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3



De las cosas buenas en este semestre, es que siempre inicio clases con Mad. Solo espero que mi cerebro no se haga más perezoso de lo que ya. Mi amiga me espera a la puerta del colegio, corro a ella y la saludo para luego responder sobre mi estado.

—Estoy bien, no miento.

—Te pegaste muy duro, ¿verdad?

—No lo sé, fue muy rápido. Un segundo corría por papas y al siguiente estaba en el suelo.

—Alexander debe ser toda una roca —murmura Mad—, con eso de que es el más rápido en natación seguro que su cuerpo es una pared.

—¿Qué clase nos toca hoy? —pregunto a fin de cambiar de tema.

Como dije, no quiero saber sobre el chico. Sé muy poco de él, pero es más que suficiente, es mucho más de lo que necesito. Mad parece no darse cuenta de lo que he hecho, o tal vez es tan amable que solo decide seguirme la corriente. En cualquier caso, se lo agradezco.

—Hoy sí empezamos con matemáticas.

Sonrío y el silencio nos abraza mientras caminamos al salón. Volvemos a separarnos a mitad de la mañana, ella ha escogido algunas materias relacionadas con la salud mientras yo he optado por literatura y arte. Sé que no tengo ni el talento ni la sensibilidad para crearlo, pero eso no impide que pueda leerlo y apreciarlo, aunque supongo que no lo sé hacer en su totalidad. Sin embargo, perderme entre las líneas de alguien más, sentir que experimento a través de esas historias es algo a lo que me he hecho adicta. Son... las letras quienes me recuerdan que estoy viva. Puedo reír, llorar y sufrir con ellos y eso... ese es un tesoro que valoro profundamente.

Estoy en clase de poesía y hoy vemos a Charles Baudelaire. Me gustan sus poemas. Me gusta la manera oscura en que me hace sentir, esa silenciosa y muerta comprensión que me hace creer que hay más como yo, que no soy la única. Es un pensamiento banal, pero uno que a diferencia de muchos no hace daño a nadie y por lo cual me permito tenerlo.

De pronto, una voz que no quiero oír se hace escuchar en la puerta del salón, sacándome de mis ideas. Y pese a que intento no hacerlo, termino mirando hacia su emisor. Creo que empiezo a odiarlo. Odiarlo por la tristeza que me embarga cada que lo veo.

—Profesor Oleivera —saluda con formalidad—. Mi horario sufrió un cambio.

Trágame tierra.

—Adelante.

Dicho eso, la clase continúa y yo me hundo en mi asiento rezando a la Diosa de Mad que no sepa que yo estoy también en el mismo salón. La clase continúa tranquila hasta que es momento de leer en voz alta, y luego de que varios compañeros lean, el profesor le tiende el poemario al chico nuevo y este se levanta para recitar:

Soneto otoñal

Ellos me dicen, tus ojos, claros como el cristal:

"Para ti, caprichoso amante, ¿cuál es, pues, mi mérito?"

—¡Eres encantador, y callas! Mi corazón, que todo irrita,

Excepto el candor del antiguo animal,

No quiere mostrarte su secreto infernal,

Mecedora cuya mano a largos sueños me invita,

Ni su negra leyenda con el fuego escrita,

¡Yo odio la pasión y el espíritu me hace mal!

Amémonos dulcemente. El amor en su guarida,

Tenebroso, emboscado, tiende su arco fatal.

Yo conozco los artilugios de su viejo arsenal:

¡Crimen, horror y locura! —¡Oh, pálida margarita!

Como yo, ¿no eres tú un sol otoñal,

Oh, mi blanquísima, oh, mi frigidísima Margarita?

Por el tiempo que dura su voz, mi corazón no hace más que martillar mis costillas, y sus palabras quedan en mi memoria grabadas tan profundamente que incluso mucho después de que la clase ha terminado y yo me encuentro en otro salón, siguen resonando. Solo el sonido de la campana logra callarlos por unos instantes que duran demasiado poco.

Tomo el dinero de mi mochila para ir a comprar algún yogurt o galletas, en la mañana no desayuné. Le mando un mensaje a Mad avisándole que la veré en la cafetería. Voy contando las moneditas mientras camino hacia la puerta cuando un par de zapatos oscuros masculinos entran en mi campo de visión. Alguien me tapa la salida, decido rodearlo, pero antes de que pueda hacerlo un brazo me coge por la cintura causando estragos en mi cordura y pulso. Ahogo un grito.

Estoy acabada. Lo sé tan bien como que él es perfecto. Intento recordarme las reglas, pero es muy tarde. Sé que no debo ver esos enormes orbes ambarinos, que brillan como si hubieran capturado un millón de estrellas en sus iris. Tampoco debo prestar atención a esas largas y espesas pestañas que tiene, tan espesas que dotan su mirada de un atractivo inaudito, una extraña mezcla de misterio y afabilidad capaz de robar alientos y corazón. Como dije. Ya era tarde. Lo veo, lo veo... con todo lo que eso implica. Sus números brillan como una silenciosa y muy segura amenaza. Siete días. Mi corazón se contrae.

Otra vez, una profunda tristeza me embarga y resisto el impulso de borrar los centímetros que nos separan, deseo abrazarlo, deseo consolarlo, incluso si el no sabe que su muerte se acerca yo sí lo sé, y ese conocimiento me pesa y carcome como termita a la madera. Tengo miedo de que un día me derrumbe, y no solo por él sino por los cientos de muertes que tenido que saber...

De pronto, alguien me golpea el hombro y, pese a que no sé quién fue, se lo agradezco. El dolor me ayuda. Logro pensar con claridad y me alejo de su toque.

—Gracias.

—Aún me siento mal por lo de ayer —dice y sin darme tiempo para cortar su idea, coloca un brazo alrededor de mis hombros para empezar a guiarme—. Desayunemos juntos.

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