Cuento con mis dedos el tiempo que nos dejaron solas.

Éramos felices en el silencio de la casa. Nos habíamos callado con ella. Quietas, quietas las puertas, quieto el aire, quieto el naranjo.

Era temprano, pero no importaba la hora, Sierra siempre quería jugar a las escondidas.

Entonces conté.

Uno.

Dos.

Tres.

Y la escuché correr.

Cuatro.

Y escuché su carcajada.

Cinco.

Escuché una puerta.

Seis.

Tal vez la del armario.

Siete.

Escuché otra puerta. Golpes en esta.

Ocho.

¿Me dejas pasar?

Nueve.

No respondí. ¿Me dejas pasar? Como ahora. No. Lo. Hago. Como ahora no lo hago cuando el espejo se escucha: toc, toc. ¿Me dejas pasar? No, porque me miento. Porque es el árbol. Porque el naranjo está enfadado. En esta casa maldita no se puede dar frutos. ¿Me dejas pasar?

Diez.

No.

La respuesta era no.

Nadie nos la dijo.

Pero.

La.

Sabíamos.

Once.

No quería dejar de contar.

Doce.

No quería ver.

Trece.

Me mentía. Estaba esperando a que terminara de esconderse.

Catorce.

Esperaba.

Quince.

Empecé a llorar.

Dieciséis.

Más pasos.

Diecisiete.

Las risas ya no eran de Sierra.

Dieciocho.

Silencio.

Diecinueve.

El peor silencio del mundo.

Veinte.

"¿Sierra, dónde estás?"

Y no había nada.

No preguntas. Ni respuestas.

Y fui al armario del espejo.

Veo cinco cosas.

Veo la puerta entreabierta, rasguñada, salpicada. Veo la tela del vestido de Sierra, enrojecido, húmedo, martirizado. Veo los ojos de Sierra desaparecidos, ausentes, transformados. Veo los temblores de su cuerpo, constantes, horrendos, fuertes. Veo a Sierra.

"¡Te encontré!"

Sangre en el rostro de Sierra. Sangre en su vientre. Sangre en su boca. Sangre en su corazón. Sangre en su alma.

Oscura.

Casi negra.

Nunca volví a contar en voz alta. Nunca volvimos a jugar a las escondidas. Nunca volví a encontrarla.