uno
Mi nombre es Cielo y cargo el beso de un ángel.
Esa es la manera en que me gusta presentarme. Es agradable saber el color favorito de las personas, el nombre de sus mascotas, el deporte que más les gusta, su comida favorita. Pero son cosas que se olvidan. Estoy segura de que hoy, la nueva maestra de filosofía, de los veinticinco que somos, ha recordado solo un par de colores y un par de nombres. Los repetirá tanto el resto del curso que parecerán tatuados en su persona. Y de todas maneras, son cosas que olvidará.
Un día, en el futuro, al pasar frente a uno de ellos por el supermercado, mientras elige la fruta menos podrida, mirará y no recordará. Ni siquiera hará el intento.
Pero si alguien dice algo extraordinario. Como que tiene el fragmento de un meteorito en su habitación, que sabe cien números decimales de PI, que ha perdido una de sus orejas en un asalto, que un demonio en el río le regaló una maldición... Hay algo que no se olvida de esas cosas.
Como a Sierra, yo no olvido a Sierra.
Entonces en el futuro, cuando ella pase frente a mí por el supermercado, sus manos rozarán la fruta podrida y ennegrecida. Me mirará y me recordará. Ni siquiera hará el intento.
Y recordará el beso de un ángel.
Lo recordará porque la curiosidad es peligrosa y a los peligros no podemos olvidarlos. Hoy me dijo que no entendía. Le respondí que lo cargaba atrás, justo en mi nuca. Se acercó y me pidió que levantara el cabello. Se asqueó. Por fortuna, el rostro nunca miente. Las marcas de nacimiento, cuando son tan grandes y tan rojas, dejan de ser especiales. Se vuelven tenebrosas.
He sentido la intención de sus dedos de juguetear por la herida.
—¿Te duele?
No.
He sentido la intención de sus uñas de querer arrancarla.
Este es el momento donde Sierra se acercaría y le pediría con voz seria que quitara las manos de encima mío.
"Me llamo Sierra. Mi hermana es Cielo, un ángel la besó en el cuello".
—¿Y te lo puedes quitar?
—No —respondí—. Ahí duerme mi mal.
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