis sobrinos, mi mamá y sus locuras. De mis amigas. De Ezequiel.
El olor a café se hizo más potente y debí haber estado muy sumida en mis pensamientos para no notar el aroma a pan tostado. Inspiro profundo y acomodándome en la cama lista para levantarme, Ezequiel aparece en la habitación con una bandeja entre manos.
Me siento y me cubro con las sábanas y el acolchado con algo de pudor.
―Hola, dormilona ―su sonrisa es amplia, hermosa, inédita. Viste unos jogging grises y una remera de Aerosmith. Una de las miles con imagen de bandas que guarda en el tercer cajón de su cómoda.
―Hola, ¿qué hora es? ―Un bostezo me delata.
―Hora de levantarse.
―Ja, gracioso ―me da un piquito en la boca. Aun no hablamos de cómo volver a la realidad después de toda esta maratón de sexo y palabras de amor que nos prodigamos.
Apoya la bandeja a los pies del colchón y me entrega una taza de café.
―Mmm, no sabía que tenía tanta hambre hasta ahora ―me gruñe el estómago, hablando por sí solo. Sonreímos como tontos.
―Lamento decir que tengo mucho laburo postergado, ¿sabés? ―Eze se rasca la nuca, dando un mensaje sin darlo.
―Sí, ya llegó el lunes. La vida misma, ¿no? ―Puchereo. Después del mejor sábado y el mejor domingo de mi existencia , ¿cómo seguiría adelante?
―Ya no llueve y tengo que ir y venir en la camioneta a realizar las entregas pendientes. ―Supongo que no está del todo a gusto, a juzgar por el tono de cachorrito herido que usa.
―Pero tener mucho trabajo es bueno, tendrías que estar feliz por eso. ―Le acaricio la mejilla con una mano mientras sostengo la taza con la otra. Se había levantado mucho más temprano que yo ya que olía a ducha y estaba afeitado.
Mis muslos recuerdan su indicio de barba entre ellos.
―Mmm, no tanto después de estar un fin de semana acurrucados. ―Añoranza y culpa penden entre nosotros. Ninguno de los dos se aventura a formular preguntas con demasiado temor de las respuestas.
Su teléfono no deja de vibrar en el bolsillo de su pantalón y de solo imaginar que el mío está apagado y probablemente tendrá más de mil mensajes atascados, se me revuelve el estómago.
No obstante, agarro una tostada y la unto con mermelada de ciruela, de la marca que me gusta.
Sonrío y engullo un bocado, necesito un modo de cortar esta conversación lo antes posible para poder pensar con claridad. Por fortuna, Ezequiel se excusa en el llamado.
―Un cliente―Agita su teléfono poco moderno y resopla. Me da un beso en la frente y sale de la habitación donde me paso los siguientes quince minutos comiendo, tomando café y anulando posibles futuros escenarios.
Ninguno termina bien. Ni para él ni para mí. El pesimismo no es un buen aliado por lo que trago parte de la tostada, recupero la ropa desperdigada por toda la habitación y me visto a toda velocidad.
Salgo de allí y el aire avainillado me saca del embote mental al que estoy expuesta; en algún momento, Ezequiel debe de haber bajado al taller porque no se lo escucha ni se lo ve por ningún lado.
Dudo si irme dándole un ligero movimiento de mano, un beso con todas las de la ley o si me escabullo como una ladrona.
Me froto las sienes, enojada conmigo misma. Cierro los ojos y una solitaria lágrima resbala por mi mejilla.
Necesito detener esta angustia. Necesito claridad, probablemente un día más para definir si pedirle el divorcio a Juani es lo mejor; mi marido no merece que estemos unidos mientras yo me comporto así. Nunca dejaré de amarlo, pero lejos quedó la mujer que le prometió fidelidad y respeto. Y me odio por no haber hecho lo correcto a tiempo.
Presiono mi cartera contra mi pecho y la puerta se abre de golpe.
―¿Te vas? ―Ezequiel ocupa el ancho del vano, entre sorprendido y enojado.
―Sí, tengo que volver a casa de mi mamá.
―¿Le dijiste que estabas acá? ―su ceño fruncido es acusatorio.
―Le dije que estaría fuera. De todos modos, ella se iba el fin de semana a la Costa con Fidel. No andamos contándonos el paso a paso de cada una ―Si bien mamá se ha soltado un poco más, no somos carne y uña. No nos llamamos todos los días si no nos vemos en su casa, tampoco nos reportamos a cada minuto, lo cual es una ventaja en momentos como estos.
Cuando prendí mi teléfono hace unos minutos, no encontré mensajes suyos.
Algo menos por lo cual preocuparme.
―Y entonces ¿por qué es el apuro? ―Luce confundido. No lo cuestiono, no me siento mucho mejor al respecto.
Las palabras no salen como deberían, razón suficiente para levantar las banderas rojas en su cabeza.
―¿No querés quedarte? Yo tengo un día de locos, pero antes de las seis estoy acá. Incluso, puedo hacerme un tiempo y subir a almorzar ―su tono es sugestivo. Rompe la barrera imaginaria entre nuestros cuerpos, avanzando, bajando la cabeza en busca de mi mirada repleta de incógnitas. Al ver cuán poco receptiva estoy, respira profundo―. Coni, ¿qué pasa? Decime la verdad, prometimos que no más mentiras ni secretos ―su dedo firme toca mi barbilla temblorosa y aunque quiero con todas mis fuerzas hablarle con el corazón abierto, esquivo sus ojos cargados de preguntas. Es sutil, pero escucho el crujido de sus dientes dentro de su magnífica boca. Tenso como una cuerda de guitarra, no hace falta ser un mago para notarlo.
―Tengo que irme. A pensar. Darnos algo de distancia ―digo finalmente, sorbiendo la nariz con el moco flojo del llanto que me azota.
―¿Distancia?¿Otra vez? ―Cuestiona sereno, no convencido.
―Ezequiel, no quiero lastimarnos esta vez. Quiero hacer las cosas bien, en serio. Lo que pasamos fue genial, hermoso...pero...
―...pero seguís casada con Juani. ―Completa por mí y no hago más que asentir.
Él se aparta y la extenuante experiencia del deja vu no me abandona.
―No quiero perderte. ―Mi línea eterna.
―Tampoco a él. ―¿Qué puedo responderle a eso?
Como en un bucle, estamos nuevamente en su sala: él de espaldas, peinando su cabello corto y yo con el corazón palpitando a mil por hora, esperando que su resolución no me deje fuera de su vida.
―Eze, decime algo, por favor ―imploro, perdiendo la cuenta de cuántas veces rogué por no volver a estar en esta misma situación.
―¿Qué querés que te diga? ―sus hombros caen, su cabeza se menea de un lado a otro, como quien ha recibido una pena irreversible ―. Si vos necesitas pensar...entonces yo también ―argumenta y gira con ojos decepcionados y en conflicto con lo que realmente quiere.
―Tengo miedo, ¿entendés?
―¿De qué?
―Del futuro. De que me dejes.
―Aunque quisiera, no podría, te lo aseguro ―resopla de lado, resignado. Me acerco lo suficiente para que sienta la temperatura que emana mi cuerpo cuando me aproximo.
Solo él es capaz de hacerme suspirar descontroladamente, de aumentarme la presión arterial y mandar la precaución al viento.
Aun así, Juani se cuela en mis pensamientos; mi esposo, con quien soñé formar una familia, me recuerda todos los juramentos rotos y la confianza mancillada en mis palabras.
―Te amo. ―No son palabras arrojadas porque sí.
―También a Juani.―Lo trae a nuestro presente una y otra vez. Como lo hago yo.
―Se siente distinto ―recalco, sin tener en claro el objetivo.
―Sí, es distinto. Te casaste con él, no conmigo. Planificaste un futuro a su lado, no junto a mí. ―las fosas nasales se le abren, absorbiendo el aire faltante, dejándome sin el propio. Ahora mismo, su pecho casi toca el mío; lejos de una intención amorosa, él escupe fuego ―. Puede que tu corazón y tu cuerpo me pertenezcan, ¿pero tu voluntad, tu cabeza, tu lealtad? Todavía están con él. Y hasta que unas las piezas del rompecabezas que sos, es imposible que alguno salga de esto sin ser lastimado. Tenías razón en eso.
La responsabilidad de aclarar las cosas, de tomar una decisión, es mía. Y eso es completamente una mierda.
―¿Hablaste con Juani durante estos días? ―pregunto. De soslayo, asiente ―. ¿Te habló sobre...?
―¿Sobre vos? Sí, lo hizo. Y cada vez que me dijo que te amaba, que estaba volviéndose loco mientras vos aclarabas tu mierda acá en Buenos Aires, se me reventaban las tripas.
―No quise que rompas tu promesa con él...
―No me hiciste romper nada, Coni. Yo mismo la rompí apenas pensé que podría ignorar mis sentimientos. Eso parte del pasado ya.
Lleno mi pecho de aire y lo largo de a sorbitos. Retrocedo, acercándome a la puerta y alejándome de las respuestas que tanto necesito.
―No debería, pero te voy a esperar hasta el fin de mis días ―Ezequiel exhala antes de que me vaya, propinándole una golpiza a mi ya maltrecho corazón. Automáticamente, mi cabeza se mueve en una sostenida negación ―. Nunca fui bueno acatando órdenes, ni siquiera lo intentes ―sus labios esbozan una sonrisa desgraciada.
Quiero suprimir el llanto que brota de mis ojos, sin conseguirlo. En su lugar, trago el gemido de dolor que sube por mi garganta, tomo el picaporte y bajo corriendo por las escaleras.
El aire frío golpea mis mejillas acaloradas por el drama; siento que mis pulmones colapsan y si bien podría ir a casa de mi hermana, dar explicaciones y quedar como una puta traidora, no me ayudaría en este momento.
En su lugar, camino.
Camino y camino hasta mi casa familiar.
Ruego porque esté vacía, porque mi madre no esté de regreso tan pronto de su escapada de fin de semana.
No ver su auto en la entrada ni el de Fidel me da respiro. Las persianas bajas son otro indicio que condiciona mi estado de ánimo.
Me quito el abrigo y arrojo mi cartera sobre una de las pocas sillas desocupadas que hay en mi improvisada vieja habitación y me echo a llorar sobre la almohada.
¿Los motivos? No alcanzaría mi vida para enumerarlos.
***
En algún momento el cansancio y el agotamiento me vencieron y me quedé dormida; el sonido de lo que sé es un mensaje, me hace abrir un ojo y luego el otro.
El reloj me dice a lo lejos que es más allá de mediodía. Tomo asiento en la cama y el estómago me gruñe de hambre. Ni me molesto en mirar el celular y voy a la cocina, con la tranquilidad de que mamá todavía no llegó.
"Bien, más tiempo para practicar mi cara de contenta". En los últimos años, he perfeccionado mis sonrisas de plástico y las palabras de cortesía más veces de las deseadas.
Abro las alacenas encontrando una caja de arroz y una lata de arvejas. En la heladera hay cuatro huevos. Determino que un revuelto de arvejas puede sacarme el hambre en poco tiempo y con unas pocas maniobras. Además, nunca aprendí cuál es la medida correcta de arroz para una sola persona. Tampoco para más, si vamos al caso.
Un nuevo sonido proveniente de mi celular me advierte que alguien muy ansioso está tratando de comunicarse conmigo. Supongo que es Ezequiel, aunque suele dejar su teléfono al momento de trabajar. Y por lo que dijo, estaría muy ocupado hasta la tarde.
Respiro profundo ante el panorama que promete desastre mientras coloco sobre la mesa un individual de goma, un vaso con agua y un tenedor. Luego, sirvo mi poco agraciado almuerzo en un plato.
Mastico por inercia, logrando acallar los rugidos de mis tripas hambrientas. La verdad es que me siento para la mierda. Mal conmigo, mal con Eze, mal con Juani.
En momentos como estos me siento una perdedora, sin rumbo, sin la claridad suficiente para saber cómo seguir adelante.
Estoy inmersa en un matrimonio que pende de un hilo, casada con un hombre al que amo profundamente pero por el que dejé de sentir pasión. Y al mismo tiempo, acabo de pasar un fin de semana con otro hombre con el cual los fuegos de artificio fueron una constante.
Zeke y yo tenemos piel, química. Alineación extracorpórea.
Cada toque suyo me desarmó. Cada palabra sucia en mi oído provocó un maremoto de sensaciones.
Lo incorrecto nunca fue una opción, aunque se sintió genial.
El sexo salvaje había quedado como una fantasía irresoluta desde nuestra primera vez en su casa, pero como algo que se cuece a fuego muy lento, este fin de semana la mezcla explotó.
Sus dedos exploradores, mis besos sugerentes, sus estocadas profundas...
También hubo tiempo para las caricias; quería evitarlas, que mi cuerpo fuera solo un elemento mecánico que pudiera dar y recibir sin involucrarse lo suficiente hasta que tuviera bien en claro qué era lo que quería para mi vida.
Nada de eso sucedió.
Me quito el anillo de matrimonio y lo dejo sobre la pantalla de mi celular cuando esta se enciende con un mensaje. Cierro los ojos y con el presentimiento de la catástrofe ajustándome el pecho, leo el hilo de conversación que precede a ese último texto y que he ignorado desde que me acosté cuando llegué a casa.
Juani: Coni, necesito hablar con vos.
Juani: Coni, estoy en Ezeiza. Estoy dispuesto a reconquistarte. Tengo buenas noticias.
Juani: Por favor, necesito verte. Estas semanas sin vos fueron terribles.
Juani: Estás en la casa de tu mamá?
Las lágrimas fluyen ante la paradoja. Yo, pensando en dejarlo, en pedirle el divorcio, con el anillo fuera de mi anular y él, entusiasmado por sus novedades, dispuesto a pedir otra oportunidad.
Aquieto mis manos temblorosas; mis dedos torpes no pueden teclear nada coherente.
En silencio absoluto, sin siquiera haber prendido la TV, el tintineo débil sobre el timbre me hace saltar de la silla.
―Mierda. Si no me muero hoy pasa raspando ―Apelo a mi humor negro para sobrellevar mi día.
Limpio mis manos y mi boca en el repasador y salgo de la cocina. Atravieso el comedor, corro la cortina de la ventana y mi peor pesadilla – sí, suena exagerado pero es que no esperaba encontrarme con él en este momento – se materializa del otro lado de la reja.
―No, Juani. No tenías que venir ahora...―murmuro. No fui muy disimulada al espiar, por lo que calculo que él ya me vio de este lado.
Miro hacia el techo con una capa de pintura aplicada hace poco; la casa ha mejorado bastante desde que me fui. Supongo que mi ausencia le dio más libertad de acción a mi madre porque incluso los muebles fueron reemplazados por otros más modernos.
Un nuevo timbrazo me advierte de las inesperadas visitas.
―¿Qué hago?
"Ser valiente", me respondo.
―Es hora.
¿Hora para qué?
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