En los tiempos primigenios, cuando la vasta extensión del océano se formó bajo el dominio del omnipotente Poseidón, surgieron tres linajes de seres marinos, cada uno con su propio propósito y poder.

Las Sirenas, de encantadora belleza y melodiosa voz, habitaban en las cristalinas aguas donde los rayos del sol aún alcanzaban. Con su capacidad de seducir a los navegantes incautos, ellas alteraban el curso de los viajes humanos, protegiendo así a las criaturas que no poseían voz para defenderse. En sus comunidades, predominaban las mujeres, pero tanto hombres como mujeres podían portar la vida en sus vientres, aunque jamás podrían procrear entre sí.

Las Nereidas, hijas de las profundidades, reinaban en los dominios donde la luz jamás penetraba, en una noche eterna. Estas divinidades marinas velaban por el orden del océano desde lo más hondo, interviniendo solo cuando alguna criatura marina extraviada caía en los remolinos y corrientes traicioneras que los arrastraban hacia sus dominios oscuros. Su población estaba constituida exclusivamente por hombres, quienes también tenían la capacidad de engendrar vida, aunque nunca entre ellos mismos.

Los Tritones, en su juventud, residían en la majestuosa corte de Atlantis, donde recibían instrucción en sus funciones y consejos para la reproducción. Actuaban como heraldos y trompetistas del mar, mediando entre sirenas y nereidas. Solo aquellos con sangre real, descendientes directos del gran Poseidón, podían elevar o calmar las olas soplando la mística caracola. Su población era únicamente masculina, incapaz de engendrar, pero poderosa en la fertilización de sirenas y nereidas. Al alcanzar la pubertad, los tritones emprendían la búsqueda de una compañera adecuada, ya fuera una nereida o una sirena, con el propósito de fundar una familia y perpetuar el linaje marino.