Misha
No dejé que nadie entrara.
Tampoco me separé de su lado.
Contemplé su rostro lívido perlado de hematomas que, a gran velocidad, se estaban curando. A pesar de haberlo visto antes, no dejaría de maravíllame ante la rapidez con la que Glenn se curaba, una celeridad que no se comparaba con la de licántropos o vampiros. Ni siquiera los purasangre eran capaces de sanar en menos de un día y, dependiendo del daño, algunos no podían llegar a recuperarse nunca.
Como Grisha.
Él no era un purasangre, pero murió cuando el líquido que lo mantenía con vida se le escapó por completo del organismo. Una transfusión a tiempo lo habría mantenido con vida, cerrándole las laceraciones abiertas hasta el hueso y restableciendo la vida que había ido perdiendo con cada gota de sangre que se escapaba de sus venas y arterias.
A nuestro regreso, todos nos esperaban en la entrada. Vampiros y lobos, por una vez en nuestra historia, apiñados los unos con los otros, contenían el aliento mientras esperaban que todos regresáramos sanos. Sabían que desear que estuviéramos ilesos era apuntar demasiado alto. Las heridas siempre pueden curarse, tienen una solución. La muerte no. Ella nunca la tiene.
El primero en salir fue Vladimir cargando a un Valerio que parecía estar en el límite. Su hermana Maya acudió presta a su lado y junto a Kolya y Lehanna, marcharon a la enfermería situada en los subterráneos de la mansión. El siguiente fue Dima cargando a un Liam seminconsciente en forma berserk. Derek no tardó ni dos segundos en estar a su lado para aligerar un poco su carga.
—¿Liam? —lo llamó —. Todo saldrá bien, amigo.
El lobo lo miró con un velo en la mirada, como si en verdad no supiera distinguir a su interlocutor, pero asintió.
Cuando fue mi turno y el de Rena de abandonar nuestros asientos, Josh, Zara, Dariya, Tara y Lyonya se nos acercaron con temor. Sobre todo Josh que, febril por el celo, parecía a punto de desmayarse pero, aun así, sabía que necesitaba estar allí. Porque lo olieron en cuanto abrimos el maletero. Todos lo hicieron. Por ello, Anton, Veronika, Ylena, Pavel y Galina se unieron a los demás.
—Dios mío —musitó horrorizada Zara cuando los vio. Cuando vio a Carter.
Josh soltó una exclamación ahogada y Tara se acercó al cadáver envuelto en una manta para sacarlo de allí. Rena iba a hacer lo propio con Grisha, pero Antosha se la adelantó y cogió a su compañero.
—Esto es culpa tuya, Mikhail —me gruñó con los ojos inyectados en sangre mientras se dirigía a la mansión para ir preparando al difunto con las pompas fúnebres que merecía. Lena, Nika, Pasha y Galya me dedicaron miradas acusatorias, tristes, decepcionantes... Si creían que yo no me maldecía por la muerte de Grigoriy es que los cegaba la tristeza o no me conocían realmente.
—Dasha.
La vampira de piel oscura se acercó y me ayudó a sacar a Glenn. Todavía desvanecido, el lobo respiraba de forma superficial y sin dejar de sangrar. Cierto que, al no haberle sacado las barras de hierros, el fluido vital no escapaba a gran velocidad, pero había que extraérselas cuanto antes. Su cuerpo parecía querer cerrar aquellos agujeros y cuanto más pronto sacáramos los hierros que no formaban parte de su anatomía, mucho mejor.
Con las miradas de Josh y Leonoid sobre nosotros, Dariya y yo entramos en la mansión y abrimos la falsa pared que portaba a los subterráneos a través de un ascensor blindado. Entramos y marcamos el menos uno.
Si nuestro hogar no se asemejaba a un Bunker, no sé qué otro tipo de edificación podría serlo. Sobre todo aquellas estancias bajo tierra. Nadie que no formar parte del aquelarre podría entrar ante las grandes medidas de seguridad instaladas. Medidas que podríamos desconectar con un código en momentos como este. Pasar escáneres de retina, de huellas dactilares y un examen rápido de tejidos era algo demasiado engorroso en situaciones extremas. Dariya, con eficiencia, desactivó los protocolos de seguridad y entramos en la zona de enfermería.
Con cinco salas médicas, diez habitaciones y dos quirófanos, teníamos casi todo lo necesario para poder atender a cualquier vampiro herido. Salvo lo más eficaz y curativo, la sangre de Anciano, contábamos con reservas de sangre humana modificadas con regeneradores y otras drogas efectivas que nos ayudaban a sanar más rápido, evitar entrar en shock y a contener el hambre. El hambre de los heridos era incluso peor que la sed de la abstinencia. Yo la sufrí una vez y esperaba no tener que volver a experimentar algo semejante.
—Deberíamos llamar a Konstantin, Misha.
La miré de reojo mientras abría la puerta del quirófano 1.
—No creo que sea el mejor momento.
Ella frunció el ceño mientras se encendían las luces gracias a los sensores de movimiento, y los ordenadores y el equipo médico dejaban su estado de letargo y se ponían en funcionamiento.
—¿No? Yo creo que sí. Lobos de los Linheart nos han atacado en nuestro territorio y han matado de Grigoriy, por no decir lo que les ha pasado a los demás.
—Por eso mismo no podemos llamarlo. Él no puede hacer nada.
Coloqué a Glenn en la camilla y le rompí lo que quedaba de su camiseta.
—¿Cómo que no? ¡Es el Anciano más importante del clan y el vampiro más poderoso de nuestro territorio. ¿Has olvidado que es uno de los veinticuatro Primeros que quedan vivos?
No, no lo había olvidado.
—Vete, Dasha.
—Misha, te estás equivocando.
Me volví hacia ella.
—Hay algo más, Dasha. Algo que se me escapa porque no puedo pensar en otra cosa que no sea salvar la vida de Glenn, ¿comprendes? No quiero que Konstantin sepa nada, no quiero a más vampiros aquí. Y, si lo has comprendido, lárgate.
Ella, disconforme, se limitó a asentir y a salir de la sala.
Completamente solo, configuré el sistema de seguridad para que nadie pudiera entrar o salir sin mi escáner de retina y sangre, y me volví hacia el armario para buscar lo que necesitaba. A diferencia de los humanos, todos los vampiros teníamos los conocimientos necesarios de medicina tanto para curarnos a nosotros mismos como para mejorar nuestras habilidades a la hora de asesinar. Esto último abarcaba humanos, lobos y vampiros.
Con un golpe seco de cadera, cerré el cajón de donde extraje dos catéteres y volví al lado de Glenn. Colgué dos bolsas en la barra de hierro sobre nuestras cabezas. Una era de glucosa y la otra un sedante. Le coloqué las vías con la precisión del mejor de los cirujanos. El líquido de ambas bolsas se introdujo con rapidez en sus venas y contemplé mi nuevo desafío. Los tres hierros, casi besándose entre ellos, miraban con arrogancia el techo con sus puntas redondeadas, sobresaliendo del interior de la carne de Glenn unos veinte centímetros. Solté el aire que había contenido por la boca antes de arrancar el primero, sin vacilar. Un pequeño chorro de sangre fue liberado por el orificio que quedó como regalo de despedida.
Me incliné hacia la herida abierta y lamí y besé la piel, ayudando a contener la hemorragia con las secreciones de mi boca. Hice el mismo proceso con los dos hierros que restaban. Cuando las oberturas dejaron de sangrar y la carne comenzó a cicatrizar, me aparté, quedándome en pie a su lado y sin despegar los ojos de su rostro magullado.
No pude evitar sentirme culpable por mucho que no lo fuera. Pero mi mente, traicionera, no dejaba de darle vueltas a un pensamiento: si hubiera aceptado cómo me sentía y se lo hubiera confesado a Glenn, nada de lo sucedido aquella noche se habría producido. Pero era un pensamiento egoísta, uno que no me llevaría a ninguna parte, salvo a cargar con una culpa que no era mía. Como tampoco era culpa de Glenn.
Y eso era lo que más me preocupaba.
¿Qué sucedería cuando él despertara? ¿Me gritaría? ¿Me odiaría? ¿O se detestaría a sí mismo?
Me quedé paralizado cuando Glenn, de sopetón, abrió los ojos. El dorado de sus irises me enfocaron y, antes de que pudiera articular palabra, mi espalda chocó contra el suelo. Una de sus manos agarró mi cabeza y me la inmovilizó. La adrenalina todavía corría por sus venas, pero el sedante debería seguir haciéndole efecto, ¿por qué podía moverse?
—Glenn, suéltame —le pedí a media voz mientras él apretaba sus dedos contra mi cráneo. Un ramalazo de dolor me hizo sisear —. Soy Misha, ¿es que no me reconoces?
El agarre de sus dedos se aflojó hasta que se apartaron y pude volver a mover esa parte de mí. Alcé el rostro y contemplé el de Glenn. Con el pánico y el desconcierto pintado en las facciones, el lobo contempló su alrededor con sospecha.
—¿Dónde estoy?
—En la mansión, concretamente en los subterráneos, dentro de un quirófano.
—No puedo oler nada. ¿Es que tu mansión es un maldito bunker?
Su voz temblaba. Y con razón. A los vampiros y a los lobos no nos gustaba estar en un lugar donde no pudiéramos oler nada más allá de nosotros mismos. Allí dentro solamente estaban nuestros olores. Ningún otro entraba y ninguno salía.
—Nuestras casas son nuestros refugios, ¿recuerdas?
Él pareció no escucharme.
—Debo salir de aquí.
Rápido, más de lo que debería a causa de sus heridas a medio sanar, fue hasta la puerta e intentó abrirla sin éxito.
—Déjame salir —me ordenó con voz grave, amenazante.
—No —me negué incorporándome con tranquilidad. Glenn estaba nervioso, demasiado, y uno de los dos debía mantener la calma.
Dio un nuevo tirón a la maneta de la puerta, uno que, de haber sido una puerta fabricada para humanos, abría arrancado.
—Necesitas descansar. Estás herido —le recordé ya que, al parecer, a él parecía importarle poco.
—No sabes lo que necesito, Mikhail Morozov.
No lo iba a negar, esas palabras me dolieron.
—¿No? Pues creo que te equivocas. Sé que quieres ir tras Rainer. Que quieres ir a por los Linheart, a por tu hermano.
Mis palabras le hicieron reír y su sonrisa y el sonido de su voz me produjeron un escalofrío que me secó la garganta. Un hormigueo me recorrió la piel a causa de su mirada.
—¿Ves? Te lo he dicho, no sabes lo que necesito, Misha.
De nuevo aquella velocidad que me cogía por sorpresa. Arrinconado contra la camilla, Glenn pegó su rostro al mío.
—¿Quieres saber por qué antes me he abalanzado sobre ti? No ha sido porque te confundiera con un enemigo, sino porque sabía que eras tú.
Su beso llego con violencia, acaparando mi boca, robándome el aliento. Nunca me había besado así, ni él ni nadie. Era un beso que hablaba de desesperación, de posesividad, de dolor, de terror, de culpa y de deseo. Mucho, muchísimo deseo. Uno que sentí contra el mío, duro y vigoroso. Se me aceleró el corazón y entonces recordé que seguíamos en luna llena.
Con la misma brusquedad con la que me había arrinconado, se apartó. Jadeante, lo vi encaminarse hacia la puerta y volver a intentar abrirla. Al no conseguirlo, se dio un cabezazo contra ella. En la superficie de metal resistente no quedó ni una abolladura.
—Déjame salir de aquí si no quieres arrepentirte.
No. Tenía muy claro que me arrepentiría si dejaba que se alejara de mí por segunda vez.
—No.
Otro cabezazo.
—No podrás romperla —señalé para que cejara en su empeño de hacerse daño cuando ya estaba suficientemente maltrecho —. Deberás sacarme los ojos y unas gotas de sangre si quieres abandonar la sala.
Aquello no le gustó y me dedicó una mirada ceñuda.
—Por favor, Misha, deja de ser tan testarudo. Estoy haciendo lo imposible por controlarme — se volvió con los ojos brillantes, a punto de derramar lágrimas amargas—. ¿Por qué me haces esto? ¿Es que no ves que tu olor me vuelve loco? ¿De qué habrá servido lo de esta noche si ahora...?
Lo acallé con un beso, uno que enseguida correspondió. No iba a permitir que siguiera con ese hilo de pensamientos. Si alguien debía de ser culpable para que Glenn no se rompiera más de lo que ya lo estaba, yo cargaría con las culpas por él.
—Tómame, Glenn —le susurré al oído mientras hacía volar mis manos sobre su cuerpo. Le acaricie los brazos hasta colocar mis manos sobre sus caderas, pegando nuestros cuerpos en aquella zona de ambos que palpitaba, ansiosa por sentirse. Por juntarse —. Hazme el amor.
Él dudó, como si no creyera haber escuchado bien. Me aparté y contemplé su rostro. Había una capa de sudor recorriendo su hermosa y suave piel. Llevé mis dedos a su cabello plateado. Era tan suave y sedoso...
—He añorado tanto esto —musité sin dejar de contemplar cada uno de sus rasgos y sin apartar mi mano —, el estar así contigo. Juntos. Sentir que solamente existimos tú y yo. Un mundo donde no hay peligros ni una guerra que puede engullirnos en cualquier momento. Así, solamente nosotros, abrazados, conectados con nuestros cuerpos, sin pensar.
Glenn, con los ojos brillantes y una lágrima descendiendo por su mejilla sonrosada, no dijo nada. Pero no hizo falta, porque su mirada me estaba diciendo aquello que su boca parecía incapaz de articular. Por eso lo besé con ardor, rodeando su cuello con mis brazos y la cintura con las piernas cuando Glenn llevó sus manos a mis caderas.
Me abandoné a él cuando me empotró contra la pared y nuestro beso se hizo más fogoso. Más desesperado. La ropa, siendo un gran estorbo, fue abandonando nuestros cuerpos a tirones. Poco importaba lo que les sucediera a las prendas. La urgencia de estar piel con piel, del mismo modo que lo estaban nuestros alientos y lenguas, era más acuciante. Jadeé cuando sus manos cálidas acariciaron mi piel fría. Ésta se me erizó y me estremecí de placer ante el roce de nuestros miembros.
Mi mente dejó de pensar en nada que no fuera Glenn con cada beso, con cada caricia. Me recorrió todo el cuerpo sin dejarse ni una parte por explorar, como si fuera un arqueólogo que remueve cada centímetro de tierra para hallar los tesoros que esconde el pasado.
En mi delirio, le acaricié el rostro cuando estábamos a punto de conectarnos lo más profundo que pueden hacerlo dos seres vivos. Nos miramos a los ojos. Él pidiéndome permiso y yo concediéndoselo. Un placentero dolor me recorrió de arriba abajo y arqueé la espalda clavándole las uñas en la espalda. Glenn soltó el aire que había contenido y yo jadeé lleno, colmado de tantas formas distintas que se me escapó una lágrima, una que contenía demasiadas cosas en las cuales prefería no pensar.
Porque solamente debía importarme ese momento, ese instante en el tiempo en el cual solamente existíamos Glenn y yo. El instante en el que sellábamos lo que había unido el destino.
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