Uno de los eventos más comunes a los que los estudiantes de secundaria del prestigioso colegio Holden debían asistir eran las ferias universitarias. Pero, en su último año de clases, un nuevo tipo de convención se acoplaba a este último evento: la feria laboral. Allí los estudiantes podían conseguir trabajos temporales para mantenerse ocupados durante sus vacaciones, aprender más sobre las profesiones en las que deseaban meterse en un futuro, practicar sus habilidades de Networking, y hasta conseguir buenos aliados que les escribieran las cartas de recomendaciones necesarias para entrar a los centros educativos de sus sueños en el año siguiente.
Margaret había sido invitada para representar a su empresa en la feria laboral de aquella semana. Gabriel había estudiado en el Colegio Holden, así que la petición de su jefe para que ella fuera allí en nombre de su compañía no la sorprendió demasiado.
Ella y Erica se sentaron en el estand que les fue asignado por los inspectores del establecimiento, y respondieron las preguntas de los pocos estudiantes que se interesaron en trabajar para la papelería Fourd con educación y paciencia.
Alrededor de las una y media de la tarde, Erica se disculpó para ir a almorzar y le dijo que volvería a las dos y media, para que Margaret pudiera hacer lo mismo. Fue en este preciso momento de soledad cuando Jack Hook apareció al frente del cubículo, sonriendo con la misma alegría de la última noche que habían pasado juntos, aunque sin el mismo nivel de malicia.
—Interesante verte por aquí. No me lo había esperado.
—Hola, profesor —La señora Corde enrolló un mechón de cabello detrás de su oreja—. Vengo por pedido de mi jefe. Estoy representando a Fourd.
—Hm. ¿Me creerías si te dijera que ya trabajé para ustedes cuando era un adolescente? —Él metió sus manos dentro de los bolsillos de su pantalón y Margaret, sin realmente pensarlo, bajó sus ojos a su entrepierna, haciéndolo ampliar su sonrisa.
Los jeans que estaba usando eran demasiado ajustados. No deberían ser considerados legales, ni propios para su profesión. O tal vez ella los estaba imaginando más apretados de lo que en verdad eran. Al final de cuentas, conocía muy bien el tesoro que escondían. Sabía que aquella mezclilla debía sentirse como una jaula para él.
Okay. Sin duda era lo último.
—Sí, tenemos a muchos jóvenes trabajando para nosotros en las vacaciones —Ella tragó en seco y subió la mirada a su rostro de nuevo.
—¿La sede sigue siendo en la avenida Ocean?
—Sí —La vendedora asintió, sintiendo su boca secarse.
No podía concentrarse muy bien en lo que él estaba diciendo, si era sincera. Por alguna razón, Jack se veía particularmente sexy aquel día, de una manera que la estaba estresando.
O tal vez no era él el verdadero problema. Sino el hecho de que, desde que tuvieron sexo, ella no podía parar de gritar su nombre todas las veces que se tocaba a sí misma. Verlo ahí, a meros centímetros de distancia... era enloquecedor.
—Quisiera poder volver allá de nuevo —él comentó con casualidad y fingió ignorar el deseo que encontró en los ojos de la mujer, por unos segundos—. Era un lugar bonito.
—Lo es.
Jack se acercó más al estand y luego de mirar de un lado al otro, certificándose de que no habían estudiantes a su alrededor, se inclinó adelante, para murmurar:
—Mi sueño siempre fue coger a alguien en la sala de McAllister.
—¿El CEO anterior?
—Ese mismo. El hijo de puta tenía una pecera del tamaño de la pared detrás de su escritorio y cuando la luz del techo se apagaba toda la habitación se volvía azul por la iluminación del acuario. Me encantaba como los reflejos del agua bailaban en las paredes.
—Hm. Lamento destrozar tus sueños, pero creo que la sacaron.
—Mierda... —Jack se quejó, con un tono cómico, que hizo a Margaret reírse.
—¿No hay otro lugar en el que siempre hayas querido coger a alguien? —ella le preguntó con un volumen bastante más bajo—. Uno más cercano y discreto, de preferencia. ¿Quién sabe? Así te podría subir los ánimos después de una revelación tan devastadora y triste como esa.
Jack se apartó del estand y se masajeó la mandíbula, jugando con los cortos vellos de su barba sin rasurar. De nuevo miró alrededor. Se rio y dijo:
—Armario de limpieza. Justo afuera de este gimnasio. No hay cámaras por ahí... o al menos, eso he oído.
—¿Estás ocupado a las dos y media?
—Nope. Libre hasta las tres.
—Entonces ya sabes dónde esperarme —Margaret comentó con un guiño.
Acto seguido, agarró uno de los lápices que yacían sobre la mesa a su frente y lo deslizó entre sus labios, mordiendo la punta. Jack, sabiendo que la decisión era estratégica y que solo tomó lugar para provocarlo, decidió responderle a la vendedora con un ataque propio. Corrió su lengua por el interior de su mejilla y con descaro miró a su escote, antes de hacer su sonrisa garbosa brillar todavía más con su encanto, e irse silbando de ahí, caminando con pasos lentos para que ella pudiera admirar su cuerpo y sus jeans apretados cuanto lo quisiera.
Las manecillas del reloj nunca se movieron tan lentamente como en esa maldita tarde. Margaret nunca se sintió tan feliz de dejar a otra persona hacerse cargo de su trabajo.
—Vuelvo a las tres y media —le dijo a Erica cuando la misma finalmente regresó de su descanso, y agarró su bolso del respaldo de su silla con un movimiento ágil y apurado.
—Disfruta tu almuerzo —su colega le comentó, sin saber que la señora Corde estaba a punto de comerse un festín bastante más opulento al imaginado.
Cuando Margaret llegó afuera y no vio a nadie, supo que Jack ya se había metido al armario de limpieza. No sería tan tonto de esperarla al descubierto por infinitos minutos, dejando que todos los alumnos del colegio lo vieran por ahí, aguardándola como un can fiel. Y cuando abrió la puerta y se coló adentro, en efecto acertó. Él la estaba esperando, en secreto.
—¿Nadie nos pillará aquí? —ella le preguntó, mientras el profesor se acercaba y la prensaba contra de la puerta.
—El personal limpia el primer piso del colegio por la mañana. A estas horas de la tarde nunca pasan por aquí. No te preocupes, estamos solos.
Mal acabó de hablar y ya estaba conectando su boca con el cuello de la vendedora, besando, mordiendo y lamiendo su piel mientras sus manos intentaban explorar todo su cuerpo. Margaret, al mismo tiempo, forcejeó contra el cinturón de su pantalón y lo abrió con una pequeña risa victoriosa. Esos malditos jeans la habían sacado de quicio por suficiente tiempo.
—¿Qué quieres que haga? —Jack preguntó, cuando notó su revigorizada pasión.
—Que te quedes quieto —ella ordenó, con una expresión sombría, deslizándose al piso.
De rodillas a su frente, la señora Corde convirtió en realidad otra de sus fantasías; romper al medio la sanidad de un hombre guapo y seguro de sí mismo. El profesor intentó seguir sus instrucciones y no emitir ruido alguno, pero por los movimientos ágiles de su boca, de su lengua y de sus palmas, por la creciente tensión en su abdomen, la debilidad en sus rodillas, el calor en sus entrañas, fue imposible mantenerse callado. Con una mano enterrada en el cabello de Margaret y la otra apoyada en la puerta, él soltó un gemido mezclado con una queja y miró abajo, volviéndose todavía más desesperado por un orgasmo que sabía, la mujer no le otorgaría tan fácil, ni rápidamente.
—J-Joder...
—Métete esa corbata en la boca y calla —ella comentó, al apartar sus labios de su miembro.
—P-Puta madre... —Él siguió su instrucción a seguir, agarrando la tela y mordiéndola.
Hacía mucho tiempo que Jack Hook no se sentía tan atraído por una mujer. Amó a su esposa y no lo negaría nunca, pero su incompatibilidad sexual hacia el final de su matrimonio había sido notable. Y todas las otras personas con las que había estado desde entonces le habían dado experiencias agradables, pero nada especiales.
Margaret Corde no se encajaba con aquel patrón. Con su actitud mandona, su personalidad vibrante, su belleza hipnotizante, su rostro cautivante, y su sexualidad latente, lo había atrapado en su red y él, un pez tonto y encantado por su cautiverio, se rehusaba a volver al océano.
No mentía cuando decía que había estado observando a la dama durante años, y que se sintió fascinado por ella en el pasado. Pero ahora su interés había aumentado a proporciones astronómicas. La química entre ambos era innegable. La voluptuosidad también. ¿Y qué tenía de malo si ahora se entregaba por completo a sus caprichos? ¿Qué tenía de malo si se dedicaba a alabarla como la obra de arte que era? ¿Y si a cambio la dejaba consumirlo como un incendio descontrolado, convirtiéndolo en carbón con cada toque ígneo? Él quería navegar en el río de sus entrepiernas. Y caso este fuera igual al Flegetonte, se perdería entre sus llamas con gusto, quemándose con una sonrisa dichosa en la cara. ¿Era esto realmente tan escandaloso? ¿Tan condenable?
Sí, tal vez el lugar que habían escogido para su encuentro más reciente no era el más adecuado. Pero la puerta era gruesa lo suficiente para esconder cualquier sonido indecente, y él era un buen mozo.
Sabía seguir órdenes cuando las oía, y estaba determinado a quedarse callado.
Solo abrió la boca, de hecho, cuando sintió que ya estaba llegando demasiado cerca de su orgasmo. Y lo hizo más para la conveniencia de su acompañante, que por gusto personal.
—M-Margaret... —Escupió la corbata—. M-Me voy a...
—Hazlo —ella dijo, al apartar su boca momentáneamente de su miembro por unos segundos.
¿Pensamientos? Jack se olvidó de tenerlos. Al ver lo oscuros que los ojos de la vendedora se encontraban y reconocer la malicia detrás de ellos, él se sintió diminuto, intimidado, y profundamente excitado, al punto de no poder reaccionar.
Y entonces, tuvo una idea genial:
Volver a estos encuentros menos casuales, y más planificados. Establecer una dinámica fija entre ambos. No necesariamente una relación amorosa, porque no era eso lo que buscaban en aquel momento, sino un vínculo más... carnal. Basado en su atracción física, en vez de emociones.
No le planteó nada de inmediato. Al salir de aquella habitación ni se acordaba de su nombre muy bien; no estaba en condiciones de discutir los detalles de un acuerdo así de importante. Pero, cuando sus caminos se cruzaron de nuevo en el mismo bar de la semana anterior, las palabras sí dejaron su boca. Y, para su asombro, Margaret hizo lo que una vez hubiera sido absurdo: concordó con su propuesta.
—Solo tengo una condición —ella comentó, inclinándose por encima de sus tragos para poder mirarlo a los ojos—. Yo mantendré todo el poder, a todo momento.
Jack corrió la lengua por su labio.
—Eso no es un problema.
—¿No? —Margaret alzó una ceja.
—No —Él sacudió la cabeza—. Puedes hacer lo que quieras conmigo.
Y oír esto despertó una fiera dormida en los interiores de la señora Corde. Porque ahora que ella tenía un pase libre para desgarrar las ropas de aquel hombre y clamar cada centímetro de su piel como suyo, lo haría con diligencia.
Aun así, no lo llevó a casa, sino a un motel cercano al bar. Un lugar de perfil bajo, cubierto de esquina a esquina con luces neones y espejos de reflejos turbios, viejos y desgastados. Un lugar donde una mujer divorciada, de su edad, con sus obligaciones y responsabilidades, no era reconocida como una clienta regular.
Al verla pagar por la habitación, el recepcionista hasta pareció un poco sorprendido por su presencia. Era normal ver a hombres más viejos, acompañados de damas más jóvenes. Los casos donde la situación era la contraria eran pocos. No obstante, no le dijo nada. No era su lugar hacerlo. Solo le pasó la llave y le deseó una buena noche, siguiendo a la pareja con los ojos hasta que ambos se metieran dentro del ascensor.
Su cuarto estaba ubicado en el tercer y último piso. Tal como las otras disponibles en el establecimiento, contaba con una cama gigante con un respaldo de cuero, una televisión con mala señal que apenas mostraba los canales locales, un par de mesas de noche con lámparas baratas, y los previamente mencionados espejos.
—Nunca estuve en un motel, pero esto no se aleja demasiado de mi imaginación.
—Somos dos —Margaret admitió, cerrando la puerta—. Ahora...
—¿Hm?
—¿Discutimos los detalles de nuestro acuerdo?
—Dudo que me llevaste aquí solo para hablar.
—Claro que no. Pero hablar es bueno —Ella corrió sus dedos por el cabello del profesor, porque amaba ver como sus canas resplandecían bajo la luz—. Conocer nuestros límites es bueno.
—Concuerdo —Él miró a sus labios, suspiró, y luego se movió a la cama, sabiendo que si se quedaba quieto no lograría seguir charlando. La besaría ahí mismo y entonces todo se saldría de control—. Dime entonces... —Se sentó en el colchón y ella lo siguió—. ¿Cuáles son tus límites?
—No me incomoda recibir palmadas, ni rasguños, ni mordidas, pero no me gusta tener muchos moretones. A nuestra edad eso no es sano. Así que nada de fuerza excesiva.
—Dale.
—Tampoco quiero hacer nada relacionado con la orina o cosas similares en nuestros encuentros.
—No te preocupes por eso, yo tampoco —Jack hizo una mueca asqueada y sacudió la cabeza—. ¿Algo más?
—Nada de llamarme "mamá" o "mami". Lo encuentro raro. Ya soy una madre y si me dices eso mi mentalidad cambiará de un segundo a otro.
—Anotado. Aunque de nuevo, eso no sería un problema, porque tampoco me gusta que me digan "papi".
—Ugh. Suena raro hasta cuando lo dices como ejemplo.
Los dos se rieron. Jack se masajeó el rostro, un poco cohibido. Margaret se inclinó hacia atrás y apoyó el peso de su cuerpo sobre sus manos.
—¿Tienes otra petición?
—No... —la señora Corde dijo, luego de un instante de contemplación—. ¿Qué hay de ti? ¿Qué líneas no puedo cruzar?
—No me ahorques —La respuesta fue tan rápida que Margaret no logró evitar soltar una risa corta, impresionada—. Sí, sé que suena un poco cómico, y es súper específico, pero...
—No, nada de eso. Si no te gusta, no te gusta. Está bien. No me estoy riendo de eso, de hecho, sino de tu apuro al contestar —clarificó, viéndolo físicamente bajar sus defensas al desinflar su postura rígida—. Aunque asumo que hay un motivo para ello.
—Sí, lo hay. No es nada de muy interesante, pero... cuando yo era adolescente e iba al colegio, sufrí mucho bullying. El pasatiempo de uno de los chicos que más me detestaba era ahorcarme en contra de los casilleros. Todas las veces que siento mucha presión en la parte frontal de mi cuello me acuerdo de eso y me pongo tenso. Por eso mismo uso mis corbatas siempre medio sueltas. Y sí, sé que pasó hace años, pero...
—Ya te dije, no te disculpes. Y perdona que lo diga yo siendo una adulta, pero... que hijo de puta era ese chico.
Jack soltó una risa corta y seca.
—Si, lo era.
Margaret puso su mano sobre su rodilla y la acarició.
—¿Hay algún problema si te jalo por la parte de atrás de tu cuello cuando te voy a besar? Porque me di cuenta de que ya lo hice un par de veces...
—No, no. Eso está bien. Jalarme a un beso no es lo mismo a ahorcarme —Jack afirmó, con tranquilidad—. Ah, lo otro es que no me gusta demasiado la humillación, por el mismo motivo que el anterior. No me molesta ser "castigado" por algo si estamos jugando en la cama, pero sí me incomodaría si me atacaras personalmente mientras lo estuviéramos haciendo, y sonara convincente.
—Entonces no puedo ahorcarte y tratarte mal, suena fácil.
Él se volvió a reír y la miró con una expresión encariñada, que hizo a la señora Corde derretirse por dentro.
—Sí, soy un hombre simple.
Y ella, así que Jack terminó de hablar, pasó de masajear su rodilla a tocar su muslo, estimulando el flujo de sangre por el área con movimientos expertos y suaves. Quería demostrar su aprecio por la amabilidad del profesor, a su manera.
—¿Algo más que debería saber?
—Nada se me ocurre. ¿Y tú?
—Tampoco —Margaret se inclinó hacia él, conectando sus bocas al fin—. Pero si algo se me viene a la mente después, te lo comparto... Y espero que hagas lo mismo.
—Hm. Trato hecho.
Curiosamente, ninguno de los dos volvió a hablarse demasiado después de esta corta pero fructífera conversación. Con los límites bien delineados y sus temores bien aclarados, no fueron necesarias nuevas intervenciones, llenas de palabras excesivas y ornamentales. Bastaron apenas los comandos cortos, los consejos directos, y el debido respeto que sentían uno hacia el otro hasta en los momentos de mayor locura y éxtasis para que su encuentro se convirtiera en uno rebosante de placer.
Y al terminarlo, ambos se convencieron de que debían repetirlo en breve.
Infinitas veces.
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