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Lapso 15

Canción recomendada para la lectura:
I See Fire
(Ed Sheeran)

Gruño y sigo llevando a Selenne.
Desde luego, no le vendría mal ponerse a dieta.
Damien camina a mi izquierda, con moratones y heridas por la pelea y el forcejeo. Tiene una herida muy fea en el lateral de la cara, que le deja ver los dientes que hay detrás de la carne de la mejilla.

Suspiro y miro a Selenne.

La herida que tiene en el vientre es superficial (gracias a mi intervención a tiempo), pero... la ropa está desgarrada.

La ropa interior estaba destrozada (y sucia), así que era inservible.

Por eso le puse mis pantalones.

Y ahora aquí estoy; semidesnudo, enfadado, con hambre y con frío.

—¿Me puedes decir porqué cojones la pistolera ántes no ha vuelto a mi cintura? —pregunto, y me estremezco al notar la brisa gélida en mis zonas nobles.

Damien no me hace caso. Sigue con la mirada fija en la carretera.

Hace horas que hemos salido de la ciudad. No hay vehículos, ni nada eléctrico a la vista que funcione, así que andamos y andamos y andamos... Lo único que vi fue un patinete.

Lo intenté utilizar, pero no era... rentable.
Me cansaba más de lo normal.

Selenne gruñe en mis brazos. No sé qué querían hacer esos... esos... esos cara gusanos, pero no era nada bueno. Si no hubiera interumpido aquella operación clandestina... ¿Qué habría pasado? ¿Habrían destripado a Selenne? ¿Utilizaron el utensilio solo para cortarle la ropa, e iban a profanarla después?

Hijos de puta.
Hijos de la gran puta.

La carretera avanza inexorable hacia adelante. ¿Qué hay más allá? ¿La nada? ¿Una salida a todo éste problema?

Quizá me suicide. Aprendí a hacer una soga viendo una película de los ochenta, así que quizá lo haga. Quizá haga algo indecente, y luego me dispare en la sien. O quizá debería hacer algo... para Selenne. Sí, para ella. Quizá le busque una granja y un huerto, y luego me suicide. Quizá tenga un hijo ántes.

¡Quién sabe!
Sólo tengo dieciséis años. Tengo la vida por delante.

Y soy fértil ya.

Agito la cabeza con asco y una mueca y miro a la cara a Selenne.
Está despierta.

—Hola —digo, y sonrío.

—Hola —dice, y pone una mueca.

—¿Qué tal estás?

—Me duele.

Damien da un brinco en el sitio, reanimado como si un rayo le acabara de caer, y mira a Selenne.
Un momento.
La herida de la mejilla... ya no está.

—¿Qué te duele cariño? —pregunta.

Me estremezco al escuchar la última palabra y miro la carretera.
Algo cuadrado se remarca en la distancia.

—La barriga —dice, y se lleva las manos a algún sitio.

En cuanto nota que lleva una prenda que no es suya, se extraña.

—Son mis pantalones —aclaro—. Ibas desnuda, y te he puesto mis pantalones.

No la miro, no sé cuál es su reacción, pero juraría que se ha ruborizado. No sé por qué.

—¿No llevas pantalones? —me pregunta.

Niego con la cabeza.

—Déjala —me dice Damien, y las cosas que lleva a espaldas se estremecen.

Las mochilas.
Los rifles.

Madre mía, los rifles.

Recuerdo cuando el océano de muertos estaba a mis espaldas, y cuando los dos cara gusanos se agachaban hacia Selenne. Recuerdo los rifles, las balas surcando el aire, la pistolera reposando en el asfalto, el aroma del aire, la sangre circulando por mis dedos...

Lo recuerdo todo.

Salvo una cosa; cuando Damien se lanzó hacia mí, para apartarme de un muerto.

Yo caí hacia delante, aterrizando encima de Selenne y quedando boca arriba, ante la estupefacta y putrefacta mirada de los dos cara gusanos.

—Hola —dije, y con una sonrisa se lanzaron los dos a por mí.

Creí que tenían pocas luces en la azotea.

Me aparté, y los dos entrechocaron sus cabezas, haciendo que se oyese un ruido parecido al de un coco partiéndose.

Miré detrás mía... y vi a un muerto mordiendo, o más bien despellejando, la mejilla de Damien.

Me llevé la mano a la pistolera...

Y no estaba.
Seguía sin estar.

Agito la cabeza y vuelvo al presente, al tiempo presente. Perderse durante demasiado tiempo en el pasado puede desembocar en... bueno, desorden temporal.
Y eso no es bueno para mi salud mental.

—Toma —digo, y le tiendo a Damien el cuerpo de Selenne.

—¿Te duele algo más? —le pregunta—. ¿Te han mordido? ¿Arañado? ¿Lamido?

—No —dice, y veo cómo se toca la barriga—, pero me duele.

Miro a los dos, agarro uno de los rifles y camino al trote hasta adelantar algo más. No me apetece ver la escena.

Esa cosa cuadrada de la carretera era un vehículo. Un Ford cuatro puertas destrozado por el lado izquierdo, con una puerta que cuelga destrozada del armazón.

Delante hay más coches; dos modelos familiares, uno marrón y el otro color verde oliva, chocados entre sí, y una camioneta roja, que puedo imaginarme que se estrelló contra los coches después del accidente.

Miro alrededor, y no veo a nadie. Sólo árboles en los bordes de la carretera y alguna que otra ardilla descuidada que podría ser mi cena... si no tuviera latas de comida, claro.

—Hola —exclamo al ver a un perro famélico cruzando la carretera.

El perro me mira con unos ojos tristes y apenados.

—¿Un mal día? —le pregunto, y al comprobar que nadie me ve me siento en el suelo—. Para mí es un día de mierda.

El perro me mira más intensamente. Sabe que no le quiero hacer daño, pero no descarto la opción; sigue siendo carne.

Sonrío y me palpo el bolsillo en busca de comida, cuando notó algo extraño.

Mis auriculares.
Y mi MP3.

—¿Cómo has llegado tú aquí? —pregunto, mirando el aparato.

No me responde.
Me asustaría si lo hiciera.

El perro ladra, y alzo la vista hacia el animal.

—Anda, piérdete —le digo—. Vete a otra parte. Y no te quedes mucho tiempo quieto, te pueden comer.

El perro ladra otra vez.

El recuerdo del lobo gigante me viene a la mente con un estremecimiento.
¿Cómo es posible que se me hubiera podido olvidar eso?

—Que bicho más raro —digo quitándome la mochila y rebuscando entre la porquería.

Tengo que organizarme. Y limpiar algo.

Meh.

Saco una barrita de Mars y la abro con un sonoro "crrack", al tiempo que me acuerdo de la letra de aquella canción de Twenty One Pilots que me gustaba tanto.

Le doy un mordisco, notando el caramelo empalagoso y miro la fecha de caducidad.

Genial.

—Caducada desde hace cuatro meses —digo, mirando al perro de reojo—. Sigue estando buena. Supongo que por la cantidad de químicos que se metían en los alimentos.

El perro me sigue mirando.
Se sienta en el suelo, y empieza a jadear con la lengua fuera.

—¿Quieres chocolate? —le digo al perro, mostrándole la barrita.

Se levanta de un salto y se acerca.

—Ah no, de eso nada —digo, y me acerco al animal sacando el revólver—. El chocolate no es para perros.

Doy un paso, cuando oigo una maldición detrás mía.

Me giro, y veo a Damien, claro, con Selenne.

—Lo he oído —dice—. Oye, no tires la barrita, dámela

Sonrío, y guardo el revólver.

—El chocolate no es para perros.

Y, dicho ésto, le doy un bocado al chocolate.

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