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Lapso 6

Sangre.

Sangre por todas partes.

Yo corro sin descanso, notando cómo las piernas me arden y los pulmones amenazan con estallar dentro de mí.

Mis compañeros.

Todos muertos.

Todos.

Lloro mientras corro.

Entre ellos había una chica muy guapa, que había intentado hablar conmigo varias veces desde que me conoció... y yo le hice ascos.

"Cómo si éste mundo estuviera para ascos".

Recuerdo la escena.
Recuerdo que alguien, una figura, un ser, me salvó la vida entre el caos.

Una figura encapuchada, con un sombrero al estilo del Salvaje Oeste y un peto de hierro que brillaba con cada movimiento.

Alguien.

Sigo corriendo y recuerdo una escena de una serie que ví hace mucho, mucho tiempo.

Era igual a ésta situación.

Un grupo de compañeros que salía a una cueva... y morían todos a manos de unos duendes, o goblins, o cualquier mierda que fueran esas cosas. Y uno de ellos sobrevivía.

Recuerdo cómo aquellas criaturas asquerosas violaban a las chicas del grupo.

¿Pero qué series veía yo antes de todo ésto?

Recuerdo que era una serie japonesa.
Los japoneses hacen unas cosas más raras... bueno, las hacían.

Miró atrás y los veo. Aún.
Los veo.

A los muertos.

Están comiendo, dándose un festín con mis compañeros, y todo por culpa de que uno de ellos se separó del grupo y mordió por sorpresa a un amigo mío.

Todo por culpa de ése muerto.

Juraría que era inteligente.

Me detengo y vomito todo lo que tenía en el estómago, que es poca cosa. Unas latas de raviolis en salsa de tomate (que sabían a mierda) y algunas moras y bayas.

—Despierta —oigo que dice una voz.

La voz del que me salvó la vida.

—Se va a enfriar el desayuno —oigo que continúa la voz.

***

Despierto con un brinco del suelo y me doy un golpe con la frente de Damien.

—Menudo golpe... —masculla.

Me froto la cabeza y miro alrededor.

¿Eso era real? ¿Sucedió realmente?

—Eso... yo... —exclamo bamboleándome.

—El desayuno está listo. Hará unos diez minutos que has caído en redondo al suelo... después de que te dijera "eso".

Me peiné el pelo hacia atrás, notando cómo volvía hacia delante por la grasa y me senté en el sofá, aún con el pecho vendado.

—He soñado...

—Has soñado.

—Sí. Lo he hecho. Y creo que... era algo de mi pasado. Algo importante.

Damien se rasca la barbilla y se encoje de hombros.

—Puede ser —dice yendo a por un plato.

—¿Puede ser? ¡Eres yo! ¡Deberías decirme qué era ése sueño!

Damien exhala aire y se sienta en el sofá, con un plato de huevos revueltos sobre sus rodillas.

—Que sea tú no significa que tenga que resolver tus problemas. Si no... ¿Cómo entonces habría aprendido yo todo lo que sé?

Frunzco el ceño y miro el espejo de la pared. Aquél espejo roto que yacía inerte.

Y, aquellos ojos grises, me lanzan una mirada agresiva y amenazadora.

Mis ojos grises.

Sé que importan. Son importantes. ¿Por qué no lograba recordar el porqué?

—Quiero enterrar a mi novio —dice Selenne.

—Sólo quedarán huesos —digo en voz baja.

—Sigo queriendo enterrarlo. Era mi novio.

—Tú lo has dicho —digo levantándome del suelo y mirándola a los ojos—. Era.

Selenne aprieta los puños y masculla algo entre dientes.

—Oye, Shooter, la tarea de la munición aún sigue en pie.

—¿Y?

—Pues que tienes que ir a por ella. ¿O quieres tener una pistola sin balas?

—¿Sin balas? Pero si el otro día...

—Puse varias en el tambor, por si acaso. Pero no tienes más. Y no te voy a dar de las mías.

Suspiro y me rasco la cabeza.

Quizá sí me duche.

—Yo sigo queriendo enterrar a mi...  —empezó Selenne otra vez.

—¡Ya enterraremos luego a tu dichoso novio! —exclamo.

Me levanto del sofá poniendo una mueca cada vez que doy un paso y bajo por la escalera de incendios.

Me dirijo a la puerta, abriéndola, y llamo a gritos a Lizzie.

Me apetece hablar con alguien. Más concretamente alguien muerto, que parece más razonable que alguien vivo...

—¿En serio has alejado también a Lizzie? —pregunto gritando a la planta alta.

Damien se asoma y sonríe con sorna.

—Puede ser.

Suspiro y camino hacia la puerta.

En cuanto la abro, una bocanada de aire fresco me dá en la cara...

Me es... Muy familiar.

—Voy a buscar la bendita munición —digo notando cómo algo, una idea, o un recuerdo, se me escapa de las manos.

—¿Puedes...? —empieza Selenne preparándose para bajar por la barra de incendios.

—¿Acompañarte? —digo mascullando—. No. Voy solo. Quizá... entierre a ese novio tuyo, pero no prometo nada.

Salgo por la puerta, notando cómo Selenne abre la boca para contestarme.

Camino lentamente.
Sin prisa, pero sin pausa, como decía mi padre.

Un momento.

¿Mi... padre?

No conocí a mi padre.

Sacudo la cabeza, intentando averiguar mentalmente de dónde saqué esa frase y me choco contra un carrito de la compra.

¿Un carrito de la compra? ¿Aquí? ¿En medio de la nada?

Una idea comienza a formarse en mi cabeza.

Quizá... Podría llegar más rápido a la tienda de armas.

Mi lado infantil sonríe ante la idea y me subo en el carrito, dejándome caer cuesta abajo.

Los establecimientos pasan fugazmente a mi lado, como unos simples borrones en un dibujo de acuarela.

Y, de repente, caigo en una cuestión... bastante importante.

¿Cómo diablos paro éste trasto?

Pongo las suelas de mis botas para frenar el carrito, cuando una de las suelas sale volando.
Retiro el pie antes de que me lo lije contra el asfalto e intento frenar el carrito con el otro pie.

A lo lejos, veo la entrada de la ciudad, y los establecimientos que he visitado días antes.

El WallMart.

La tienda de munición.

Y la entrada a la ciudad.

Voy directo hacia ella.

Si por algún casual me meto de lleno en la ciudad o llamo la atención de los muertos que pueblan las calles... moriré. Asegurado.

Diez metros.
El carrito no se detiene.

Nueve metros.
La bota empieza a calentarse y cuestiono saltar del carrito, aunque desecho la idea casi al instante. Si el carrito entra en la ciudad... llamará la atención de los muertos igualmente. Además de que me romperé más huesos.

Ocho metros.
Zarandeo el carrito balanceándome en zig zag para intentar volcarlo.

Siete metros.
Me entra el pánico.

Entonces me digo a mí mismo...
¿Cómo voy a salir de ésta situación?

Y entonces, la respuesta cae del cielo.

Literalmente.

Un pájaro moribundo cae a morir justo por la trayectoria del carrito, haciendo que éste se detenga y yo salga volando hasta la pared de metal que tapia la entrada a la ciudad.

Y te preguntarás... ¿Si está tapiada, por qué tenías miedo de alertar a los muertos de allí?

Porque es una chapuza.

Un par de placas de metal mal soldadas y maderas sin ningún orden aparente.

Y... si hubiera chocado con el carro, habría parado, sí. Pero los muertos habrían oído el golpe... y derribarían la barrera.

¿Miles de muertos vivientes contra una una pared de metal mal levantada? Se sabría de antemano quién sería el ganador.

Me quedo ahí, tumbado en el suelo, y respirando bastante más fuerte de lo que me puedo permitir.

En el suelo veo sangre.

Mi sangre.

Genial.

Los muertos huelen la sangre.

De repente, infinidad de golpes resuenan en la pared de metal, y sé que és solo cuestión de tiempo que la derriben.

Mierda.

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