Lapso 2
Me llevo la cucharada de cereales azucarados a la boca y dejo que reposen ahí. No es bueno para mis dientes pero... ¿a quién le importa? Tengo centenares de cepillos limpios y montañas de botes de dentrífico.
Lo unico que tengo para comer los cereales es agua. Solo eso. La leche de vaca se caducó hace... un par de meses, creo. Y no hay vacas por la zona.
Tampoco sé ordeñar una vaca.
Bebo el almíbar que se ha formado por el azúcar y siento el subidón de éste por los brazos y las piernas.
Ahora sí siento las piernas.
Miro alrededor. Mi casa (lo que antiguamente era un parque de bomberos) está repleta de paquetes de pilas desechables y de envoltorios. Debería limpiar.
Debería hacer la limpieza de primavera.
¿Y por qué se llama limpieza de la prima Vera? ¿La prima Susan no limpiaba bien?
Ya estoy desvariando otra vez. Maldita soledad.
Aún pienso en aquél hombre.
¿Que hacía ese tipo allí?
Beber, seguramente. Tenía pinta de alcohólico.
Miro el aire, con unas motas de polvo flotando, en suspensión, sobre el suelo.
—¡Plato! —grito lanzando el cuenco de porcelana (que encontré en un museo) en el que comía los cereales y disparándole con una pistola antes de que toque el suelo.
Una pistola.
Mi única arma de fuego y mi fiel compañera en los primeros días de el aquello, mi única y fiel amiga.
Debería ponerle nombre, debería...
No, mejor no.
Observo como la recámara humea levemente. Ésta arma está bastante... rota y mellada. Me sorprende que siga funcionando.
Nota mental: Buscarme una nueva y fiel amiga.
Cargo la pistola y la dejo encima de la mesa. ¿Cómo sé recargarla? Aprendí a base de práctica y experiencia.
A base de prueba y error.
¿Cómo decía Robinson Crusoe? Aprendiz de todo, maestro de nada.
Eso soy, un aprendiz que no sabe nada. Nada de nada.
La pistola podía haberme durado más, mucho más, pero me daba miedo desmontarla y limpiarla.
Si lo hacía y luego no recordaba donde íba un tornillo o un muelle... podía morir si me explotaba en la mano o si no funcionaba.
—Grrr —gruñe un invitado sorpresa entrando por la puerta principal.
—¡Jimmy! Cuánto me alegro de verte —exclamé al aire—. ¿Hacemos una fiesta? Podemos invitar a Lizzie. A ver si os puedo juntar.
Jimmy gime lastimeramente y se va por donde había venido.
—¡Vale, ya haré la fiesta yo solo trozo de carne! —grito.
En realidad es Jimmy quien hace las mejores fiestas.
Una vez una muerta se cayó en una de sus fiestas, y cuando se levantó del suelo de la pista, se había dejado la mama en el suelo, chafada como un cerebro lila.
Me reí como un idiota, no de la situación (sería un poco machista por mi parte) sino de lo que vino después.
Un cuervo se posó encima del chafado órgano y se lo llevó volando.
Estuve riéndome durante dos minutos enteros. Creía que me ahogaba.
—Me aburro —digo al aire.
—Pues practica el tiro —oigo a mi espalda.
Cual es mi sorpresa al ver al tipo alcohólico del bar.
—¿Tu por aquí?, ¿me has seguido?
—Pues sí, te he seguido, pero oye, esa no es la cosa mas rara que TÚ has hecho.
Me encogo de hombros.
—Bueno, siéntete en tu casa, tengo raviolis en salsa de tomate, tengo...
—¿Hamburguesas?
—No, no tengo. Pero tengo un poco de carne de rata si no te importa. Puedo picarla y hacer una hamburguesa.
—Te lo agradecería.
Me encogo de hombros otra vez.
—Ahora la preparo. Lo único que no tengo es sal, se agota muy rápido y la de los supermercados está podrida por la lluvia.
El hombre pone un saquito con un polvo blanco encima de la mesa.
—¿Qué es eso? —pregunto.
—Sal, para la hamburguesa. Cógela toda, tengo más de donde ha venido esa.
Tarareo una canción.
No me acuerdo del nombre.
Preparo las hamburguesas (en plural porque tengo hambre) y le doy una al tipo.
Me cae bien, no sé por qué.
—Te las has apañado bien tu solo —dice el hombre dando un mordisco a la hamburguesa.
—Puede ser.
—¿No tienes a nadie que te haya protegido o ayudado? ¿A nadie?
Gruño por lo bajo.
Hace algún tiempo Robbie Smith, un vecino y amigo de la infancia, me ayudó con algunos consejos y cosas, pero... no me ayudó en nada más.
A la mínima oportunidad me puso en bandeja de los muertos... y él acabó siendo el plato numero uno.
Él acabó siendo el plato numero uno.
—No, no tengo a nadie. Ni lo he tenido.
El hombre asiente y acaba su hamburguesa.
Parecía bastante hambriento.
—¿Cómo desapareciste el otro día? —pregunto lanzando los platos por la ventana.
—Magia. Ilusionismo. Como quieras llamarlo. Son todas la misma cosa...
Miro al hombre.
—Me voy a pasear un rato, puede que encuentre alcohol o algo, pero no toque el mío —digo señalando mi colección de botellas, inmaculada, en una estantería de madera oscura.
—¿Qué edad tienes chico?
—Ya no lo sé. La ultima vez que lo sabía tenía quince años.
—Tendrás unos dieciseis. ¿Y ya eres un alcohólico?
—Las colecciono. Uno se aburre, ¿sabe?
Me giro hacia donde está (o mas bien hacia donde estaba) el hombre y no veo a nadie.
Lo ha vuelto a hacer.
Pero... ha dejado algo ésta vez, algo encima de la mesa...
Una nota.
<<452 de St Parrick's street. Billy's Armory>>
Me encogo de hombros. No tengo nada mejor que hacer. ¿Por qué no hecharle un vistazo?
Me pongo la hamburguesa en la boca (sobresaliendo por fuera) y me pongo la mochila.
Una de mis botas aún está rota.
Bajo por el tubo del parque de bomberos y me dirijo a la puerta, abierta de par en par.
Tengo unos cuantos amigos deambulando por aquí, así que los muertos de las temporadas ignoran la zona.
Por eso sigo de una pieza.
Las temporadas vienen cada mes, entre los días trece (menuda conicidencia) y veinticuatro. Nunca han venido ni antes ni después.
Calculando... han sucedido trece temporadas contando el aquello.
Es verdad, tengo dieciseis años. ¿Cómo lo habrá sabido el hombre del sombrero?
Me encamino hacia la dirección de la nota mienras escucho canciones a través de mis auriculares de Apple.
Repito: Son increibles. Tengo unas cajas de auriculares en mi casa, bastantes en realidad, pero solo he abierto dos desde el aquello.
Una vez los utilicé y los destrozaron los muertos...
Y el segundo par de auriculares los llevo puestos. Son increiblemente resistentes.
—¡I am a monster! —grito al aire mientras camino dando graciosos pasos.
Me aburro demasiado.
Después de unas... dos horas (muy llevaderas gracias a la música) llego a la dirección.
—¿Qué tienes para mí Billie? —digo al aire al leer el letrero.
Doy un golpe en la puerta.
Es de cristal, así que está bastante rota.
—¿Ggrra? —oigo que dice un muerto al asomarse a la puerta.
—¿Barry? —pregunto— ¿Qué haces en una armeria? ¿Me querías matar mientras dormía?
Barry gruñe y empuja la puerta. No puede salir.
Claro, la puerta se abre empujando desde fuera, por eso ha entrado y luego no puede salir.
Abro la puerta y le doy un golpe amistoso en la cabeza a Barry, a lo que él me mira y se va caminando.
—De nada —digo mirándole.
—Grrra.
Alzo las cejas y lo miro más exhaustivamente.
¿Eso ha sido... el principio de un "gracias"?
—¿Me has dado las gracias Barry? ¿En mi idioma? ¿Me entiendes?
—Grrra.
Suspiro y me río de mi idiotez. Ese sonido lo hacen siempre los muertos, con algunas variantes en la vocal. Depende de cómo murieron.
Entro y miro las paredes, desnudas.
No hay ni una sola arma ahí, ni una. Solo un par de chalecos antibalas, unas cajas de cartón mohoso...
Y ahí, detrás del mostrador, está el hombre del sombrero.
—Hola —le saludo.
—Hola.
—¿Por qué me has traído aquí? ¿Y por qué Barry no te ha atacado?
—Falacias y cosas sin importancia —dice el hombre rebuscando en su bolso de cuero.
Tenso el cuerpo al ver cómo saca un objeto envuelto en harapos y lo deja con un golpe en el mostrador de vidrio.
—Espero que eso no sea comida, está envuelto en... trapos llenos de grasa.
El hombre me mira con esos ojos grises y desenvuelve los trapos.
—En éste mundo solo importan cuatro cosas —dice desenvolviendo más—. El valor, el cual es sinónimo de tener miedo. El honor, el cual te guiará sabiamente por éste mundo que ya ha sellado su destino. La honestidad, para ser sincero en los peores y mejores momentos. Y por último... el sacrificio.
Miro poniendo atención a cada una de las palabras que salen de la boca del hombre. Valor, honor, honestidad, y sacrificio.
¿Por qué me dirá todo ésto?
—Valor, honor, honestidad y sacrificio —susurro para mis adentros.
—Exacto. Los cuatro fundamentos de los guardianes de la humanidad.
—¿Guardianes de... la humanidad? ¿A qué se refiere?
Miro como quita cuidadosamente el último trapo y me mira.
Es un revólver, y bastante antiguo.
—Eres el único ser de éste mundo capaz de poseer ésta carga, el único capaz de entrenarla... y el único el cual su destino no ha sido sellado.
Observo cómo el hombre saca otro revólver (ésta vez de su cinturón) y me lo enseña.
Es igual que el otro.
—Bonita pistola.
—No es una pistola, es una extensión de mí. Al igual que éste otro revólver, que perteneció en el pasádo al mismísimo Santo Tirador. Y que pronto será una extensión de ti.
Me hecho a reír y me doy palmadas en la rodilla. Ese tío está mas loco que yo.
Un momento. ¿Cómo que yo?
Me giro para salir cuando el hombre me agarra del hombro.
—Eres el único.
—Disculpe pero no hago caso a locos, y menos en los tiempos que corren.
Me zafo del agarre y me voy corriendo.
—¡Debes volver! —grita el hombre detrás mía— ¡Éste mundo te necesita!
Corro por las calles, sin un rumbo. Está anocheciendo así que deberia buscar un sitio donde dormir.
Un sitio donde dormir. A lo mejor hoy no duermo.
A lo lejos veo a Jimmy. A lo mejor sabe donde podría encontrar algo de alcohol para mi colección.
—¡Jimmy! —grito sacudiendo la mano.
Jimmy se gira hacia mí. Algo en él ha cambiado, algo... inperceptible al ojo humano.
Ha perdido el control de su mente.
—¡Ggrrrriiiiiaaa! —grita abalanzandose sobre mí.
—¿Jimmy? —musito mirándolo—. Jimmy, no seas como el resto. No seas como ellos, por favor.
Mis ojos se cristalizan.
¿Por qué? Desde el aquello no he llorado ni una sola vez. Ni una sola.
Incluso cuando mi madre se convirtió no lloré.
Saco la pistola y le apunto.
—¡¡GRRRAAAA!! —grita Jimmy.
Un disparo suena en la lejanía.
Jimmy cae al suelo.
—¡Jimmy! —grito poniéndome en el suelo.
—¿Estás bien? —dice un chico de pelo rubio con un rifle en el hombro—. Me llamo Steve ¿Cómo te...?
¡BUM!
Sin darme cuenta, he levantado la pistola y le he disparado en la cabeza al chico.
Ha matado a Jimmy, la muerte de ese tal Steve estaba más que justificada.
Pobre Jimmy. Ahora no podrá pedirle una cita a Lizzie, como él quería.
Me levanto del suelo y miro al chico. Ése rifle... es la arma que ha matado a Jimmy.
Agarro el rifle y lo lanzo lejos.
Me levanto con la cabeza agachada y me voy, salpicando el agrietado asfalto con mis lágrimas.
¿Por qué ha muerto? ¿Por qué ha tenido que morir?
Oigo como algún muerto se da un atracón con Steve y camino lentamente hacia el atardecer.
Oigo detrás mía a unos cuantos muertos pero... ¿Y?
Me da igual lo que me puedan hacer. Estoy harto de los muertos y de los vivos.
Me giro hacia el grupo de muertos (no hay nadie conocido mío) y le planto cara sacando el revólver de mi bolsillo, donde debería estar mi pistola.
¿Cómo ha llegado allí ese revólver?
—¡Chico! —oigo encima de una azotea.
Alzo la vista y veo cómo una chica de pelo castaño y con las puntas rubias me saluda con la mano.
Puedo dispararle e irme pero... no es éticamente correcto ¿no?
—Hola —digo alzando un poco la voz.
Los edificios no sobrepasan las dos plantas de altura, así que seguramente me oye perfectamente.
—¡Sube aquí!
Miro a la chica y suspiro. ¿Por qué no?
Voy a la escalera de incendios y la subo tranquilamente, peldaño a peldaño, mientras oigo los peldaños crujir y chirriar debajo mía.
La chica no para de urgirme que me dé prisa.
Llego arriba del todo y ella echa un sofá en la escalera, de forma que corta el paso.
Ella tiene un par de gotas de sudor en la frente, junto con una pistola negra colgando del costado.
Me tiende la mano.
—Encantada, mi nombre es...
—No me importa —digo mirando la calle y guardando el revólver.
La chica no dice nada y mira hacia donde dejé el cadáver de Jimmy.
—¿Has visto a un chico rubio caminando por ahí? —pregunta la chica mirando preocupada la calle.
—Le he oído ser devorado por los muertos.
La chica me mira extrañada, y luego me mira con los ojos llorosos.
Sin previo aviso, apoya su cabeza en mi hombro.
Vaya, que confiada.
Ahora, si deslizo mi mano hacia mi cuchillo...
Oh, mierda. El cuchillo.
Necesito encontrar otro urgentemente.
—¿Por qué tanta preocupación? —pregunto.
—Era... era...
El hombre del sombrero me mira desde la cornisa con esos ojos grises.
Son hipnotizantes.
—¿Qué pasa? —le pregunto al hombre.
—Era... ¡Era mi novio! —chilla la chica.
La sostengo antes de que rompa a llorar en mi hombro y veo como el hombre me mira con una sonrisa.
—Has superado tu primera prueba chico.
Valor.
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