Los problemas del rey Chorlito
Tras una larga caminata, divisaron a lo lejos un castillo de ensueño que se levantaba sobre una pradera. Sus muros eran azulados, sus torres altas cómo montañas y sus tejados puntiagudos.
La puerta de la fortaleza estaba custodiada por dos soldados: uno era alto de ojos saltones y el otro bajito con bigote. Ambos se quedaron boquiabiertos al ver venir al hada, vieja y con restos de barro, seguida por un chaval montado en un gorrino con una cazuela en la cabeza.
—¿Quién quiere entrar al castillo? —voceó el más alto.
El hada Empanada sacó un pergamino de debajo de su ropa y se lo dio. El soldado se encogió de hombros y dijo:
—No sé leer.
El bajito de bigote le cogió el papel e intentó leerlo. Lo miro, lo remiró y exclamó:
—Este papel está muy sucio. No se puede leer, está manchado de barro. Un momento, esto no es barro, esto huele a... a... a caca de cerdo.
—Soy el hada Empanada, y este caballero es Siete Cuartas.
Los dos soldados comenzaron a reírse al escuchar los nombres. Rieron tanto, que no se dieron cuenta de que el hada y Alejo habían cruzado la puerta del castillo. Los soldados corrieron tras de ellos, pero pronto intervino el alguacil, un hombre pequeño vestido de negro y amarillo.
—¡Hada Empanada, os estábamos esperando! Tenemos un grave problema. Pasad, pasad.
Entraron al patio del castillo, donde se amontonaba un gentío enfurruñado. Cocineros, panaderos, sastres, campesinos, molineros y todo tipo de oficios conocidos gritaban malhumorados.
Subieron con el alguacil por una escalera de caracol hasta llegar a la alcoba real. El rey Chorlito estaba sentado en su cama, era bajito, quizás un poco más alto que Alejo. Sus manos, bajo la corona, le tapaban la cara. Alejo se dio cuenta de que lloraba cuando le vio secarse las lágrimas con su capa roja y blanca mientras se lamentaba:
—Todos están enfadados conmigo. —Al abrir sus ojos azules, vio al hada y se levantó esperanzado—. ¡Habéis acudido!, necesito vuestro auxilio. ¿Pero por qué habéis subido un cerdo a mi habitación?
Todos miraron a Risueño, que se sonrojó avergonzado. El hada se adelantó y presentó al nuevo caballero al rey. El soberano miró sorprendido a Alejo y aseguró:
—Sois el caballero más raro que jamás he visto, pero en estos momentos, cualquier ayuda es buena: tengo un problema peliagudo. La bruja Apestosa ha lanzado una maldición sobre mi cámara del tesoro —aseguró mientras apretaba los puños—. Hechizó su puerta y ahora no es capaz de abrirla nadie. Lo hemos intentado todo, tirarla abajo, quemarla, cortarla con un hacha..., y nada, está embrujada. Ahora no puedo pagar ni a mi pastelero, ni a mi sastre, ni a nadie de nadie, y todos están furiosos.
—Veamos esa puerta —exclamó el hada.
Bajaron escaleras, atravesaron pasillos y abrieron portezuelas custodiadas, hasta llegar al cuarto del tesoro. Una fornida puerta de madera protegía su interior; pero había algo chocante en ella, se veían extraños chisporroteos de magia sobre sus maderos.
El hada se adelantó, ordenó apartarse a los soldados que custodiaban la puerta, levantó su varita y pronunció:
—¡Ábrete sésamo!
Todos guardaron un profundo silencio. Nada ocurrió.
—No pretendo ofenderos —dijo el rey conteniendo su enfado—, pero esas palabras mágicas ya las hemos usado. También hemos intentado Abracadabra Pata de Cabra, Sin Salabin, Hocus Pocus y todas las comúnmente sabidas.
—Ya veo... —respondió el hada, y frunciendo el ceño, levantó de nuevo la varita y clamó—: ¡Destrocis maderus!
Tras un instante de silencio, la varita se iluminó emitiendo un zumbido, y... ¡zass! La varita estalló en diminutas virutas de madera quedando únicamente un pedacito de palo en la mano del hada.
Todos observaron atónitos, pero fue el rey quien de nuevo rompió el silencio:
—Lo que me imaginaba: el poder de la bruja Apestosa es mayor que el del hada.
—No es cierto —rechistó el hada—. Lo que pasa es que a un conjuro de esta condición, sólo hay dos maneras de darle solución. Una, que la persona que hizo el conjuro lo deshaga, y dos, con algún objeto de representación mágica... —El hada se quedó meditabunda—. Esto es una puerta, ¿dónde está su llave?
—Escucha hada... —volvió a intervenir el rey cada vez más enojado y chillón—, si hubiésemos tenido una llave, ¿no crees que ya la habríamos usado? ¡La llave se la llevó la bruja, nadie sabe dónde la ha guardado!
—Tranquilízate, Chorlito. Podemos averiguarlo —respondió el hada—. ¿Aún guardáis la vieja bola de cristal?
—¡Ah, claro! La bola de cristal. Estará en las mazmorras, hace años que no encarcelamos a nadie y las uso para guardar trastos.
De nuevo recorrieron variopintos pasillos y escaleras hasta que salieron al jardín, donde los acreedores increparon al rey. Allí, cerca de una fuente que elevaba el agua creando formas de animales, abrieron una puerta engarzada en la tierra, que descendía hacia un lugar oscuro y húmedo. El rey cogió una antorcha y comenzó a bajar las escaleras de piedra.
El fuego iluminó las celdas del calabozo, repletas de los más diversos cachivaches: caballitos de madera, sillones, armaduras herrumbrosas, cacerolas, un enorme cuadro de un unicornio, telas polvorientas, herraduras, un sapo de oro y un largo etcétera.
En lo más profundo de las mazmorras, escucharon a alguien llorar. Se acercaron para descubrir que era Dulce, la joven princesita.
Al verles venir, Dulce se levantó con la cara llena de lágrimas. Era un poco más bajita que su padre, casi tanto como Alejo. Tenía el pelo liso, largo y marrón y una cara muy amable. El rey se acercó a ella:
—Dulce, hija, ¿por qué lloras?
—Estoy escondida, toda esa gente de allí arriba me pide dinero. Yo ya les he dicho que no podemos abrir la puerta del tesoro, que deben esperar, pero ellos están muy enfadados.
—No te preocupes hija, mira, he traído al hada Empanada y al caballero Siete Cuartas para que nos ayuden.
—Perdón, señor —interrumpió Alejo—. Preferiría que no me llamase Siete Cuartas.
—En este reino —le recordó el rey— nadie se puede cambiar el nombre. Las leyes lo dicen, así que, guardad silencio.
—Sí, señor —respondió Alejo. Después, volviéndose hacia la muchachita aseguró—: No os preocupéis princesa, el hada y yo os ayudaremos. Ya veréis como pronto se arregla todo.
Dulce sonrió al ver a Alejo y se acercó a él.
—Muchas gracias. ¡Que cerdito tan gracioso! Sois el caballero más simpático que he conocido.
Excepto su madre, la gente no solía decir cosas bonitas a Alejo, que se quedó mirando a la princesa sin saber que decir.
El rey abrió una celda y comenzó a buscar entre una variopinta cacharrería de trastos que se agolpaban en su interior. El hada, que miraba enojada la montonera, se quejó:
—¡Pero cuantas tonterías! Cuando dinero malgastado en cosas que nunca usáis... ¿Sabéis qué se me ocurre? Que a los tenderos alborotados, podéis pagarles con estos objetos variados.
—Qué buena idea —respondió el rey—. Así dejaré espacio en el calabozo para cuando capture a la bruja malvada. ¡Ah!, encontré la bola.
El rey trajo una esfera de cristal cubierta de polvo, que descansaba en una base de madera. Sopló para quitarla el polvo levantando una nube gris que fue a parar a la cara de Risueño. El cerdito estornudó con brío arrojando un babajo a la cara del monarca, que se limpió con la manga mientras miraba de mala gana al cerdo.
El hada cogió la bola, agitó la mano sobre ella y surgieron unas rayas grises en su interior.
—Debe de estar mal sintonizada —murmuró mientras giraba una tuerca que había en la base de la bola.
Poco a poco, se distinguió una imagen en el interior de la esfera: una señora de piel verdosa, vestido negro y un largo gorro picudo. Estaba acomodada en un sillón y miraba a otra bola de cristal donde se les veía a ellos pero en pequeñito. De pronto, la bruja se levantó del sofá y se acercó. Su cara llenó toda la bola y dijo:
—Hola hermanita, ya sabía yo que te llamaría ese berzotas del rey Chorlito. Me imagino que estarás buscando la llave de la cámara del tesoro... Pues te voy a decir donde está: después de cogerla, monté en mi escoba y volé hasta lo más alto de la montaña Indómita, y allí la dejé, en el colchón de oro donde duerme un dragón escupefuego amigo mío. No pienso sacarla de allí, hasta que el rey me pida disculpas. Así que, hasta la vista.
La imagen se desvaneció en un humo verdoso que inundó el interior de la bola. El hada examinó la bola y, no sabiendo que hacer ya con ella, la dejó a un lado.
El rey se echó las manos a la cabeza y se lamentó:
—La montaña Indómita, jamás nadie ha podido subir a ella. La ruta está cubierta de hielo y en ella habitan los hombres de las nieves: unos monstruos de pelo blanco, muy altos, que atacan a los caballeros que osan a entrar en sus tierras. Y por si esto fuera poco, en la cima duerme un dragón escupefuego.
—Señor —interrumpió el hada—, mi hermana ha dicho que si le pedís perdón, os devolverá la llave, ¿me podéis explicar que ha pasado?
A Alejo le sorprendía que la bruja fuese hermana del hada, aunque a decir verdad, guardaban un cierto parecido. Sus pensamientos fueron interrumpidos por el rey que contestó:
—Tu hermana me pidió algo totalmente imposible y, por supuesto, se lo negué. No me doblegaré ante una bruja, por poderosa que sea. Mañana mismo convocaré a todos mis caballeros para proponerles ésta misión. Mientras tanto, seguiré tu consejo y pagaré a mis deudores con los cachivaches.
Alejo miró a la apenada princesa y aseguró:
—Mañana partiré a por la llave y pronto podréis recuperar vuestras pertenencias.
La princesa asintió con la cabeza, después, todos subieron al jardín.
El hada y Alejo pasaron la tarde viendo como el rey saldaba sus deudas a base de trastos. Los súbditos cargaban contentos sus nuevas y extrañas pertenencias: el pastelero con una armadura, el sastre con un puchero y así, poco a poco, volvió la normalidad al castillo.
El recién adquirido cuadro del unicornio desentonaba con la decoración de la posada en la que cenaron. Risueño se quedó fuera bebiendo agua en una fuente. Mientras tomaban un guiso de setas, el hada Empanada miró a Alejo y aseguró:
—Sé lo que piensas.
—No sé a qué os referís.
—Crees que soy un hada inútil, que no soy capaz de hacer un buen hechizo.
—Yo no he dicho eso.
—Pero lo veo en tus ojos. Desde que me viste en tu choza, piensas que soy un hada patosa.
—Bueno, es que por ahora no habéis realizado ningún gran hechizo.
—¿No? ¿Y el transformarte en caballero?
—¡Oh, miradme! Soy un niño pecoso, con un cazo en la cabeza, montado a lomos de un cerdo.
—A un caballero no le distingue su ropa, sino su corazón.
—Pero ni siquiera tengo armadura.
—Te demostraré algo, para ello te invito a un bollo; pero mantén tus ojos y tus oídos atentos.
Cuando entraron en la pastelería Alejo se quedó atónito: entre un sinfín de tartas, dulces, pasteles y bollos estaba el pastelero vestido con una antigua armadura, sobre ella, llevaba su gorro alargado de chef. El hada sonrió, avanzó hacia él y comentó:
—He oído que aquí hacen los mejores bollos del reino.
—Así es —resonó una voz metálica dentro de la armadura.
—Pero no entiendo, pensé que vos erais el pastelero, no un caballero.
—Y soy el pastelero —respondió la voz metálica—. Es que el rey me ha pagado con esta armadura que perteneció a mi abuelo y me hace ilusión ponérmela; pero yo estoy orgulloso de hacer pasteles: ¿qué desayunarían si no los habitantes de la ciudad?
—Tenéis razón —respondió el hada—, todo trabajo es honrado y digno. Y ya que estamos aquí, ¿podríais darnos unas magdalenas? Me han dicho que están muy buenas.
—¿Magdalenas?, las tenía por aquí.
El pastelero se volvió, pero al andar torpemente por la armadura, tiró al suelo una estantería. Se levantó la visera para poder ver: la armadura le quedaba grande, sus ojos apenas asomaban por donde debería estar la boca. Al agacharse a recoger la estantería, la visera se cerró de nuevo. A ciegas, cogió una madera del suelo y la intentó levantar, dando un golpe en el mostrador, que cayó al suelo junto a las tartas y los merengues que sostenía.
La mujer del pastelero, al oír el destrozo, bajó desde el piso de arriba gritando:
—Te dije que te quitaras esa estúpida vestimenta. ¡Menudo estropicio has montado!
El pastelero, abatido, se quitó el casco para poder ver mientras soportaba el chaparrón de críticas que salía de la boca de la mujer.
—Tienes razón, cariño. No volveré a atender la tienda con esta armadura tan pesada. La dejaré para pasear.
Alejo y el hada cogieron un bollo cada uno y otro para Risueño, pagaron y se despidieron. Se comieron los pasteles en el jardín central del palacio y, cuando terminaron, el hada dijo:
—Si quieres una armadura de acero, puedes pedírsela prestada al pastelero.
—Si a él le está grande, a mí me estaría enorme; además, os hice caso manteniendo los ojos y los oídos atentos. Creo que he aprendido la lección: el llevar una armadura no te convierte en caballero, el pastelero llevaba una y seguía siendo un pastelero.
—Ya te lo dije: ser caballero es algo que está en el corazón, no en una armadura. La magia me llevó ante ti, porque eres una persona bondadosa, y eso está por encima de cualquier otra cosa. Mañana el rey os juntará a todos los caballeros y os encomendará una misión, pronto, será puesto a prueba tu valor. Con tu cazo, tu cerdo y tu rastrillo puedes dormir bajo este árbol centenario, yo te despertaré cuando sea necesario. Si quieres, puedes comer alguna de sus naranjas para desayunar, tienen un sabor espectacular.
Dicho esto, el hada se perdió tras un muro del jardín.
Alejo, nervioso, no podía dormir, además, Risueño no paraba de roncar. Sintió unos pasos cerca y miró sobresaltado. Era Dulce, la princesa, que traía dos mantitas de lana, una para él y otra para Risueño.
—Muchas gracias, mi princesa —dijo Alejo mientras echaba una de las mantas sobre el lomo de Risueño.
—Tienes que descansar, Alejo, mañana tendrás un día muy duro. Por un lado me da miedo que vayas a la montaña Indómita, pero por otro, me gustaría que consiguieses tú la llave de mi padre.
—¿Para recuperar vuestras pertenencias?
—No sólo por eso. Al caballero que consiga realizar la misión con éxito, se le entregará el anillo real. Según el libro de las leyes, el anillo se puede cambiar por un favor especial del rey.
—¿Favor especial, cómo cuál?
—Pedirle un puesto en la corte o la mano de la princesa... —contestó Dulce mientras se sonrojaba.
Aún avergonzada, se despidió fugazmente y volvió a su habitación.
Alejose arropó con su manta, puso una mano bajo su cabeza y, finalmente, durmió.
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