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29

Los pulmones me arden a causa del invierno. Aun no me acostumbro a que haga tanto frío en una época del año en la que hace solo un puñado de años atrás disfrutaba la pileta en el fondo de la casa de mis padres y sudaba a litros.

Paro la pelota con el pecho y me tengo confianza como para pegarle de una; lo hago, mi remate sale fuerte y al ángulo, pero nuestro arquero suplente mide como dos metros y la llega a desviar sobre el travesaño.

Me agarro la cabeza, recibo algunos aplausos de mis compañeros y del entrenador. Correteo hasta el punto del córner y espero por los rezagados defensores.

Son lentos, muy lentos, y nadie me escuchó cuando en el vestuario dije que debemos ser un equipo más explosivo y dinámico.

Esa línea ha sido lo que dilapidó la relación cordial que mantenía con el director técnico; el muy imbécil se cree que se las sabe todas y que él y solo él tiene la verdad absoluta.

Lo que es peor, es que me la juega por atrás. Las autoridades del club me han citado para estudiar "mi futuro", probablemente para ofrecerme un contrato de mierda o mandarme a préstamo a algún club sin ninguna clase de competitividad.

Es difícil mantener la cabeza enfocada cuando somos muchos para ocupar un mismo puesto de trabajo. Sí, puede que jugar sea el sueño de mi vida y no tendría que quejarme ya que no estoy levantando bolsas en el puerto, pero es una carrera frustrante y poco simpática cuando uno es bueno, pero no lo suficientemente bueno.

Messi hay uno solo.

―Vamos, tío, que se van a congelar allí esperándote―el grito de Abdul Ramos, el técnico, me pone los pelos de punta. Él no ha llegado a jugar ni siquiera en primera división y se cree que es tan buen entrenador como Alex Ferguson.

Levanto el brazo indicando la posición de mi tiro y le pego a la pelota; esta gira haciendo un gran efecto y se le mete al arquero por detrás. Es gol olímpico.

Mis colegas sacuden sus brazos en señal de aceptación, aunque los defensores no se han puestos muy contentos por haber sido ignorados.

―Veraglia. Afuera. Castro, adentro ―Ramos señala el banco de suplentes y me quedo de piedra, esperando explicaciones que no llegan.

―P-pero ¿por qué? ―Abro las manos en señal de protesta.

―Porque es de pendejo egoísta lo que has hecho. Tus compañeros recorrieron muchos metros para que no los tengáis en cuenta.

―¿No tendría que ser parte del juego tener un plan B? ―Critico, al borde de mi juicio.

―¿Quién es el técnico aquí? ―sus largas zancadas devoran la distancia entre nosotros. Sus cejas pobladas se unen en una "V" amenazante ―. Vamos, dímelo sabelotodo, ¿quién manda aquí? ―Las gotas de su saliva impactan en mi cara; puede que sea unos centímetros más alto que yo, pero lo supero en fuerza física.

Mis fosas nasales se abren con furia contenida. De inmediato, sé lo que busca: desestabilizarme, que le pegue una piña o lo agreda con improperios para que todos se pongan en mi contra y de ese modo tener herramientas a su favor para echarme.

No le voy a dar el gusto; me rio en su cara y me deshago del agarre que en algún momento me mantuvo en mi sitio. Maxi Crocce, también argentino, me sigue de cerca.

―Vamos a las duchas, Juani. ―mi colega es persistente en su amarre.

―Sí, llévatelo. Pero llévatelo lejos. En lo posible, que no regrese.

Me voy contra mi voluntad del campo de juego, arrojando mi pechera de entrenamiento en el césped, protestando por lo bajo y manteniendo mi mierda en mi lugar lo más que puedo.

Cuando entro al vestuario, impacto mi puño en la puerta de chapa de mi cubículo, abollándolo.

―Es un hijo de puta, un viejo de mierda que no sabe ni sumar. ―La rabia brota de mi cuerpo, la espuma me ocupa la boca y las venas de mi frente se inflan con la sangre bombeada.

―Hablá con tu viejo para que cambien de club. No podés seguir dejándote forrear por él. Te está haciendo la vida imposible ―Maxi tiene razón. Me ha puesto como titular los últimos partidos y me saca de la cancha durante entretiempo, impidiendo que siga con mi juego aún si soy el único que está haciendo algo por el equipo.

―No puedo creer que prefieran quedarse con este viejo decrépito que no entiende nada de fútbol ―me quito la ropa con furia y tomo un toallón limpio. Maxi está sentado en uno de los bancos de madera, escuchándome rumiar.

―Viene de hacer ascender al Badajoz. Lo tienen como a un héroe.

―Nada más lejos, si no fuera por Jordi Pairós, estaría en la décima división ―menciono a su chico estrella, una promesa del fútbol español que hizo un torneo excepcional con tan solo veinte años.

Mi compañero y coterráneo se marcha del vestuario cuando me ve ingresar a la ducha; quedamos en que lo tendría al tanto de las novedades.

Froto con ira cada trozo de mi piel, quitándome el rencor y el resentimiento de ser un tipo descartable para Ramos. Lo más difícil a la vista será enfrentar a mi padre, convencerlo de que no hice ninguna pataleta de nene caprichoso y que realmente se trata del técnico, no de mi temperamento.

Meto la ropa sucia en mi bolso ya que no pienso regresar hasta no tener mi situación resuelta; ni siquiera me despido de mis compañeros, los cuales llegan cuando yo ya me estoy retirando.

Camino por los pasillos del club que vio mi progreso durante todos estos años. Ha sido mi hogar, el que me dio la oportunidad de avanzar en muchos aspectos. Mi contrato termina a fin del torneo, tan solo a medio año.

¿Podré forzar un pase libre o papá me ofrecerá a otro club? Mientras tanto, no podré seguir entrenando aquí, no al menos mientras el bueno para nada de Abdul Ramos continúe al mando.

Los resultados no han sido malos esta temporada; hemos recolectado muchos puntos en los últimos partidos, lo cual descarta su pronta remoción. Casi que puedo escuchar las voces de la comisión directiva, tildándome de revoltoso, inconstante y problemático, cuando lo único que he hecho durante este tiempo ha sido tener disciplina, romperme el culo por ser el mejor y defender mis derechos como jugador.

En momentos como estos es que me pongo a pensar en Buenos Aires, en cuánto extraño jugar con el aliento de la hinchada local y en estar con mi gente. En todo lo que renuncié por venir hasta aquí. Puede que mis padres hayan sido exigentes y controladores, pero son mis padres y a su modo, siempre quisieron lo mejor para mí.

Incluso, si eso significaba alejarme de Coni.

Obviamente, eso no funcionó. La amo demasiado como para dejarla. Ella es de las mujeres por las que vale la pena luchar hasta el cansancio y yo no estaba dispuesto a bajar los brazos.

Aun con muchas cosas en mi plato, la terapeuta me ayudó a clasificar prioridades, a permitirme sentir, a no sobre exigirme.

Por Coni, soy capaz de todo.

Ella nunca me pidió nada a cambio, excepto honestidad. A veces, cuando me levanto y dudo de que estoy yendo por el buen camino, ella está allí, en mi mente, empujándome.

Ella me entenderá. Siempre.

Subo al Peugeot de segunda mano que he comprado hace unos meses. No es una Ferrari, por supuesto, pero me permite moverme de mi departamento al entrenamiento sin problemas.

Lamento haber dejado a Maxi plantado; supongo que encontrará a un compañero dispuesto a llevarlo a su casa.

Encabronado con el mundo, angustiado con la vida, subo el volumen de la radio hasta saturar mis oídos con "Héroes del silencio". Golpeteo el volante mientras canto a todo pulmón.

Cantar es catártico y volver a la Argentina no es una opción.

"Todos te van a ver como a un fracasado. ¡No podés bajar los brazos!", me arengo, dispuesto a no ceder, porque a pesar de que mis padres me amen, no son de los que hacen concesiones.

Papá fue bastante claro al respecto: "si no estudiás en la facultad, al menos procurá ser el mejor con la pelotita", me dijo en un tono alejado de lo amable, metiéndome absoluta presión.

Nunca esperaron nada de Iñaki y las diferencias se hicieron más profundas a lo largo de los años; él siempre fue el rebelde, el que se anotaba en la universidad y dejaba a los pocos meses, el buscavidas que nunca tenía trabajo fijo, el que recorría el mundo y nunca se sabía dónde estaba ni por cuánto tiempo desaparecía.

Yo me esmeré por despegarme de esa imagen que tantos dolores de cabeza provocaba a mis padres. Luché por tener buenas calificaciones, por entrenar duro y estudiar aún más fuerte para que no tuvieran que preocuparse por mí desempeño.

Quería demostrarles que podía ser un buen alumno y que el fútbol no era un simple pasatiempo.

Cuando papá consiguió mi contrato en este club, pensé que estarían orgullosos, que verían mi ilusión. No fue así.

Sí, me acompañaron y sí, aceptaron que la facultad no estaba en mis cartas.

Sin embargo, mi relación con Constanza siempre supuso un obstáculo en mis ambiciones profesionales. No fue fácil enfrentarlos cuando ella quedó embarazada; mamá se puso loca, denigrándola. Y yo fui un cobarde al no defender a mi novia y esconderme como una rata en mi habitación.

De papá provinieron los reproches más "encendidos". Que "cómo no supiste ponerte un preservativo", "que si acaso pretendía cagarme la vida", "que si era un descerebrado" y cosas por el estilo. Frases que te marcan y lastiman.

Meto el auto en un garaje que conseguí a buen precio, a una cuadra de mi departamento. No es la zona más cara de la ciudad, tampoco la menos agraciada.

Está en un barrio familiar, con un gran espacio verde emplazado sobre la Avenida de Los Pirineos, el cual suele llenarse de padres y niños durante los fines de semana.

Camino con mi bolso a cuestas, froto mis manos y sueño con una siesta reparadora en el mismo momento en que mi celular vibra en mis pantalones deportivos.

Es mi papá y sé exactamente el motivo de su llamada. Cierro los ojos, miro al cielo y cuento hasta diez esperando porque se vaya al buzón de voz.

De no ser porque estoy lejos de él, ahora mismo me estaría tirando de las orejas y llenándome la cabeza por mis decisiones de mierda. Cuando el ringtone cesa, respiro, aliviado. Probablemente solo lo logre por un par de horas, pero es una pequeña victoria.

Doblo la esquina, frustrado y enojado, cuando la veo.

A ella.

A mi mundo.

A mi sol y las estrellas.

A la única capaz de correr las nubes de tormenta de mi horizonte.

Abrigada hasta los dientes, está sentada sobre su valija. No me ve enseguida, razón por la cual se asombra cuando aparezco de lado.

Su grito agudo me llena de esperanza y se arroja a mis brazos.

―Te necesitaba tanto, tanto. ―digo a su cabello espeso y fueguino ―. Parece que Dios escuchó mis plegarias.

―No mientas, no creés en Dios. Tantos años de misa dominical surtieron el efecto contrario en vos ―es cierto, odiaba emperifollarme los domingos y acompañar a mis viejos a la aburrida misa del padre Carlos. Apenas tuve edad para "rebelarme", abandoné.

―Intervención divina o no, estás conmigo. Pero ¿qué haces acá? ―pregunto entre sonrisas como si mis ojos no pudieran dar fe a lo que ven.

―Vine a visitarte. A sorprenderte. ¿Lo conseguí?

―Claro que sí, mi amor, pero mejor entremos que hace un frío de cagarse ―sin soltarla, tomo su valija y caminamos hacia el hall del pequeño edificio donde vivo. El lugar no es muy grande ni fastuoso, sino que es una construcción de cinco pisos, con tres unidades por nivel y un ascensor decente que se avería menos de lo que creí apenas me mudé. Bastante digno a juzgar porque no hay encargado y viene una señora a limpiar cada mañana.

El precio de la hipoteca era bastante accesible; los herederos querían hacerse del dinero lo antes posible, aun si eso implicaba venderlo por centavos.

Cuando entramos a mi casa, sus ojos observan sin piedad: el blanco de las paredes, libre de decoración. La mesa y las sillas de segunda mano. El sillón de un cuerpo que compré la semana pasada y alguna que otra caja que no supe dónde poner.

Lo único que sobresale, es el televisor grande.

―Perdón, no esperaba visitas ―me agacho y junto la ropa para llevar a la lavandería de la otra cuadra. Un lavarropas cuesta demasiado para mi ajustado presupuesto, sobre todo después de meterme en esta hipoteca.

Avergonzado, introduzco todo en la bañera y corro la cortina; no es que se vaya a ir mágicamente de allí, pero al menos no está a la vista y a juzgar por la valija de Coni, se quedará por un par de días.

Perfumo con desodorante de ambiente, paso la escobilla del baño por el inodoro y ruego porque no se vaya espantada de acá. Giro y sin esperarlo, me choco con su menudo cuerpo.

―Hey, ¿qué estás haciendo? ―pregunta conteniendo una sonrisa traviesa.

―Mejorando el aspecto de esta cueva ―mi tono parece salir en una pregunta.

―¿Para qué mejorarlo ahora si podemos desordenarlo un poco más? ―ronronea en un tono que sugiere diversión absoluta.

Y como necesito dejarme llevar, olvidar que mi padre querrá colgarme de las pelotas y hundirme en mi novia después de tantos meses, caminamos – tropiezo mediante – hasta la habitación y el colchón nos da la bienvenida.

***

Rápidamente caemos en una fácil comodidad.

Probablemente, porque todavía no le he dicho que mi entrenador me ha vetado la entrada al club y que no estoy yendo a las prácticas sino al gimnasio cerca del club.

Papá, en cambio, está al tanto de todo lo que pasó y se encuentra renegociando mi pase.

Tras mi reencuentro con Coni, mi energía subió. Pasé de estar a punto de hundirme en un vaso de sidra en navidad a causa de mi soledad, a reservar una mesa para dos en un bonito restaurante del centro.

Ambos estamos lejos de nuestras familias y por lo tanto, esta fecha debe ser especial.

Coni se muestra entusiasmada con mi lugar; es chiquito, pero el balcón mira hacia el prolijo parque que se extiende sobre la calle Casañal. La encontré mirando cada mañana a lo lejos, ensimismada en su mundo, preguntándome qué le pasará por la cabeza.

Es ingrato someterme a semejante juicio sin salir herido en mi orgullo; hemos estado separados por mucho tiempo tanto física como mentalmente, lo que implica que quizás haya habido alguna que otra aventura de la que no quisiera enterarme.

No podría juzgarla ya que es una chica sensacional, hermosa por donde se la mire y luchadora, el sueño de todo hombre que busque asentarse.

Ahora mismo está hablando con su madre, de espaldas a mí. Lleva un vestido azul que le queda perfecto, largo hasta las rodillas, y unas botas altas que le cubren buena parte de las piernas. Obviamente, lo complementará con un abrigo puesto que la noche se presenta demasiado fría para lo que estamos acostumbrados en Buenos Aires.

―Sí, mami. Dale. Te quiero. Un beso para todos. Muac muac―se despide. Son casi las ocho de la noche aquí.

Cuando Coni gira me deja sin aliento como la primera vez que la vi como algo más que mi amiga torpe y parlanchina que se acoplaba a Zeke y a mí. Como en ese momento en que el corazón me latió horriblemente fuerte y me dio mucho calor en la cara; supe que no era una cuestión de mala salud sino que ella me gustaba de otro modo.

Que quería que fuera "mi" Coni y de nadie más.

―La vieja se puso sentimental. ―me aclara cuando me ve parado como idiota, viéndola moverse hacia mí. Su largo cabello rojo de lado, con ondas bien marcadas, es su marca registrada junto a sus grandes ojos y su boca carnosa ―. ¿Ya hablaste con tus papás? ―se cuelga de mi cuello y me da algunos besitos en la mandíbula afeitada. La rodeo con mis brazos, empezando a sentir la reacción física natural ante nuestro contacto.

―Sí, más temprano. Iban a la casa de una de las primas de mi mamá ―mi aliento roza su nariz perfecta y sopeso la posibilidad de cancelar la reserva. Luego me digo que hice un gran esfuerzo por conseguir un lugar a última hora y claudico.

―¿La conozco?

―¿A Graciela? Quizás la viste en algún cumpleaños; estuvieron distanciadas unos años hasta que zafó de un ACV y la desgracia las unió.

―Mmm, no me acuerdo.

―No te perdés demasiado ―reconozco, recordando lo pesadas y exigentes que eran Graciela y Alba, primas de mamá ―. Abrígate y vamos que si sigo imaginando todo lo que hay debajo de ese vestidito, no salimos de acá ―le muerdo el labio inferior, agitándole la respiración.

―Ni se te ocurra, tengo hambre ―responde y se aleja por el bien de su estómago.

Y de mis bolas.

***

Apenas llegamos del restaurante, nos sacamos la ropa y nos matamos en la cama. Tenemos sexo salvaje, sudoroso, ese que nos deja sin aliento.

Después de varias rondas caemos exhaustos y dormimos hasta el amanecer.

Bueno, en realidad solo veo luz que se filtra entre las cortinas baratas que compré. Sin embargo, no es la claridad la que me despierta sino el insistente sonido de mi celular.

Abro un ojo antes que el otro y bostezo. Miro hacia atrás, constatando que Coni ni siquiera se mosquea por el molesto ringtone. Corro las sábanas de lado y me pongo los bóxer abandonados en el piso. Tomo el teléfono y parpadeo varias veces antes de enfocarme en el nombre de mamá.

"¿Qué carajos hace llamándome a esta hora?"

―Hola ―saludo con voz rasposa cuando llego al comedor. Tomo asiento en el sofá y no pasa ni un segundo que escucho su timbre de voz fuerte y chillón.

―¿Cómo es eso de que estuviste en Buenos Aires hace dos meses y no pasaste por casa? Y lo que es peor, ¿le pediste casamiento a Constanza?¿En qué estabas pensando? ―las tres preguntas caen sin pausa sobre mí. Froto mi nariz tomándome un segundo para no mandarla a la mierda. Inspiro profundo y respondo lo más cordialmente que puedo.

―Hola mamá. Yo también te deseo una feliz navidad ―Soy amable y ni así, se calma.

―Supongo que lo que hiciste en un arrebato de estupidez. No tienen ni 25 años y ¿ya querés arruinarte la vida casándote?

―Voy a ignorar que dijiste eso. Vos te casaste a los 21.

―Vos sabés lo que te quiero decir.

―Ah, ¿sí? Explicámelo ―la provoco.

―Yo estaba enamorada de tu padre. Llevábamos cinco años de noviazgo.

―Nosotros llevamos casi diez y también estamos enamorados. ¿Cuál es la diferencia?

―Eran otros tiempos ―se le acabaron las excusas y a mí las ganas por responderle con cordialidad.

―Mamá, ¿me llamaste por esta zoncera?

―No creo que cuestionar las decisiones estúpidas de mi hijo sea una zoncera―enfatiza con desdén. Mis muelas crujen, chocándose unas con otras.

―Mamá, soy un adulto y como tal, tengo derecho a tomar las decisiones que se me vengan en gana. Amo a Coni desde mis diez años y no considero ningún arrebato el hecho de pedirle que pase el resto de mi vida a mi lado ―intenta interrumpirme, pero elevo la voz, tapando la suya ―. La amo y eso no va a cambiar nunca, ¿me escuchás? Puede que me haya dicho que no cuando se lo pedí, pero en lo que a mí respecta, voy a seguir peleando hasta que me responda que sí.

Su respiración se oye alterada, nerviosa. El silencio es aún más pesado.

―Ella no es la chica correcta para vos.

―¿Según quién?

―Ya trató de engancharte una vez y...

―¡Mamá! ¡Basta! Me cansé de que sigas endilgándole la responsabilidad de haber quedado embarazada. Yo participé, ¿eh? ¿O te pensás que quedó embarazada del Espíritu Santo?

―¡No me faltes el respeto!

―¡Y vos no me lo faltes a mí ni a ella! ―el corazón me late salvajemente en el pecho. Jamás he levantado tanto la voz e incluso, dudo que los vecinos no me hayan escuchado.

Es la primera vez que tengo los huevos tan plantados que no me arrepiento de haberla enfrentado.

―Veo que no estás dispuesto a reflexionar.

―Lo mismo digo.

Inspira profundo y larga el aire sostenidamente.

―Espero que llames antes de año nuevo.

―No tenés por qué dudar de eso.

―Ella está ahí con vos, ¿no? ―Instintivamente giro la cabeza y empalidezco cuando la veo de pie, temerosa, aferrada al vano que vincula el pasillo de la habitación con el comedor. Ladeo la cabeza, esperando que mis gritos no la hayan despertado, cosa que dudo, si no malinterpreto su rostro afligido.

―Sí, vino a visitarme.

―Hablamos más tarde, hijo.

―Besos y saludos a papá.

Cuando corto, dejo el teléfono en el sillón y voy en búsqueda de mi novia.

―¿Cuánto escuchaste de todo lo que hablamos? ―Siento vergüenza.

―Lo suficiente como para confirmar que no me quieren ni un poquito.

―No sos vos...es...no sé cómo supieron que te pedí casamiento y que no fui a verlos ―fui un idiota al pensar que no se enterarían. Aunque nuestras madres no son amigas ni hablan con frecuencia, son vecinas. Quizá Josefina me vio entrando a la camioneta de Zeke, le contó a su madre y...

―Juani, no la dibujes, no por mí ―con ambas manos enmarca mi cara y me mira con sus hermosos ojos, tiernos, llenos de cariño y comprensión ―. Y sí, quiero.

Frunzo el ceño inmediatamente. Su sonrisa se ensancha, cubriéndole todo el rostro.

―¿Qué cosa querés?

―Casarme con vos, ¡tonto! ―me ilumina con sus palabras y estallo de felicidad. La abrazo fuerte, a riesgo de desarmarla y nos besamos con ansia y prisa.

Corro hasta mi habitación y busco la bolsita con el anillo que guardé en el primer cajón de mi cómoda, donde descansa la ropa interior.

Vuelvo al comedor y me arrodillo. Ella llena el espacio con sus carcajadas y sus lágrimas de emoción.

―Esto es mejor de lo que podía haber imaginado. No me importa que me hayas dicho que no una vez porque esta, es la que cuenta. ―Tomo su mano temblorosa y le calzo el anillo ―. Sabía que era perfecto.

Me pongo de pie y nos damos un beso, el primero de esta nueva vida.

El primero de los que espero, sean muchísimos más.

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