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―¿No pasó ni un minuto que estamos en esta casa que huele a viejo que ya te hiciste un amigo? ―Mi hermana Josefina no es para nada simpática. Mamá dice que está en la edad del pavo. Yo no veo que tenga plumas o le haya salido ese coso que les cuelga del cuello así que no sé exactamente a qué se refiere.
―Vos lo decís de envidiosa ―le saco la lengua.
―¡Constanza! No molestes a tu hermana ―Mamá me reta.
―Ella fue la que empezó ―Frunzo mi ceño, ofuscada. Nunca gano.
―No me importa quién empezó, ¿pueden dejar de discutir por un segundo? Ya se la pasaron gritando en el auto durante todo el maldito viaje ―corre de mala gana el plato hacia un lado y se frota los laterales de su cabeza, allí donde le están naciendo unas canas ―. Jose, ¿dónde metiste las aspirinas? ―mi hermana pone los ojos en blanco y echa la silla hacia atrás en dirección a nuestra habitación, donde mi nuevo amigo Ezequiel había apilado nuestras cajas con libros, ropas y juegos de mesa, junto al botiquín.
Lamenté no haber traído a todas mis muñecas conmigo, pero por tener tan poco tiempo de preparación, junté las suficientes.
Josefina regresa en menos de un minuto, le da la tableta y mamá se traga dos sin agua.
Frunzo toda mi cara porque ¿quién toma una aspirina sin agua?
Puaj.
―Josefina, lavá los platos. Constanza, vos secálos y dejálos sobre un repasador así mañana los acomodamos en las alacenas. Estoy cansada.
Se levanta sin decir ni una palabra más y el fuerte estruendo de la puerta de su dormitorio hace traquetear los vidrios de la vitrina de la abuela Consuelo.
―Vamos, todavía tenemos que ponerles sábanas limpias a las camas ―recuerda Jose. No tengo otra alternativa más que hacerle caso.
***
Por suerte captamos una señal de radio en el viejo aparato que mi abuela había dejado en la cocina. Al menos pasan canciones modernas como las de Roxette o Ace of Base.
Josefina y yo tarareamos las letras; ella domina el inglés mejor que yo así que, como es de esperar, su pronunciación se acerca más al original.
―Lindo nene tu amiguito, ¿no? ―Josefina podía ser un ogro todo el día y le encanta fastidiarme. Esta vez, no es la excepción.
―No sé, no lo vi bien ―miento. Lo había visto muy bien cuando bajé del auto de mamá y los descubrí a él y a su amigo mirando hacia nuestra casa. Era bonito, sí. Y en este momento me toco las mejillas porque me había subido un calor desagradable por la piel.
―No me engañes a mí. ―Clava sus ojos castaños en los míos ― : ¡Te pusiste colorada!¡Te gustó el chico sudoroso!
―No, no, no digas eso...shhh...―Mientras más le pego en el brazo, más se burla la tarada ―. ¡Es mi amigo! No me puede gustar mi amigo.
Pfff.
―¡Eso es mentira! ―dice y la imagen de Nacho viene a mi cabeza. Él había sido su amigo por mucho tiempo, hasta que una noche la encontré besándolo bajo el árbol de la entrada de casa. A escondidas. Con lengua y todo.
Yo nunca me había dado un beso con un chico y después de ver eso, tampoco me dieron ganas. ¿Quién mete su lengua en la boca de un extraño?
Dejando lo que vi en un secreto sin revelar, vamos a nuestra habitación a tender las camas y de inmediato odio que las paredes fueran lo suficientemente delgadas como para escuchar el llanto angustioso de mamá.
Mi labio inferior comienza a temblar, Josefina me abraza y me besa la cabeza en una actitud tan agradable como extraña. Ella no es de dar besos porque sí, ni tampoco es afectuosa. Suele contestar mal a todo el mundo, ser ruda y vivir en constante molestia.
―Ya se le va a pasar.
―¿Y si no se le pasa nunca? No me gusta que esté triste.
―Cuando se dé cuenta de que puede seguir adelante sin papá a su lado, va a estar mejor ―me aparta de sus brazos pero sin perder el contacto. Me quita la goma que sostiene mi trenza y la desarma ―. ¿Querés que te cepille el pelo?
―Odiás cepillarme el pelo.
―Sí, pero hoy puedo hacer una excepción.
―Entonces sí, pero antes hagamos las camas y lavémonos los dientes, ¿te parece?
―Dale.
Al día siguiente mamá ya estaba levantada cuando Josefina y yo nos despertamos. Fue inevitable no escuchar los ruidos de cacerolas y vasos que provenían de la cocina, no solo porque los ambientes no eran muy grandes, sino porque mamá no se esmeraba por ser silenciosa.
―¿Qué hora es? ―Josefina pregunta mientras se cubre la cara con la almohada. Nuestras camas son cuchetas en L, lo que me permite verla desde mi posición.
―Las ocho.―Resoplo mirando el reloj despertador que Josefina rescató del fondo de una caja y puso en la mesa de luz que había en esta pieza. De acuerdo con lo que dijo mamá, ocupó esta habitación junto a nuestro tío hasta que se fue a la guerra de Malvinas y murió. Nunca lo conocimos.
―¿Por qué no vuelve a la cama y se deja de joder?
―No debe tener sueño ―explico con naturalidad.
―Qué día de mierda va a ser, nos va a tener ordenando desde temprano.
―No digas "mierda". Es una palabra horrible.
―Mierda, mierda, mierda, mierda ―repite sin parar, solo para incordiarme. Le tiro mi almohada pero no para hasta que corre la sábanas de lado y se baja de la cama. Da un gran bostezo y estira sus brazos a lo alto. Su cabello castaño con mechones cobrizos es un nido de pájaros.
Revuelve dentro de su mochila y saca una muda de ropa interior. Ella usa corpiños con relleno porque, como yo, es chata como una tabla. Gracias a Dios por ese tipo de soluciones, aunque espero tener más suerte que ella cuando tenga su edad.
Veo que también agarra un tampón. Todavía no me hice señorita, a pesar de haber recibido la charla del óvulo, el útero y el espermatozoide que viaja y las enfermedades que podemos tener de no protegernos con un preservativo.
―Jose, ¿vos tuviste sexo ya? ―pregunto con toda mi inocencia a cuestas.
Su espalda se tensa.
―¿De dónde sacaste esa pregunta? ―De repente, hasta las numerosas pecas de su cara se vuelven blancas. Oh, interesante.
―Algo nos contaron en el colegio ―digo, enredándome un dedo en un mechón de mi largo pelo.
―Bueno, me alegra tu curiosidad y celebro que lo hablen en la escuela, pero ese no es tu asunto.
―Entonces, quiere decir que sí.
―¡Coni! ¿Querés callarte? ―Se cuelga de la escalera que va hacia mi cama alta y me tironea de la oreja.
―¡Auch!
―Ni se te ocurra decirle algo a mamá, ¿estamos?
―Dale, contáme, porfis, porfis.
―¿Contarte qué?
―Cómo...pasa...
―No, sos muy chica. Aparte eso te lo tiene que contar mamá.
―¡Vos sabés que eso no va a pasar nunca! ―exclamo, compungida. ¿Por qué todos me tratan como si fuera tonta?
―Entonces, morirás virgen.
Dejándome con la boca abierta se va de la habitación y no pasan ni dos minutos que comienza a gritarse con mi madre.
Ella tenía razón: este día va a ser una mierda.
***
En esta casa hace mucho calor.
El único ventilador que tenía mi abuela es viejo y no tira mucho aire. Bueno, en realidad no hay mucho aire que tirar, si soy sincera.
Estamos a una semana de navidad y estoy transpirando mucho. Tengo ganas de salir pero mamá está muy compenetrada ordenando vasos y tazas y apilando platos. ¿Cuántos juegos tiene?¿Cuántos usamos de todos modos?
Josefina ya "cantó pri" exigiendo su mitad de armario, por lo que está acomodando su ropa y yo estoy aburrida haciendo ruidos tontos frente a las aletas de este ventilador. Juego a ser un robot y me río sola. ¡Qué triste!
―Tendrías que pasar la franela a los muebles ―Sermonea mi mamá desde la cocina. Hay una pared de separación, lo que me permite inflar las mejillas sin que me vea.
―Ya lo hice.
―Hacélo otra vez.
Lleno mis cachetes de aire nuevamente hasta que mi piel se vuelve tirante. No quiero limpiar, no quiero vivir con el mal humor de mi mamá, no quiero estar en esta casa vieja, con paredes cuyo empapelado está amarillento y mucho menos con agua que apenas sale caliente.
Aprieto el gatillo del limpiador con olor espantoso, toso, y paso el trapo anaranjado. Estos muebles son muy antiguos. Lucen feos, pesados. No me gustan para nada. Y no combinan con los que trajimos desde casa.
Extraño a mi papá. No jugaba mucho con nosotras, pero cuando lo hacía era muy divertido. Él me enseñó a patear pelotas de fútbol, a encestar las de básquet en el aro que había en el fondo trasero de casa y a treparme a los árboles sin hacerme daño.
Era quien me empujaba muy, muy alto en mi hamaca.
No puedo creer que se haya ido con otra mujer, que nos haya dejado por ella.
Somos sus hijas, ¿cómo pudo olvidarse de nosotras?
Contengo mis lágrimas y trago; Josefina puso la música a todo volumen y no estoy segura de que mamá me vaya a consolar si me escucha. Pienso seriamente en que nadie se va a dar cuenta si abro la puerta y cruzo la calle en busca de mi nuevo segundo amigo.
―¡Ahora vengo! ―Grito no demasiado alto. Nadie responde.
Pero yo avisé. La culpa es de ellas que no me escucharon, ¿no?
Levanto el hombro y hago lo que planeé: salir con el pecho en alto y divertirme.
Un poco de arrepentimiento cae sobre mí cuando el aire caliente de diciembre me pega en la cara. "No tendría que haberme quejado del ventilador", me digo.
Abro la reja bajita que me separa de la vereda, dejo pasar un auto que viene por mi lado, y cruzo. Respiro, trago y acomodo mi tradicional trenza sobre mi hombro. Acto seguido, corro el pasador de la reja de enfrente y avanzo por los escaloncitos que hay hasta llegar al timbre junto a la puerta.
Una puerta muy bonita, por cierto.
―Um, hola. Y esta chica tan bonita, ¿quién es? ―Una mujer me pregunta con una linda sonrisa apenas me ve. Se inclina para mirarme más de cerca. Tiene unos bonitos anteojos, de marco rosa pálido.
―Hola, mi nombre es Constanza, pero puede llamarme Coni. ―digo, simpática, sin dejar de tocar la punta de mi larga trenza.
―Mucho gusto, Coni. Yo soy Teresita.
―¿Teresita o Teresa?
―Teresita. A mamá le parecía más simpático.
―Es bonito.
―Me alegra que te guste. Y ahora decime, Coni, ¿en qué puedo ayudarte?
―Vine a ver a Juani.
―¿Y de dónde conocés a Juani?
―En realidad no lo conozco, pero conozco a su amigo Zeke. Me mudé enfrente y él me dijo que vive acá.
―Entiendo. Bueno, voy a llamarlo, pero en un rato él tiene que tomar la leche.
―¿Chocolatada?
―Sí. ¿Te gusta la leche chocolatada?
―Obvio, ¿a quién no?
―¿Y te gustan las vainillas?
―Sí, pero no las mojo en la taza. Se desarman todas y no me gusta tener que rescatarlas con la cuchara.
―Tenés razón, muy buena observación. No es para nada cómodo que se disuelvan ―la mamá de mi futuro amigo es agradable, además de bonita. Tiene cabello oscuro, muy lacio y brillante, y una sonrisa con dientes parejos y blancos. Abre por completo la gran puerta de madera con hierritos doblados en firuletes extraños y me invita a sentarme en uno de los grandes sofás de cuero marrón que ocupan la sala de estar.
En nuestra anterior casa, la que compartíamos con papá antes de que se fuera con su secretaria, teníamos uno parecido. Ahora, en la sala de mi abuela Consuelo, conviven sillas de madera con almohadones individuales para hacer más blando a los asientos, una mesa un tanto destartalada y un sillón viejo con estampado floreado desgastado y nada lindo.
Mamá se trajo el tocadiscos de papá apropósito, sabiendo que él se enojaría mucho.
Cuando ella se enteró de que papá la engañaba, nos obligó a guardar nuestras cosas en una mochila y nos fuimos a vivir a un hotel cerca del centro de Córdoba Capital. Dos días después, algunas chucherías y el resto de nuestras pertenencias fueron puestas en un camión de mudanza. Desde entonces, no volvimos a tener contacto con él.
Según mi madre, a él no le importamos.
Lloré mucho cuando supe que no lo vería más, al menos hasta que un abogado resolviera "cuestiones legales" con respecto a nuestra tenencia.
No entendía mucho qué significaba eso hasta que mi hermana me dio una cuota de cruda realidad: "papá y mamá se van a divorciar y van a discutir para ver con quién queremos vivir. Papá pagará por mantenernos a distancia mientras tiene sexo despreocupado con su nueva esposa sin que nos metamos en su vida. Fin".
Jamás pensé en tener que elegir. Jamás pensé que mi papá se quedaría con otra persona antes que con su propia familia. ¿No es que los adultos se casan para toda la vida?
Parece que no.
Mientras que papá trabajaba mucho en su oficina, incluso los domingos, mamá es la que estaba siempre en casa, obligándonos a hacer la tarea, a lavar nuestra ropa interior y a limpiar y a ordenar nuestros cuartos.
En Córdoba, a menudo venía una señora que ayudaba a mamá. Hilda era una mujer muy buena, casi una abuela, que nos cuidaba y nos hacía de comer unas milanesas con papas fritas riquísimas.
Supongo que acá en Buenos Aires todos esos lujos ya no son necesarios; la casa de mi abuela Consuelo es la mitad de lo que era nuestra antigua vivienda y el patio ni siquiera se asemeja al gran parque con árboles frutales y rosales que teníamos. Aquí solo hay un sector con pasto medio amarillento, un galpón viejo y sucio donde hay una cortadora de césped, latas de pintura secas sobre unos estantes flojos y algunas macetas con tierra partida y yuyos muertos en ellas. Me da un poco de miedo ese galpón así que no entré todavía.
No solíamos venir de visita con tanta frecuencia, por eso me extrañó que esta fuera nuestra opción para vivir. Josefina me explicó que como mamá era la única hija viva de la abuela, le correspondía heredar sus bienes y de ese modo, no pagaríamos un alquiler.
Además, como mamá le había gritado a mi papá que "se podía meter la casa en el culo" – palabras textuales – es que no nos quedamos nosotras allá y se trató de una mudanza rápida, con muchas cajas pero con escasos muebles.
Teresita me deja en el sofá mientras se marcha hacia la parte de atrás de la casa; yo espero por unos segundos hasta que un nene aparece en traje de baño, goteando agua por todo el piso y con unas antiparras de natación sobre la cabeza.
―¿Y vos quién sos? ―Yo sonrío incluso sin tener todos los dientes. Es lo que mejor sé hacer y Josefina se disgusta por eso.
―Soy tu nueva amiga, Coni.
―Yo no tengo amigas mujeres.
―Soy amiga de Zeke. Pensé que podíamos ser amigos nosotros también ―le aclaro con total enfado.
―¿Cuándo conociste a Zeke? ―me pregunta con su pequeña nariz. Es casi tan alto como yo, o sea, no mucho, pero lindo. Tiene cabello castaño y ojos que parecen más oscuros de lo que son.
―Ayer; ayudó a mi mamá a entrar algunas de nuestras cajas.
―¿Por qué hablás raro? ―Larga sin vueltas. Nunca antes me habían juzgado por mi tonada. Llevo mis manos a mis caderas, un tanto enojada por su crítica.
―Juani, ella vino de Córdoba. ―le responde la madre a sus espaldas y ahora entiendo todo.
―Exacto. De Córdoba capital ―le digo, resuelta y contenta de que Teresita haya encontrado una explicación ―. Vos también hablás raro ―me cruzo de brazos y frunzo la boca en clara señal de guerra.
―Yo no hablo raro, hablo como gente normal.
―¡Juan Cruz! ―su mamá acusa ―. No es cuestión de hablar "normal" o no, es solo que a veces, en las ciudades del interior del país, se habla con una tonada distinta. Así como para ellos, nosotros tenemos un ritmo diferente en la voz.
Él la mira, intrigado, pero asiente como si hubiera revelado una gran verdad. No sé cuánto le interesa de dónde vengo mientras hable castellano. Levanta sus hombros, dándome la razón.
―Estaba en la pileta. ¿Querés venir? ―me invita y muero por meterme, sobre todo con este calor.
―Mmm...no sé si guardé un traje de baño ―me desinflo. En el apuro por viajar, no sé si metí uno en mi mochila y dado que mi papá juntó nuestras pertenencias a pedido de mamá, dudo que haya empacado alguno.
Juani me mira, ceñudo.
―Hagamos una cosa: fijáte más tarde y si no lo encontrás, te comprás uno para venir a la pile. ¿Te parece? Ahora podemos jugar en mi casa del árbol. ―dice como si no fuera la gran cosa no meterse nuevamente al agua. Entretanto, caminamos hacia su patio. Cuando cruzamos la puerta de vidrio repartido, se me descuelga la mandíbula.
―Waw, tenés una super piscina ―me llevo las manos a la boca. Es más grande que la que teníamos en mi casa anterior.
―Sí, la llenamos ayer.
Cuando salgo de mi asombro y sigo sus pasos, distingo la casa que se incrusta entre dos gruesos troncos y se cubre con la copa de un árbol.
―¿Esa de ahí es tu casa?
―Sí, la usamos con Zeke. A veces la usamos para merendar. Mamá protesta porque tiene que subir todo por la escalera y tiene miedo de que alguno se golpee al bajar ―su sonrisa es traviesa y bonita. Junto a Zeke, son dos de los chicos más lindos que conocí hasta ahora.
―Yo siempre soñé con tener una. ―digo con ilusión.
―¿Querés subir? ―pregunta mientras se seca con el toallón que colgaba del respaldo de una reposera.
―¿En serio me invitás a tu cueva de chicos?
―Es una cueva de amigos. Y si vas a ser nuestra nueva amiga, tenés que conocerla.
"Nuestra nueva amiga".
Mi sonrisa se expande hasta que se me anuda en la nuca.
―Por supuesto.
Después de aferrarme con fuerza a la escalera de listones, clavada sobre el tronco, llegamos a la cima. Entrábamos perfectamente de pie y era un lugar grande como para extender un mantelito de picnic y dibujar. Tiene una plataforma rodeada por una baranda, desde la cual me imaginé sentarme para mirar las casas vecinas.
―El papá de Ezequiel es carpintero. Él la diseñó y la montó. Mis papás me la regalaron el año pasado. Está re copada, ¿viste?
―¡Está genial! ―aplaudí tontamente y toda su bella cara se frunció ―. ¿Qué pasa?
―Eso de aplaudir como foca y aullar fuerte es muy de chica.
―Y sí, soy una chica. ―repito lo obvio.
―Tsk. ―Chasquea la lengua y bajamos cuando su mamá nos llama para tomar la merienda.
Sin dudas, hice bien al cruzar la calle.
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Camas cuchetas/marineras: literas que pueden ubicarse una encima de la otra, o en forma de L.
Cantar pri: cantar primero/ Adelantarse a algo.
Pileta: piscina.
Copado: genial
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