19
Al día siguiente, apago la alarma tan pronto suena. Alexander se ha marchado minutos antes y, pese a que intentó hacer lo posible por no despertarme, lo cierto es que mi sueño fue tan liviano que hasta el aleteo de una mariposa me habría parecido estridente. Me levanto y comienzo a prepararme para la escuela. Aunque los números de Alexander hayan aumentado y desaparecido, no significa que se queden así por demasiado tiempo, si fueron capaces de aumentar de la nada, quien quita que bajen de la nada también. Luego del suceso, intenté darle sentido; sin embargo, no hubo alguna explicación que diera paz a mi curiosidad y Alexander tampoco quiso indagar más. Supongo que saberse sin números es mejor que saberse con solo días de vida.
Mi madre se sorprende cuando me ve bajar por las escaleras, alza las cejas, pero no dice nada y me pasa mi desayuno, uno que al fin tendré en casa.
—¿Dormiste bien? —pregunta de repente.
Creo... creo que dormí mejor que bien, respondo en mi cabeza, mas no es lo que sale de mis labios.
—Sí, ¿por?
—Nunca desayunas. —Se encoje de hombros.
Tengo la boca llena con queso, así que solo imito el gesto de sus brazos. Ella se levanta y corre a cepillarse los dientes, tres minutos después está saliendo de la casa, y otros diez pasan antes de que Alexander se estacione frente a la casa. Antes solía silbar; sin embargo, pasados los días ambos comprendimos nuestras rutinas y ahora no solo me espera, sino que también llama a mi puerta. Mi corazón se acelera en cuanto lo hace. Para este momento ya me he cepillado.
—Hola —saludo tan pronto abro la puerta.
—Hola.
Recorremos el escaso camino de tres metros hacia su auto a la par que observo sus números, no, mejor dicho, observo el espacio en donde solía estar la cuenta regresiva. De nuevo, no hay nada... Él se percata de mi escrutinio y sonríe.
—¿Nunca había pasado? —inquiere con una ceja alzada y abre la puerta del copiloto para mí.
Espero a que él suba al auto antes de responder, pone el auto en marcha.
—Te juro que no... Es tan extraño. Me pregunto qué significa eso, si no tienes cuenta regresiva, no tendrás una muerte y si no hay muerte, entonces por exclusión significaría una vida eterna.
No intento hacerlo reír; sin embargo, soy consciente de que mi deducción invita a las carcajadas. No hay nadie eterno, y lo sé con fervor, llevo toda la vida viendo a la gente perecer.
—¿De verdad? —El tono que usa suena incrédulo.
—No, es decir, no estoy segura. Solo estoy especulando.
—No me refería a eso —me corrige con una risilla—, sino al hecho de que los números nunca se habían modificado.
Asiento, sus ojos centellan.
—¿Fue ese tu primer beso?
De acuerdo, mis mejillas arden y desvío la mirada hacia la ventanilla lateral del auto. ¿Tan mal lo hice? Quisiera preguntar, pero me contengo, sé que su respuesta, por más que intente suavizarla, escocerá, así que simplemente dejo que el silencio nos envuelva, uno incómodo. ¿En qué rayos estaba pensando? Ah, sí, ya lo recuerdo. Creí que él moriría y no tendría la oportunidad de hacerlo nunca más.
De pronto, mi mano es envuelta por una más grande.
—No tienes de qué avergonzarte —dice con suavidad, y yo volteo a verlo como si acabara de afirmar que somos peces viviendo en aire—, es algo tierno.
—Fue un desastre. —Mi rostro aún hierve y me cuesta sostenerle la mirada—. No sé en qué pen...
—Me encantó.
Sus palabras consiguen que mi corazón ya frenético, lata más rápido y la mentira en mis labios muera. Una vez más, mis ojos se concentran en el exterior, en el camino frente a nosotros y en los números que logro ver desde mi asiento. No es que de repente me haya gustado saber las muertes de las personas, no me malinterpretes... es tan solo que frente a la vorágine de emociones que Alexander es y causa en mí, encuentro cierta paz en lo conocido, en lo habitual.
El resto del trayecto lo hacemos en silencio; no obstante, se trata de un momento extraño a la par que ameno, mi corazón está emocionado y nuestras manos continúan entrelazadas, así que sé que mientras intento digerir mis sentimientos, él está a mi lado como recordándome que es real.
Una vez en la escuela él hace desplante de su galantería y me abre la portezuela, un gesto que encuentro encantador en lo privado, pero frente al alumnado no hace más que abochornarme. Él debe ver la ansiedad en mi rostro, porque entonces me atrae a su pecho, abrazándome, y sus labios se acercan a mi oído.
—¿Te avergüenzas de mí?
Tan pronto finaliza su pregunta, me alejo de él, alarmada y culpable. Contemplo su preciosa tez. No hay inseguridad en su semblante, pero por sus palabras pareciera que la siente.
—No, no es eso —aclaro con celeridad—, es solo que...
—¿Esto es nuevo para ti?
Una vez más, su pregunta me desarma y, también, me muestra una realidad que no había contemplado hasta ahora. Puede que Alexander sea el primero que haya llegado tan lejos... No, no puede, es el único que ha llegado tan lejos conmigo, el único que siquiera lo ha intentado. Sin embargo, eso no significa que él no haya tenido experiencias antes de mí, si es acaso que yo cuento. Esa verdad me roba el aliento y no sé cómo reaccionar. Sé que es lógico, eso no es lo que me carcome, sino el hecho de que él habrá estado con otras personas que sí tenían experiencia y que, comparadas con ellas, yo parezco una niña.
—Sí —murmuro.
Alexander toma mi mentón y lo eleva con delicadeza.
—Entonces, lo haré de manera formal.
Frunzo el ceño. ¿Hay formas informales? Él sonríe ante mi confusión, y entrelaza nuestras manos solo para atraerme una vez más hacia él, su nariz recorre la línea de mi mandíbula, haciendo estragos en mi cabeza... Sus labios se encuentran sobre mi oreja.
—Karim Dumas. —Mi nombre parece mágico en sus labios, especial—. ¿Querrías ser mi pareja?
Mi corazón explota, haciendo que ni mi cabeza ni mis labios puedan responder a una simple pregunta. Escucho una voz familiar al fondo de todo, alguien grita mi nombre y el otro más que no identifico. Los ignoro, no son importantes, no ahora. Sin embargo, pronto me arrepiento de mi indiferencia. Debí prestar mayor atención...
De pronto, tan rápido como un latido o un parpadeo, un par de brazos toman a Alexander de la solapa del uniforme, alejándolo de mí y estampándolo en su auto al instante. Estoy tan conmocionada que me cuesta creer lo que estoy viendo, el chico de la competencia de Alexander usa un uniforme idéntico al de Alexander.
—Aléjate de ella —demanda el chico pelirrojo antes de impactar su puño en la mejilla de Alexander.
Ver la sangre en sus labios me hace reaccionar. Intento ayudar tomando el brazo del agresor para separarlos y evitar que le propine otro golpe a Alexander; no obstante, él, con una impresionante habilidad y precisión, logra abrir la portezuela del auto y me devuelve al interior. Entonces, usa el cuerpo del propio Alexander para evitar que yo abra.
—¿Qué diablos te pasa? —increpa Alexander con estupor.
—No finjas conmigo, Alex. —El pelirrojo estampa un nuevo puño en el auto.
Reacciono, necesito separarlos. Me alejo de la escena para salir por la puerta del copiloto; es apenas una fracción de segundo, pero durante esta escucho a Alexander hablar.
—¿Estás seguro de que quieres hacer esto aquí y ahora? —Su voz es un reto.
De algún modo, eso logra congelarme en mi lugar.
—Estás enfermo —dice el pelirrojo.
—El único enfermo aquí eres tú, traidor.
Salgo del auto y por suerte, mala y buena, en ese instante arriban dos profesores a la escena para separarlos. El pelirrojo suelta a Alexander antes de que siquiera alguno de los recién llegados le dijera algo. Alza las manos en señal de rendición.
—A la dirección —dice el profesor de educación física—. Los tres.
Por un instante me pregunto quién fue el tercero que no me percaté de su existencia, no es hasta que la voz del pelirrojo se alza que caigo en la cuenta de su identidad. Soy yo.
—Ella no tiene nada que ver.
—No te pregunté —contesta mordaz el mismo profesor—. He dicho los tres.
En mi camino hacia la expiación, veo a Mad con una expresión afligida. Le sonrío para darle a entender que todo saldrá bien, ella me devuelve el gesto, pero veo cierta culpa en sus ojos. Eso me desconcierta.
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