☆🅄🄽🄾☆
🄽🅄🄼🄴🅁🄾 🄴🅀🅄🄸🅅🄾🄲🄰🄳🄾
Hoy llueve como si el cielo fuera a caerse a pedazos.
Me estremezco viendo las gotas caer unas tras de otra, sin parar. La extraña melodía de estas al repicar contra el pequeño techo que apenas me cubre me hace sentir mareada. Quiero correr, pero incluso con un paraguas agarrado firmemente en mi mano, temo arriesgarme.
Ah.
Suspiro con pesadez. No es mi día de suerte.
De pronto, acompañado de un relámpago que casi me hace salir de mi ropa a gritos, el teléfono vibra junto a mi cadera. Me aprieto todavía más a la pared y meto la otra mano enguantada debajo de mi suéter. Tengo la costumbre de llevar el teléfono escondido entre la cintura del pantalón y el elástico de mi ropa interior a todas partes, así evito llevar un bolso que luego podría estorbar. Soy partidaria de lo práctico, así que el dinero que gasto lo oculto dentro del forro de mi teléfono. Y junto a mi paraguas, que llevo incluso en los días más soleados, no necesito nada más para salir.
El teléfono vuelve a vibrar y lo saco con dificultad por culpa del guante de lana. El mensaje de un número desconocido en WhatsApp me deja desconcertada. Acabo de llegar a la ciudad y aún no han empezado las clases en la universidad; además, con la nueva línea que me he comprado, ni siquiera alguien de mi pasado puede contactarme.
Un relámpago vuelve y me estremezco. Sin embargo, al abrir su foto de perfil, me distraigo. Es el dibujo de un muchacho con el rostro semi cubierto por una máscara blanca, sosteniendo en la mano derecha un cetro cuyo mango es la cabeza de un bufón, con la hoja hacia abajo. Esta vestido como un príncipe de antaño, con una capa roja sujeta a sus hombros y el cabello largo y rubio. El dibujo en sí es tan detallado que me hace preguntar de cuál fanart fue sacado, para ir a incursionar. Me ceño se frunce al no saber a que tipo de dios griego podría referirse el dibujo y el nombre dios Momo firma al pié de la foto, mismo que figura públicamente en su contacto. Hoy en día es raro ver a alguien tan obsesionado con un dios antiguo al punto de ponerse el mismo nombre en el perfil.
Parpadeo dos veces.
Vuelvo al chat y leo el mensaje de dos palabras:
[Te elijo]
Parpadeo nuevamente.
¿Qué...?
La lluvia comienza a amainar hasta solo convertirse en una brisa ligera y aunque el frío sigue siendo atroz, me quito el guante y escribo rápidamente.
[Equivocado]
El autobús pasa en ese instante, a lo que suspiro con alivio. Es hora de ir a casa.
Se dice que el ser humano se va deteriorando a medida que se excluye o lo excluyen de todo tipo de contacto.
"Desde un apretón de manos hasta un abrazo, el contacto físico es algo especial". Que la piel es poderosa y envía mensajes al cerebro para liberar oxitocina, también conocida como la hormona del amor, cuando hay contacto físico positivo. La carencia de tacto, también conocida como ausencia de tacto, se produce cuando no hay suficiente contacto físico y esto, a la larga, podría tener efectos negativos que querríamos intentar evitar."
Todo esto te lo dicen los artículos en internet y los psicólogos correspondientes. Y aunque soy plenamente consciente de que vivir alejada de la sociedad son más desventajas que ventajas, las pocas buenas que tiene son las que más disfruto, empezando por la soledad.
Porque contrario al casi ochenta por ciento de la sociedad —un cálculo mío, basándome en que lastimosamente existen muchos más como yo—, descanso cada vez que me quedo sola y disfruto todavía más cuando no salgo, especialmente los días lluviosos como hoy.
¿El motivo? O-m-b-r-o-f-o-b-i-a. Me gusta deletrear la palabrita esa desde que me la diagnosticaron a los trece años y me la repito casi a diario como para que no se me olvide. Antes, alrededor de los dieciséis, cuando pensaba que cancelar alguna salida de estudio era estúpido solo porque estaba lloviendo, quería auto convencerme que tenerle un miedo irracional a mojarme con la lluvia solo era una chorrada de lo más puñetas. Que los psicólogos me habían hecho un diagnóstico erróneo y que, de hecho, esa fobia ni siquiera existía, hasta que se me olvidó el paraguas un día y al salir de clase estaba lloviendo. Uno de mis peores traumas.
Debido a esto, un tiempo el miedo llegó a tal potencia que llevaba el paraguas hasta el baño, ni siquiera soportaba el rocío de la ducha. Asistir a consulta me ayudó mucho, pero más me ayudó no volver a salir de casa. Mi primera salida de casa, literalmente, fue mudándome a Moscú; sin embargo, no contaba con hacerlo en pleno inicio de invierno, pero las cosas se dieron de ese modo.
El primer mes, perteneciente ya al año pasado, fue un suplicio. Y pese a que ya llevaba una racha de dos años y medio sin temerle tan obsesivamente a salir en días de lluvia o a tener ansiedad al clima nublado, mudarme a Moscú hecho todo por tierra. En principio, porque era la primera vez que vivía sola y en segunda, porque las lluvias desde mi llegada no parecían tener intervalos de tiempo. Era como si un ser iracundo al que no recordaba haber ofendido, se hubiera dado a la tarea de hacer llorar a las nubes sin descanso, logrando así que mis recuerdos de cuando empezó mi fobia, regresaran a mi uno tras de otro. Asfixiandome. El primer mes fue demasiado desagradable. Pero entre los trámites de la beca y mi nuevo trabajo, sentí que enero sería diferente. Y lo fue. Hasta hoy.
Ahora, calidamente protegida entre las cuatro paredes del cuartucho al que me he mudado, me permito quitarme las capas de protección que llevo a todas partes, y no precisamente las que otorga la ropa. Odio el contacto humano y lo odio todavía más cuando me dan los bajones que conforman mi trastorno. Porque, ¡bingo! También padezco de ciclotimia, y aunque los cambios en mi estado de ánimo no son tan extremos como en las personas con trastornos bipolares, igual resulta difícil seguir con una vida normal.
Actualmente, estoy en un episodio depresivo, me dan muchos de esos; lo que ayuda muchísimo que mi trabajo sea con una interacción mínima, exclusivamente a través de la pantalla de mi computador.
Me siento en el suelo a secarme el cabello después de darme un baño rápido, consiente del silencio que encierran estas paredes. Aún con la toalla exprimiendo el exceso de humedad en mi cabello, cierro los ojos y recuerdo cuando no era así. Recuerdo las risas alegres e infantiles, que fueron volviéndose más roncas al pasar de los años. Recuerdo las sonrisas de aliento y la última despedida. Después los nervios y la emoción y luego..., luego el horror.
Afuera vuelve a llover ruidosamente y me estremezco de miedo, apretando la toalla entre mis dedos, con el cabello medio seco. Pero, a pesar de ello, junto al relámpago que le sigue, también llega a mí el nombre del contacto de WhatsApp desconocido.
dios Momo.
Y decido que buscar sobre él será mi distracción por esta noche.
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