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Capítulo #2: ''Lo que Pat no puede decir.'' Parte #1

15 de octubre del 2025. Barrio de Olivos, Provincia de Buenos Aires, Argentina.

45 días antes.

Cuando Maggie y yo nos mudamos a la nueva casa, tuve que tomar varias decisiones. Una de esas fue si iba o no a dejarla en el mismo colegio. Le costó tanto adaptarse que el pensar en cambiarla me rompía el corazón. Entonces, el viaje de cincuenta minutos todos los días para llevarla al jardín y luego media hora más para llegar a mi trabajo vale completamente la pena. Como siempre digo, si es por ella, haré cualquier cosa.

Pero hoy, justo hoy, no me siento particularmente entusiasta cuando la alarma suena a las cinco y media de la mañana. Estoy muy cansada. Creo que si dormí un par de horas anoche fue mucho. No dejo de darle vueltas a la cabeza. Nunca he sido una persona ansiosa; me preocupa pensar que puedo empezar a serlo. Me duele la cabeza y siento pesadez en el cuerpo.

«Ay, con tal de que no haya agarrado el virus que Maggie tuvo la semana pasada...»

Suspiro mientras considero mis opciones. Podría llamar al trabajo y reportarme enferma. No llevo a Maggie al jardín y podríamos pasar el día entero juntas en la cama.

«Total, es solo un día. No hace daño, ¿cierto?»

Mi sentido de responsabilidad me dice que no es una buena idea, pero mi cuerpo tiene hoy otras intenciones. Me toma quince minutos darle la victoria a mi malestar. Y después de avisar en el laburo, le escribo un mensaje a Francisco.

Buen día. Che, sé que es tu día con Maggie en la semana. Pero hoy no voy a trabajar y tampoco la voy a mandar al jardín. ¿Te molesta venirla a buscar hasta acá?

Después de enviarlo lo pienso un par de segundos, podría ser más considerada.

Si no puedes no pasa nada, yo la llevo a tu casa a eso de las cinco de la tarde. No te preocupes.

Miro la hora en mi teléfono. Las seis de la mañana. Normalmente Maggie se despierta sobre las seis y media. Así que todavía tengo otra media hora para quedarme acostada. Estornudo.

Mierda.

Un par de minutos más tarde, entra un mensaje. Francisco.

FRAN:

¡Buen día! ¿Estás bien?

Entiendo la preocupación. El que yo, Patricia Fernández diga que no voy a ir a trabajar es motivo de alarma.


YO:

Si...supongo. Creo que me contagié del virus que Maggie tuvo la semana pasada. Me siento rara.


FRAN:

No te preocupes. Yo paso por ella cuando termine de trabajar.

Suspiro de alivio.


YO:

Gracias Fran, nos vemos a la tarde.

FRAN:

Nos vemos luego Pat.

Bloqueo el teléfono y lo pongo a cargar en la mesita de luz. En eso un llanto se escucha en la habitación contigua.

—¡Mami!

Me levanto de la cama. Modo mamá activado.

Son alrededor de las tres y media de la tarde. Estoy en la cocina recogiendo los platos del almuerzo. Restos de pollo y puré aplastados cubren el piso. Suspiro mientras hago mi mejor esfuerzo por intentar recogerlo con un trapo. Maggie duerme. Finalmente se rindió al sueño hace unos diez minutos.

«Ay Dios, yo también quiero dormir. Necesito dormir.»

Tengo el cuerpo sudoroso y la piel de gallina.

«Pongo los platos a enjuagar, y luego me acuesto. Puedo lavarlos luego.»

Coloco los platos en la bacha y un mareo me nubla por un segundo. Afianzo las manos con fuerza en ambos lados de la mesada, respirando hondo hasta que normalizo la visión. De repente, siento náuseas, quiero vomitar a pesar de que no he comido nada en todo el día.

«¡La puta madre! Cómo odio enfermarme. No funciono enferma. No como debería.»

«Y debo funcionar. No puedo darme el lujo de no hacerlo.»

Escucho el timbre. ¿Quién será?

Respiro hondo intentando no pensar en las náuseas. Camino con paso tembloroso hasta la puerta, pero antes de abrir, pregunto:

—¿Quién es?

—Soy yo, Pat, Fran.

Palidezco. Bueno, tómenlo de manera metafórica, porque probablemente estoy pálida desde que me levanté.

—Ya abro.

Tanteo en busca de la llave, y en lo que considero un movimiento extraordinario por lo mal que me siento, logro abrir la puerta.

—Che, Pat, ¡estás hecha mierda!

—Gracias, Fran, re lindo de tu parte. Siempre has sabido lo que una mujer quiere escuchar. —respondo, con ironía; suelto un estornudo.

—Sabés que no me refería a eso. —responde, un tanto avergonzado.

—Estoy bien. —miento.

—Si vos lo decís.

—Maggie está tomando una siesta, recién se durmió hace diez minutos. Si sabía que venías más temprano, no la hubiese dejado quedarse dormida.

—Te escribí, pero no respondiste. Salí temprano del laburo, quería ver cómo estaban.

Asiento, pensativa mientras me hago a un lado para dejarlo pasar. Tengo escalofríos y el mareo vuelve a abordarme, por lo que de la mejor manera que puedo, me acerco al sillón y me dejo caer sobre el mismo.

—Deberíamos dejarla dormir unos cuarenta minutos por lo menos —lo miro, siento los labios cuarteados—. Anoche se despertó un par de veces, no durmió muy bien.

Asiente, su mirada no me abandona. Supongo que me está analizando, debo de verme terrible. Se sienta a mi lado en el sillón y saca el teléfono del bolsillo de su abrigo. Va de traje, creo que desde que comenzó a trabajar en la firma de abogados de los padres de Manuel, es una de las cosas que todavía me cuesta acostumbrarme. Verlo tan elegante, arreglado, presentable. Es como si se tratase de una persona diferente a la que por años conocí.

Le entra una llamada y lanzándome una mirada de disculpa, atiende. Del laburo. El pibe de veintitrés años que usaba los jeans gastados, el cabello largo y rara vez se afeitaba (tan solo, tal vez, cuando finalmente lograba convencerlo en el trabajo) parecía haberse borrado, casi (me atrevo a decir) como si nunca hubiese existido. Ahora, con casi veintiséis, es la persona que en su momento siempre le pedí que fuera. Y, me sorprendo pensando, viendo la seriedad en su semblante mientras responde, que de cierta forma extraño al chico despreocupado que lograba hacerme reír con sus ocurrencias.

Estamos así por alrededor de media hora. El silencio de la habitación tan solo es roto por su voz al responderle a la persona con la que habla. Me pesan los ojos, tengo mucho sueño. Casi nunca me enfermo, podría decirse que gozo de un buen sistema inmune. Pero las pocas veces que sí lo hago, en las que de alguna forma el virus penetra mi cuerpo sin remedio, me afecta tanto que siento que me muero. Mi mirada está perdida en algún punto de la habitación, hasta que sin darme cuenta, me quedo dormida.

Abro los ojos al escuchar el llanto de Maggie y su voz llamándome. Un par de pullazos en la cabeza me hacen estremecer. Me duele mucho. Tardo un par de segundos en darme cuenta de que estoy acostada en el sillón, que hay una almohada bajo mi cabeza y una manta cubriéndome.

Intento incorporarme como puedo y al hacerlo vuelvo a sentir náuseas. ¡Puta madre!

El llanto de Maggie cesa, y quince minutos más tarde entra en el living Francisco con ella en brazos.

Se ha quitado la chaqueta y desabotonado un par de botones de su camisa, así que se ve más relajado. Maggie tiene los ojos rojos por el llanto, pero sonríe.

Si ha habido alguien en los casi dos años que ha podido cesar hasta el llanto más irreparable de Margot, ha sido él, Francisco. De no ser porque me cuesta admitir que he perdido alguna batalla, diría que es su persona favorita en el mundo.

—¿Cómo te sentís? —me pregunta, su voz pausada, viéndome fijamente. Deja a Maggie en el suelo, y mi nena corre hacia donde me encuentro, subiéndose en el sillón y luego a mis brazos.

La abrazo con fuerza. Ese olor a vainilla, del champú nuevo que compré para ella, es reconfortante.

Suspiro, pensando en cómo responder.

«¿Cómo me siento? En verdad, de la mierda.»

Pero no puedo decirle eso, por lo que niego con la cabeza y digo:

—Ahí andamos.

Volteo hacia la ventana y me sorprendo al darme cuenta de que está oscureciendo.

¿Cuánto tiempo dormí?

—Maggie y vos se echaron una buena siesta —dice Francisco, adivinando mis pensamientos—, unas tres horas.

«¿Tres horas? ¿Me dormí tres horas?»

Lo miro y él se encoge de hombros: —Me parecía que necesitabas descansar, así que te dejé dormir.

Una mezcla de emociones en mi interior. Muchas cosas que quiero decir, pero no puedo, principalmente porque no lo merezco; no merezco que después de todo lo que ha pasado entre ambos, siga cuidándome como lo hace.

—Gracias —es todo lo que puedo decir, carraspeo un poco. Maggie se baja de mis brazos y se pone a jugar con alguno de sus tantos juguetes esparcidos por el living.

«En verdad necesito organizar un poco.»

—No hay por qué —responde Francisco.

En ese momento las náuseas se vuelven fuertes de nuevo. Y, sin poder evitarlo, me levanto corriendo hasta el baño, donde, con el perdón de quienes leen, vomito hasta el alma.

Media hora más tarde estoy sentada nuevamente en el sillón, replanteándome la existencia entera. Cansada, intento poner mis pensamientos en orden.

Francisco está en el baño, intentando limpiar un poco el desastre que había dejado, a pesar de que le dije que no era necesario.

Me siento avergonzada. Él no debería estar aquí resolviendo mis problemas, no tiene por qué hacerlo. Por lo que, con las pocas fuerzas que tengo, le llamo:

—Fran, creo que es hora de que vayan yendo. No te preocupes por eso, yo mañana me las arreglo.

Sale del baño y me ve fijamente. Dios mío, si tan solo pudiese descifrar esa mirada.


—¿Segura estarás bien?

No, no estoy bien. Pero tampoco es como que pueda pedirte que te quedes.

«Aunque quiero que te quedes. Que se queden los dos.»

«Que seamos la familia que siempre debimos ser y no somos por mi culpa.»

Suspiro, ya estoy alucinando.

—Vayan tranquilos, Fran, estoy bien —intento forzar una sonrisa—. Te escribo mañana para pasar a buscarla a la tarde.

Asiente, no muy convencido.

Acaricio el cabello de mi hija antes de pasársela: —Te amo, mi amor. Nos vemos mañana. Pórtate bien con papá.

Mi nena me sonríe, y cansada, se recuesta en el hombro de Francisco.

El aludido vuelve a verme, veo en su mirada lo mismo que a lo mejor él ha encontrado en la mía muchas veces antes: el querer decir algo, pero no saber si hacerlo.

Finalmente, para darle un poco de paz a su mente, digo:

—Vayan no más, que se les hace tarde y no quisiera que estuvieran en la carretera de noche.

Vuelve a asentir y se da la media vuelta para salir por la puerta.

En cuanto la cierro, siento muchas ganas de llorar.

Pero no han pasado ni treinta segundos cuando se escuchan un par de golpes en la puerta. Al abrir, Francisco me mira con cierta determinación.

—Maggie y yo decidimos que vamos a quedarnos hasta que te sientas mejor —lo miro—. Y no, no aceptamos un no por respuesta.

—Fran... —empecé a decir, pero me detiene.

—Déjame pasar acá la noche, me ocuparé de Maggie, te ayudaré a levantar las cosas y me aseguraré de que estés bien —me sonríe—. Por favor, Pat, no podré dormir tranquilo si no sé si estás bien —esa voz, ese ruego.

¿Cómo puedo negarle algo siquiera?

Intento ignorar el vuelco que le causa a mi corazón sus palabras. Asiento, deslumbrada.

Unas tres horas más tarde estoy acostada en mi cama. Son alrededor de las nueve de la noche. Me duele mucho la panza, no he hecho sino vomitar.

Francisco se encargó de todo: preparó la cena para Maggie, la bañó y la acostó. Después me mandó a mi habitación para que descanse. Siempre fue un tipo tierno y considerado, aunque al principio le costó adaptarse a muchas cosas. Pero Maggie lo cambió para bien. Si tengo que ser honesta, el nacimiento de nuestra hija marcó un antes y un después para él.

Pienso en el corto tiempo en que estuvimos realmente juntos como pareja. Fueron los mejores meses de mi vida. A pesar de que muchísimas veces no le puse la cosas sencillas; lo sé. Pero hacíamos un buen equipo, se sentía bien estar junto a él.

Supongo que todavía lo somos; solo que de una manera distinta.

La panza se me revuelve por lo que no logro conciliar el sueño, por lo que tomo mi teléfono para matar algo de tiempo con las redes sociales.

Quince minutos más tarde, un par de golpes en la puerta, y luego la cara de Francisco se asoma al abrir un poco:

—Hola... —me dice—, quería ver qué tal estabas.

Le dedico una pequeña sonrisa, tanto como me lo permiten las fuerzas, y le hago una seña para que entre en la habitación.

Se me corta la respiración. Se ha sacado toda la ropa de trabajo y está solamente en ropa interior. Debe haber estado visitando el gimnasio porque donde antes había una tierna pancita, ahora se le marcan los músculos en el abdomen.

Sí, aún enferma, tiene la capacidad de hacer que ciertas partes de mi cuerpo reaccionen. Ustedes saben a qué me refiero.

Carraspeo, intentando controlar mis emociones. Viene con un bol humeante en la mano, y por el olor, parece sopa de vegetales.

—Calculé que ya pasó más de media hora desde la última vez que vomitaste —dice, sentándose en la orilla de la cama—, pensé que, a lo mejor, un poco de sopa podría ayudarte a sentirte mejor. Debe haber visto duda en mi mirada, porque añade: —Vamos, Pat, no has comido nada, y lo poco que debes haber comido temprano lo vomitaste.

Asiento, sabiendo que tiene razón. Por lo que cuando me pasa el bol, me fuerzo a comer hasta la mitad. Pero vuelvo a sentir arcadas, lo dejo a un lado, sobre la mesa de luz.

Está preocupado por mí, puedo verlo en su mirada. Y si lo pienso, yo también estoy preocupada. Me tiembla el cuerpo y estoy sudando frío. Probablemente tenía fiebre y ahora está bajando, qué sé yo.

Levanta una mano y toca mi frente, probablemente pensando lo mismo. El tacto frío de su mano contra mi cuerpo caliente me alivia un poco.

«Es un virus re hijo de puta este.»

—No quiero que te enfermés vos también, Fran —digo de pronto lo que pienso en voz alta.

—No pasa nada —responde, mientras acercándose se acomoda a mi lado en la cama de dos plazas, se me aceleran nuevamente los latidos del corazón—, me siento más tranquilo si puedo monitorearte.

«Dios mío, si lo amo más de lo que ya lo hago, se me reventaría el alma.»

Dejo caer mi cabeza en su pecho y sus brazos me rodean atrayéndome hacia él. No sé qué mierda estamos haciendo, pero disfruto muchísimo de su cercanía, así que intentaré no pensar en eso. Los latidos de su corazón contra mi oído me arrullan, como si se tratase de una canción de cuna.

Toma una manta y me cubre con ella, luego susurra: —Intenta descansar un poco, Pat, todo irá bien.

Los ojos vuelven a pesarme y los voy cerrando poco a poco. Y me sorprendo pensando que sí, mientras esté en sus brazos todo irá bien, porque no conozco un lugar más seguro que este.

12 de septiembre de 2025. Ciudad de Buenos Aires, Argentina

76 días antes

—Mirá, solo digo que a mi Brisko me funcionó genial —insiste Maggie, sentándose a mi lado en el sillón.

Suelto un suspiro frustrado. Llevamos hablando de mi vida amorosa inexistente hace un rato largo. Estamos en su casa; son alrededor de las dos de la tarde. Vine para pasar un rato con ella mientras Manuel está fuera de la ciudad. Así hago tiempo para retirar a Maggie del jardín, que sale a las cuatro.

—Maggie... —le contesto, arqueando una ceja mientras miro la pantalla de mi teléfono. Francisco me acaba de confirmar que estará en casa a las cinco, así que puedo pasar a dejar a Maggie antes.

Sí, sé que a veces es difícil de comprender; parece un trabalenguas. Mi mejor amiga y mi hija tienen el mismo nombre, pero si pensás que, en medio de la oscuridad, la lluvia, lastimada y sin tener idea de nada, mi amiga me ayudó a traerla al mundo, lo entenderás. Maggie (mi amiga) la llama la Junior; así es más fácil distinguirlas.

—No estoy diciendo que necesites enamorarte de alguien ya, pero no te vendría mal salir un poco de la rutina —dice Maggie, mirándome con seriedad.

—No estoy tan metida en la rutina —le respondo, mintiendo; claramente. Y ella también sabe que lo hago.

—Entonces, decime —cuestiona, cruzando los brazos sobre la mesa—. Además de trabajar y pasar tiempo con la Junior, ¿qué más haces?

—Paso tiempo con vos.

—Sabés que eso no cuenta —replica Maggie, haciendo un gesto de resignación.

—Pero...

—Desde Francisco... ¿has salido con alguien más?

—Sabés que no —respondo, intentando sonar despreocupada, aunque no me sale del todo.

—Lo que quiero decir, Pat, es que estás atormentándote —continúa Maggie, suavizando su tono—. ¿No estaría bueno salir de la rutina un rato?

—No sé si Brisko sea la mejor opción... —digo, moviendo la cabeza en un gesto de rechazo. La idea de usar una app de citas me resulta lejana y un poco desalentadora.

—Bien, entonces olvidate de Brisko —responde Maggie, levantando las manos en señal de rendición—. ¿Qué te parece si salimos? Hoy por la noche, solo vos y yo. Y no podés usar a la Junior como excusa, porque ambas sabemos que este finde está con su papá.

Me muerdo la lengua; mi primer instinto es decir que no. Como ha sido todo desde que mi relación con Francisco terminó, y ya ha pasado poco menos de un año. Sé que tiene razón; ¿cómo no la va a tener? El hecho de que no haya dejado de quererle no cambia que no hay nada que pueda hacer al respecto. Y mientras... ¿qué estoy haciendo conmigo misma?

—Tenés razón —admito, sintiéndome extrañamente liberada—. Quizás necesito un cambio de aires, aunque solo sea por una noche.

Maggie sonríe, su mirada llena de satisfacción y su actitud decidida. Me siento tan agradecida por su amistad; muchas veces me encuentro pensando que estaría perdida sin ella. Ha estado para mí, siempre. Y ha sido particularmente excepcional este año, ayudándome un montón con la Junior durante la semana mientras yo me quedo tarde en el laburo y Francisco también está ocupado. Sé que le debo esto: salir un rato de mi frustración y tristeza.

—Entonces, ¡es una cita! —exclama mi mejor amiga, levantándose del sillón con un salto emocionado.

—Sí, es una cita —respondo con una sonrisa que apenas oculta mi nerviosismo—. Gracias, Maggie —agrego, haciendo que detenga su bailecito improvisado—. Por estar, no sé qué haría sin vos.

Maggie suspira; mientras, dejándose caer a mi lado en el sillón nuevamente, coloca su cabeza en mi hombro.

—Probablemente estarías igual de perdida que yo sin vos.

Suelto una risa.

—Tenés razón, lo que quiere decir que estás atrapada conmigo de por vida; lo siento.

—Qué cosa... ¿qué se le va a hacer? —responde mi amiga, con fingida frustración—. Che —suelta de pronto—, ¿y si vamos por unas hamburguesas al kiosco?

—Suena como un buen plan.

Quince minutos después, caminamos un par de cuadras desde la casa de Maggie hasta el kiosco, sobre la avenida. Un leve dolor de cabeza me atormenta y el bullicio, así como también la cantidad de gente caminando a nuestro alrededor, no ayuda. Llevo ya unos cuantos meses viviendo en provincia, aunque viajo al menos cinco días a la semana por el jardín de Maggie; suelo olvidar lo diferente que es vivir en la capital. No sé si ya estoy hecha para tanto barullo.

Al llegar, hay un poco de fila; unas tres personas delante nuestro a la espera de pagar varias cosas. Entonces lo escucho, mi nombre. Alguien me llama.

Pero... ¿de dónde? Volteo alrededor y es cuando la veo, a unos veinte pasos de nosotros. Camila, nuestra antigua compañera de laburo del restaurante judío. Con el cabello largo y ahora pintado de ¿rosa? Viene vestida con un hermoso overol; siempre tuvo ese aire medio infantil, de no saber que debe rondar los treinta años; fácilmente podrías decir que tiene unos veinte. Han pasado casi dos años desde la última vez que nos vimos, probablemente desde el nacimiento de la Junior.

—¡Patricia! —exclama Camila, acercándose con una sonrisa amplia—. ¡Cuánto tiempo sin verte!

—¡Cami! —respondo, en una mezcla entre sorpresa y alegría—. ¿Cómo estás?

—Bien, bien. Oye, qué casualidad encontrarte aquí —dice, echando una mirada curiosa a Maggie—. ¡Maggie!, ¿cómo estás? —se acerca y la abraza.

—Hola, Cami —responde Maggie, correspondiéndole el abrazo—. Qué alegría verte.

Es tan raro todo esto. Como si diéramos vuelta al tiempo y estuviésemos de vuelta en el restaurante; todo a reventar y un montón de trabajo. El equipo de la noche; falta solo Francisco y completaríamos el cuadro.

Nos reímos las tres y comenzamos a ponernos al día rápidamente. Camila sigue trabajando en el restaurante; solo que ahora fue ascendida a gerente, el puesto que yo solía tener. Me alegro por ella; en verdad se la ve tranquila. Pero luego, Camila baja la voz y se acerca un poco más a mí.

—Oye, Pat... —dice en tono confidencial—, me enteré de que ahora estás soltera... y también Francisco, ¿verdad?

Mi corazón parece detenerse por un par de segundos mientras intento procesar el contexto de la pregunta. Asiento, mientras siento que Maggie me mira de reojo.

—Sí, así es —le digo.

—Bueno, no quiero incomodarte ni nada —agrega, mientras con una mano se hace un pequeño rollito en las puntas del pelo—, pero me crucé con él hace unos días cuando salía del laburo; me parece que debía estar saliendo de una reunión o algo —carraspea—. Fuimos por un par de birras y nos pusimos al día; se sentía como si el tiempo no hubiese pasado. Seguro recordás que solíamos llevarnos bastante bien.

Vuelvo a asentir; me siento desconectada de mi cuerpo.

—Vamos, Cami —la apremia Maggie a mi lado—. Contanos, ¿cuál es el motivo de la pregunta?

Camila suspira; como si estuviese intentando juntar el valor.

—Quería saber si te molestaría si lo invito a salir. Obviamente, no lo haré si eso te hace sentir incómoda de alguna manera.

Un nudo se forma en la boca del estómago; una sensación parecida al querer devolver todo, a pesar de todavía no haber comido. La sonrisa de Camila es inocente, lo cual me hace sentirme todavía más culpable por mi primer impulso: un 'andate por dónde viniste y no vuelvas a pensar en él nunca más'.

Qué quilombo.

No tengo ningún derecho... ¿no es este el tipo de cosas que naturalmente tienen que pasar? ¿Por qué estoy siendo tan egoísta entonces?

«Porque todavía lo amo. Así como también soy la que nos rompió.»

Pero no debería ser yo la que impida que las cosas avancen para él; especialmente ahora que estamos en muy buenos términos. Y nos costó llegar a este punto.

—No hay problema —me encuentro respondiendo, con la voz semi temblorosa—. Pero supongo que eso es algo que tendrías que hablar con él.

Y, nuevamente, Maggie viene a mi rescate:

—Bueno, Cami, quizás este no sea el mejor momento para hablar de eso —dice, dándole una palmadita en el brazo—. Tenemos que irnos a buscar a la beba al jardín; pero ha sido lindo verte. ¿Te parece si nos vemos pronto? Podríamos tomar un café o algo.

Camila asiente, aunque su mirada se ve algo decepcionada.

—Claro, claro. No quería incomodar —dice, sonriendo de nuevo—. Nos vemos pronto, ¿vale? Le mando mensaje.

Se despide con un beso en cada una de nuestras mejillas; para luego perderse entre la multitud.

La conversación se repite e mi cabeza como si fuese un bucle del que no puedo deshacerme. Tengo que centrarme; no puedo darme el lujo de perder la compostura.

—Pat... ¿estás bien? —pregunta Maggie suavemente.

—Sí, sí... es solo que... no esperaba eso —respondo, fingiendo estabilidad. —. Es natural que este tipo de cosas pasen; no me molesta. Francisco merece avanzar con su vida.

Maggie arquea una ceja; mientras me escudriña con la mirada. Sé que no me ha creído.

— ¿Estás segura?

Asiento.

—Vamos, que se nos cuela la gente en la fila; y tengo hambre...

Son las seis menos cuarto cuando Francisco nos abre a Maggie y a mí la puerta de su departamento. Ella en mis brazos, sonríe cuando lo ve, queriendo lanzarse inmediatamente a sus brazos. Francisco la recibe gustoso.

—Hola, mi amor —le dice, dándole un beso en la mejilla. Luego, se gira hacia mí—. Hola, Pat. ¿Cómo estás?

—Hola, Fran. Bien, gracias. ¿Y vos? —respondo, perdiéndome en sus facciones por un par de segundos. Se ha dejado crecer algo pelo, así que ahora cae su rostro.

—Todo bien. —responde, con alegría. —Estuve esperando con ansías el finde —admite —. La extraño mucho durante la semana. —dice, besando la cabeza de nuestra hija; la cual distraída, juega con su cabello.

Asiento: —Lo sé, Maggie también te extraña un montón.

«Al igual que yo »

Nos quedamos en silencio por un momento; tal vez perdidos en algún recuerdo.

—En el jardín me comentaron que estuvo yendo un poco flojo en el pañal —explico —. Estaría bueno monitorearla durante el finde; y avísame cualquier cosa.

Francisco asiente.

—Estaré al pendiente.

—Bueno, supongo que ya esta en mi señal para irme. Quedé con Margot para ir a tomar un par de tragos —dejo un beso en la cabeza de mi hija, susurrando un 'te amo' y luego un beso en la mejilla de Francisco.

Una especie de puntada eléctrica me recorre.

Mierda. Tengo que decírselo.

—Ah, antes de que se me olvide —digo, tomando aire—. Me encontré con Camila hace un rato; me comentó que se vieron la semana pasada.

Una expresión de sorpresa se refleja en su rostro; pero desaparece tan pronto como apareció.

—Sí, fuimos por un par de birras —responde Francisco; con cierto nerviosismo en la voz.

—Me preguntó si estaría bien conmigo, si ella te invita a salir —le digo, intentando mantener la voz firme.

Francisco parpadea, claramente sorprendido por la pregunta.

—Ah... no esperaba eso —responde, rascándose la nuca—. ¿Y vos qué le dijiste?

—Le dije que por mí no había rollo, pero que era algo que tendrías que hablar con vos —le digo, mirándolo a los ojos—. Sé que no hablamos de estas cosas, pero tenés que saber que no tenés que sentirte obligado o mal al respecto; lo sabés ¿verdad? Si querés salir con alguien, está bien.

Francisco asiente lentamente, pareciendo pensativo.

—Gracias, Pat. Aprecio que me lo hayas contado —dice finalmente.

—Solo quiero que Maggie esté bien —admito, mientras estirando una mano acaricio los hermosos rulos de mi hija; volviendo a sentir el familiar nudo en la panza. — Y parte de eso, es que podamos conversar sobre estas cosas.

Nos miramos por un momento, compartiendo una comprensión silenciosa.

—Lo sé; yo también quiero lo mismo —repite Francisco, con sinceridad en sus ojos.

—Bueno, habiendo aclarado eso —respondo, sonriendo débilmente—....me voy. Disfrutá el fin de semana con la Junior.

—Lo haré. Nos vemos el domingo —dice Francisco, despidiéndose con un gesto de la mano mientras me alejo.

Mientras llego a la entrada, lo pienso: las consecuencias de mierda que tuvieron mis decisiones.

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