12
Me despierto entre temblores y una pequeña taquicardia, reviso la hora en mi celular y descubro que no solo es sábado, sino que también son las 6 de la mañana. Bostezo y maldigo en mi fuero interno a un tiempo. He tenido una pésima noche, me desperté tres veces y en cada una me costo conciliar el sueño de nuevo. Lo peor de todo es que sé con exactitud el motivo. Me incorporo para meterme a la ducha y borrar los vestigios de mi cama.
Voy a enfrentar el problema de frente, iré a casa de Alexander y le contaré mi más grande secreto para así poder abordar el tema de su muerte. Solo espero que no me tire de a loca y si lo hace... Ay, si lo hace mi corazón se rompería, pero creo que un corazón roto es un precio aceptable por salvar una vida.
Termino de asearme y vestirme, y reviso el reloj una vez más, solo ha pasado una hora. Llegar tan temprano a casa de Alexander sería casi un insulto; además, desconozco en qué horarios están sus padres, hasta ahora las veces que he ido ellos no están y eso ha sido por las tardes, es probable que en las mañanas sí estén.
Decido pasar un rato viendo televisión...
—¡Karim, ven a desayunar!
Abro los ojos gracias al grito de mamá, y descubro que me quedé dormida sin querer. Qué bueno, así consigo descansar un poco más. Voy al pequeño comedor y ayudo a poner la mesa mientras mamá comienza a servir.
—Ya se me hizo tarde para el trabajo, iré a cubrir a una compañera —comenta y empieza a comer con mayor rapidez—, allí hay queso y verduras para que te prepares algo de comer.
—Gracias.
Una hora después, estoy despidiéndola y yo espero diez minutos antes de salir hacia la casa de Alexander. Sé que revelarle mi secreto es una de las cosas más estúpidas que puedo hacer, pero no encuentro otra salida, y la culpa me carcome de tal guisa que siento que en ocasiones la respiración me falla... aunque, claro, eso también puede deberse a Alexander, y no tanto por sus números. En cualquier caso, tomo mi celular, un poco de dinero de mis ahorros y salgo hacia allá.
Resulta que el último tramo del trayecto tengo que hacerlo a pie... que dizque porque en esta colonia no se permiten autobuses y por ende no hay ruta. Estoy por llegar, al menos solo fueron 10 cuadras y no 30. Sonrío cuando veo cada vez más cerca la casa de Alexander y cuando estoy solo a una calle, el portón de su casa se abre y un pulcro auto negro sale, Alexander es el conductor y va solo. Me congelo en mi sitio.
Sé que dije que le confesaría mi secreto, que le explicaría la situación... pero una voz en mi interior me susurra que lo siga, que averigüe tanto como sea humanamente posible antes de revelar lo que nadie más que mi sombra sabe. No puedo decidirme, y por el espacio de 5 segundos no hago más que observar al auto alejarse.
Maldigo, no puedo seguirlo a pie y entre más espere sé que lo perderé, corro hasta la avenida más cercana y que sé que Alexander deberá llegar, la he pasado mientras venía para acá. Las piernas me arden casi tanto como los pulmones, no soy una persona atlética, por lo que es normal que apenas haya pasado dos cuadras ya sienta que el aire me falta.
Al llegar, busco con desesperación un taxi, tres minutos después aparece, me subo.
—Por favor, esperemos aquí, pasará un auto al que quiero que siga —solicito.
Tengo en la punta de mi lengua la última mentira que dije acerca de esto, pero al chofer parece no interesarle y no hace comentario alguno ni tampoco me dirige miradas con dobles significado. Mi corazón late cada segundo más rápido, entre el miedo y la euforia siento que el tiempo pasa demasiado rápido y que quizá no logré llegar antes que Alexander. Abro la boca para pedirle que me lleve a casa, pero en eso lo veo.
—¡Es ese! —Señalo hacia el auto negro y le leo las placas para que sea más fácil ubicarlo.
El taxista debe tener alguna fijación con las películas de autos, porque hace una extraña maniobra y en cuestión de segundos nos separan solo 3 carros. Me recuesto en los asientos traseros, temerosa que por la cercanía le permita descubrirme por el espejo retrovisor a Alexander.
De tanto en tanto alzo el rostro para asegurarme de que seguimos en la ciudad y de que en verdad estemos siguiendo el auto negro, y no me esté llevando a alguna clase de callejón o barranca en la cual dejarme. Sufro de un escalofrío al pensarlo.
El taxi comienza a zigzaguear entre calles del centro, mientras intento descifrar el destino de Alexander. Tal vez vaya a comprar algo, a lo mejor necesita ropa, una computadora nueva o zapatos, qué se yo; también puede que vaya al cine o a comprar insumos para alguna comida rara que quiere intentar hacer... O quizá vaya a comer con alguna amiga o con su novia. Mi corazón se contrae con tan solo la idea y caigo en la cuenta de cuán fuerte sería para mí un escenario como ese, intento quitarlo de mi cabeza, pero mi mente traicionera reproduce una infinidad de situaciones en donde Alexander recibe con una amplísima sonrisa y las estrellas en sus ojos a su novia... Me doy cuenta de que un par de lágrimas amenazan suicidas, así que me tallo los ojos para borrarlas, para fingir que no duele la idea.
—Hemos llegado, señorita —me informa el conductor.
Echo un rápido vistazo al exterior. Estamos en el estacionamiento del Museo de Historia y Antropología. Frunzo el ceño. ¿Tenemos alguna tarea que implique una visita al museo?
—¿Cuánto le debo? —pregunto sin despegar mis ojos de la fachada.
—25 dólares.
—¿Qué? —¿Acaso me trajo en helicóptero o qué demonios?
—Seguir a alguien eleva el costo —responde el conductor muy quitado de la pena.
Busco en mi bolso el dinero y le pago. No puedo perder tiempo alegando sus exorbitantes costos. Una vez libre, me dirijo a la entrada, rezando para que la entrada no me deje sin mi pasaje de vuelta a casa. Por suerte, los estudiantes entran gratis. Doy gracias a la Diosa por cargar conmigo siempre la credencial de la escuela, así que la saco de mi bolso y me doy cuenta que en ese precioso momento Alexander se encuentra cruzando la entrada, agacho la cabeza y espero unos segundos antes de ir tras él.
Al principio, Alexander y yo pasamos por cada una de las salas y leemos cada descripción, aunque pareciera que él solo lee la mitad pues siempre acaba mucho antes que yo. Pensarnos en plural hace que mi crimen sea más llevadero, decir que vamos a la sala de la invención del dinero implica que vinimos juntos, lo cual es cierto, aunque no del modo convencional. En cambio, si digo que él se dirige a la sala de la invención del dinero y yo voy después de él sugiere dos individuos apartados, que no han venido juntos, y eso es una mentira... Más o menos.
Luego de revisar cada sala, él se detiene una hora en la biblioteca. Tomo también un libro solo por pasar el rato. Alexander devuelve los títulos que ha solicitado y entonces sale. Baja por las escaleras y pienso que si tomo el elevador le ganaré al llegar al primer piso, como si realmente estuviéramos jugando. Lo hago y cuando las puertas me dejan salir decido esperarlo en uno de los sillones que tiene la cafetería del museo.
Sin embargo, conforme los minutos pasan y él no aparece mi pulso se acelera y el temor de haberlo perdido se hace a cada latido más real. Me incorporo como si tuviera un resorte en el trasero y voy hacia las escaleras por las que él debió bajar...
El alma huye de mi cuerpo al comprender que hay otra salida que conduce al estacionamiento directamente, salgo despedida hacia allá. Busco entre los autos las placas del de Alexander y cuando mis ojos lo hallan casi puedo saborear la gloria, mas no por mucho tiempo. Regreso sobre mis pasos para evitar que me vea, aunque con una línea de visión directa... es así como descubro que él no está en su auto. Diablos.
Salgo del edificio una vez más y entre rápidos movimientos buscándolo, por el rabillo del ojo soy capaz de captar su chaqueta oscura y corro en pos de él. Llego a la esquina entre resuellos y volteo desesperada a todos lados sin poder encontrarlo entre la multitud. Maldigo y luego me decanto por continuar a la izquierda, no tengo ninguna razón en especifico, es simple instinto. Mi pulso está acelerado y mis nervios crispados por eso cuando doy la vuelta lo hago con tal ímpetu que choco con alguien.
—Ah, lo siento, lo siento —digo sin prestar atención a la persona mientras toco mi nariz por si acaso está sangrando.
Sin embargo, mi nombre en voz de Alexander me detiene.
—¿Karim?
Alzo el rostro y esos ojos dorados me ven con extraña felicidad, parece no darse cuenta de cuán imposible es esta coincidencia.
—Oh... —Estoy en problemas, fingiré demencia—. ¿Qué tal? ¿Qué haces por aquí?
—Vine al museo... —Frunce el ceño, creo que me ha descubierto—. ¿Y tú?
Demonios. No preparé ninguna escusa por si esto llegaba a suceder.
—Yo... yo... yo, este... —tartamudeo.
—¿Estás siguiéndome, Karim? —Su voz ya no tiene la nota de alegría de hace unos segundos.
—Esto no es lo que parece.
—¿Qué es lo que parece, Karim?
—Estaba por el área y creí verte... así que por eso decidí venir a cerciorarme.
—¿Cerciorarte?
Pésima elección de palabras, me digo.
—Saludar, vine a saludar...
—¿Qué hacías por el área, Karim?
Siento que cada vez que mi nombre sale de sus labios es un latigazo.
—Esto no tiene que ver con tu proyecto de investigación, ¿verdad? —continúa y sus ojos me escrutan.
Siento que desfallezco y el miedo y vergüenza me atenazan la garganta.
—Es que...
—¿Estás siguiéndome, Karim? —Su voz adquiere una nueva inflexión, hay algo divertido en ella—. No pensé que fueras fanática mía.
—¡Y no lo soy! —Notas agudas salen de mis palabras a la par que mi visión se empaña—. No lo soy, no es lo que crees.
Su rostro, en donde antes se dibujaba la alegría, ahora se refleja algo similar a la desilusión; sin embargo, no puedo estar segura, mis ojos ven todo desdibujado. Me lleva 3 segundos comprender que estoy llorando.
—Oh, Karim... —De pronto, Alexander me envuelve en sus brazos—. Por favor, perdóname, no quise ponerte en esta situación, ni empujarte a tu límite. No quería avergonzarte ni burlarme de tus sentimientos.
Me aferro a su cuerpo y entierro la cara en su pecho.
—Tengo algo que confesarte —admito entre sollozos.
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