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LLEGADA


♪...Show me the meaning of being lonely...♫

♪...So many words for the broken heart,

It's hard to see in a crimson love,

So hard to breathe,

Walk with me, and maybe...♫

♪...Nights of light so soon become, Wild and free, I can feel the Sun,

Your every wish will be done, they tell me...♫

Yolanda se quitó de los oídos los audífonos conectados al MP3, y miró con ojos tristes el entorno que rodeaba el incómodo camino a través de la ventanilla de la guagua. Se hundió prácticamente en el asiento, aplastada por el doloroso suspiro que acababa de exhalar. El paisaje que se ofrecía a su vista era simple: potreros extensos de hierba acariciada por el naciente sol del verano; algunas vacas pastando de manera holgazana y tupidos montes de marabú.

Tal visión le sobrecogió el corazón de tal modo, que deseó por un instante que el vehículo se volcara y perder la vida en el accidente. Reprimió los deseos de gritar como una desequilibrada e intentó pensar en algo más agradable. Por ejemplo: a esa misma hora, ella estaba levantándose en su antigua escuela, aseándose y desayunando, para luego enfrentar un duro día de trabajo en un amplio salón con espejos enormes, vestida con un leotardo negro y una delicada zayita vaporosa de seda oscura y los pies embutidos en las zapatillas de ballet, anudadas con cintas sobre los tobillos. Sin embargo, aunque casi todos los días eran iguales y se escurrían en la monotonía de los ejercicios en la barra y luego en el centro del salón, para ella era la vida misma. Disfrutaba cada jornada al máximo.

Desde pequeña había optado por elegir lo que quería ser cuando creciera. A los tres años ya se disfrazaba con las ropas de su mamá e inventaba bailes muy delicados que había visto en la televisión. Era tan delgadita, graciosa y con un carácter tan vivo, que sus padres no perdieron tiempo y enseguida la llevaron para que recibiera clases de gimnasia. Pero Yolanda no quería ser gimnasta. No. A ella no le interesaba el deporte. Yolanda quería bailar. Bailar como esa señora que salía por el televisor con un traje muy lindo, cuya falda parecía un plato. Aquella señora era muy famosa y se llamaba igual que un perfume que usaba su mamá: Alicia Alonso.

La gimnasia la preparó. Le dio cuanto necesitaba: porte, elasticidad, firmeza, y lo más importante: responsabilidad y disciplina. Sabía que debía llevar una dieta rigurosa para no subir de peso y que tenía que asistir a todos los entrenamientos.

Algo muy similar al modo de vida que llevaban los estudiantes de ballet.

Por fin, a los nueve años, cuando cursaba el cuarto grado, llegó la añorada oportunidad: la convocatoria para ingresar a la escuela vocacional de artes Luis Casas Romero, en la ciudad de Camagüey. Recordaba perfectamente el día que se enfrentó a las pruebas. Era una más entre una cincuentena de niñas, pero ninguna estaba tan radiante como ella. Ninguna tenía tanta seguridad en alcanzar su sueño como ella. Y así fue. Entre las tres finalistas quedó Yolanda, quien, lejos de amilanarse por tener que irse en menos de un mes y por toda una semana, lejos de su familia y enfrentar un segundo examen mucho más riguroso e intenso que el anterior, parecía más entusiasmada que nunca.

En vano trataban de advertirle que quizás no lo lograra, que era posible que se enfrentara a otras niñas mucho mejor preparadas que ella. Yolanda no tenía miedo. A pesar de su corta edad, confiaba en sí misma y en su sueño. Su optimismo se vio recompensado. Otra vez fue seleccionada entre las escasas niñas que ingresaron a estudiar el nivel elemental de ballet. Durante cinco años se sometió al rigor de una carrera que le exigía enormes sacrificios. El mayor y más difícil era dejar de ser una niña como las demás en muchos sentidos. Intensas preparaciones físicas, memorizar y practicar pasos y coreografías hasta que quedaran casi perfectos, sufrir una dieta rigurosísima, estar lejos de los seres queridos, en fin, era decirle adiós a tantas cosas bellas y divertidas.

Pero Yolanda no sufría. A veces sentía nostalgia de lo que dejaba atrás, para luego darse valor y convencerse de que alcanzar el añorado sueño de convertirse en una gran bailarina sería el premio y supliría tantas renuncias. A veces, hasta se empeñaba en aprender a ejecutar técnicas que aún no debía dominar, pero que ella ansiaba practicar para que luego le resultaran más fáciles de llevar a cabo. Durante cinco años se esforzó al máximo, recibiendo el apoyo de toda su familia que no cesaba de alentarla, y ella continuaba adelante, siempre segura de sí. Había cumplido recientemente los quince años y disfrutado de una hermosa celebración con su familia y amistades más cercanas. Noveno grado llegaba a su fin y se acercaba el fatídico momento de enfrentar la temida prueba del pase de nivel, una clase especial que se les impartía a los alumnos del quinto año elemental, que definía si proseguían estudios en el nivel medio o debían abandonar finalmente la carrera. Todos sus compañeros de estudios estaban nerviosos, excepto ella. Otra vez Yolanda parecía segura de lograr vencer aquel obstáculo, tal y como siempre lo había hecho hasta aquel momento. Ese día lo entregó todo de sí. Cada ejercicio lo ejecutó con el corazón, de un modo preciso y deslumbrante que despertaba admiración. Para ella era como retroceder en el tiempo y enfrentarse otra vez a la prueba de aptitud. Pero esta vez, la suerte la abandonó. Esta vez su nombre no fue mencionado entre los afortunados. Yolanda no comprendía. Quizás se habían equivocado. Si, eso tenía que ser. Los profesores se habían equivocado. Pero no, no se trataba de un error. La directora de la academia Vicentina de la Torre, una hermosa mujer de mediana edad, estirada, de rostro arrogante y fríos ojos oscuros, se encargó de dejarle bien clara la situación y los motivos por los cuales no podían aceptarla. El ballet no era cosa de gente gorda. Yolanda, lamentablemente, no podía seguir los estudios de ballet pues había perdido el peso corporal requerido.

¿Qué? Era casi como para desternillarse de la risa. Había subido de peso, en una palabra: gorda. Los profesores consideraban que había engordado. Pero por gracioso que pareciese, Yolanda no tenía deseos de reír. Finalmente se dio cuenta que no se trataba de ningún error y mucho menos de una broma. Por muy duro que resultase, la verdad se imponía: su sueño de ser bailarina concluía ahí mismo.

Sorprendentemente no derramó ni una lágrima, no allí en el salón, ni en la escuela, mientras recogía sus pertenencias, ni delante de sus padres cuando estos la fueron a recoger para llevarla a casa. Su actitud llenó a todos de desconcierto.

Al llegar a su hogar, aún permanecía impertérrita, sin embargo, cuando se encontró sola en su habitación y se miró al espejo, viéndose tan delgada que de haberse ocultado tras una caña consideraba que hubiese pasado inadvertida, no pudo contenerse más y dio rienda suelta al llanto y la desesperación.

Tantos sacrificios, tantos momentos desperdiciados para que al final nada tuviera sentido, nada hubiese valido la pena. Su sueño se había roto como un vaso de cristal, deshaciéndose en añicos. No supo exactamente cuanto tiempo estuvo llorando. Cuando abrió los ojos, se percató que había dormido varias horas, y por un instante abrigó la esperanza de que todo hubiese sido una pesadilla, pero pronto volvió a la triste realidad.

Fueron las vacaciones más angustiosas de su vida. Solo se le veía fuera de su habitación para lo necesario. No hablaba con nadie, había perdido el apetito. Sufría pesadillas en las noches y se negaba a recibir visitas. Se produjo en ella un cambio tan brusco en su personalidad, que sus padres creyeron que enfermaría. Llegaron a temer que aquel desequilibrio emocional le afectara mentalmente. En vano trataban de mostrarle que la vida no concluía allí, que lo que sucedía, a veces, por malo que pareciese, podía ser conveniente, que ella era muy joven y podría lograr lo que se propusiese.

Pero Yolanda no comprendía. Si en verdad podía lograr lo que quisiese ¿Por qué no había conseguido vencer la prueba del pase de nivel exitosamente e ingresar a la Academia de Artes Vicentina de la Torre para seguir estudiando ballet?

Se negó rotundamente a ser atendida por un psicólogo. Ella no estaba loca, ni mucho menos necesitaba la ayuda de nadie. Superaría aquel golpe por sí sola. Siempre se había sentido orgullosa de ser independiente. Una niña demasiado independiente para su corta edad. Pero Yolanda sabía que ya no era la misma. Jamás volvería a ser la misma persona de antes. Recibió la noticia de que había sido matriculada en un preuniversitario en el campo y el anuncio no surtió ningún efecto en ella. Transmitía la impresión de que todo le daba igual.

Recibió un fortísimo regaño de sus padres cuando estos la descubrieron con una enorme bolsa de nylon donde había echado sus zapatillas de ballet, leotardos, medias pantys y faldas, pretendiendo darles fuego. Con sombría calma, manifestó querer borrar todo aquello que pudiera recordarle el sueño que una vez había acunado en su pecho con tanta ilusión.

Se movió inquieta sobre el asiento del ómnibus, golpeando accidentalmente con el codo al joven profesor que estaba sentado a su lado. Se disculpó y sus ojos volvieron a perderse a través del cristal de la ventanilla. Tratando de pensar en algo agradable, solo había conseguido revivir heridas que aún no habían sanado y que quizás, jamás lo harían.

El ómnibus dobló una curva en el irregular camino y al cabo de unos minutos, Yolanda pudo ver por vez primera la edificación en la cual estudiaría en los venideros tres años. El Instituto Preuniversitario en el Campo (IPUEC) Ignacio Agramonte Loynaz, considerado uno de los mejores centros estudiantiles de la enseñanza media superior en la provincia, con una matrícula actual de poco más de trescientos estudiantes, provenientes de Florida y de los municipios Céspedes y Esmeralda, principalmente de poblados como Piedrecitas, El Quirche, Magarabomba, Mamanantuabo y otras comunidades rurales con unos nombres rarísimos que ella jamás había escuchado mencionar. También había un puñado de estudiantes provenientes de la ciudad de Camagüey, que no excedían la docena.

Era una instalación amplia en medio de aquellos solitarios parajes campestres, cerca de la costa sur del territorio agramontino, pero lo suficientemente alejado, y a una distancia de más de cincuenta kilómetros de la ciudad. Una serie de naves de mampostería y tejas de fibrocemento servían de dormitorios, alineados a un lado del terreno, y al lado opuesto, otra cantidad funcionaban como aulas, laboratorios, oficinas y sanitarios. La cocina, comedor y almacén estaban en el extremo centro del área, la cual se extendía en una plaza de formación y el espacio para la práctica de deportes, con dos canastas de baloncesto. Al fondo se vislumbraba un ranchón de soportes de madera y techo de guano, rodeado de rústicos bancos para sentarse, que funcionaba como una especie de salón común para reuniones, pista de baile y salón de TV.

El ómnibus atravesó el amplio portón de entrada a la institución y finalmente se detuvo. Yolanda fue la última en bajar, acarreando su pesada maleta de madera y su enorme bolso de equipaje, sintiendo sobre sí las miradas curiosas de los estudiantes que abarrotaban la plaza escolar. No había podido incorporarse desde el inicio del curso, puesto que su padre se había ganado un viaje al campismo, asignado por su centro laboral y la familia había disfrutado de una semana de agradable recreación, o por lo menos, sus padres y su hermanito. Para Yolanda, aquellos días, como todos los demás transcurridos y por transcurrir, no fueron más que una tortura.

A su encuentro llegaron corriendo dos muchachas sonrientes y entusiasmadas. Ella también sonrió al verlas. Eran Grettel y Nora, sus mejores amigas de toda la vida. Se conocían desde pequeñas y habían prometido ser amigas para siempre. De hecho, hacía aproximadamente dos años atrás, habían enterrado en el jardín de la casa de Nora un cofrecito con recuerdos y una carta escrita por cada una en la cual le expresaban a las otras, lo que sentían y significaba su amistad. Tenían pensado abrirlo dentro de diez años, si es que aguantaban la curiosidad hasta ese entonces.

Grettel y Nora habían sido un gran apoyo en el último mes. Estuvieron a su lado casi todo el tiempo, intentando hacerla reír y pensar en cosas positivas. Les alegraba la idea de que finalmente volverían a estudiar juntas, lo cual no hacían desde la primaria, cuando Yolanda se había ido a la escuela de artes. Por un momento sonrió, recordando cuando las tres eran niñas pequeñas que iban juntas a las clases de ballet en la Casa de la Cultura del pueblo. Parecía que habían pasado siglos desde ese entonces.

Luego de saludarse efusivamente, Nora rompió a hablar:

_ Estaba empezando a preocuparme.

_ ¿Por qué?_ preguntó Yolanda.

_ Nora tenía dudas de si ibas a venir o no. Pero yo sabía que sí._ dijo Grettel mientras la libraba del peso del bolso, a la vez que Nora la despojaba de la maleta._ Te guardamos una cama junto a la de nosotras. Solo tienes que ver a Elías, el subdirector de internos para que te entregue la colchoneta.

Las tres chicas avanzaron por la plaza atestada de estudiantes. Una parte vestía el uniforme azul característico del nivel de enseñanza, mientras que la otra estaba ataviada con indumentarias rústicas: pantalones viejos, camisas de mangas largas, lucían gorras o sombreros de guano, pañuelos en las cabezas algunas hembras, y como calzado, botas y zapatos toscos. Nora y Grettel así iban ataviadas, lo cual despertó la curiosidad de Yolanda:

_ ¿Por qué están vestidas así?

_ ¿Qué crees?_ protestó Nora._ Todas las mañanas décimo grado trabaja en el campo, y por las tardes recibe docencia. Onceno es a la inversa. Por la mañana docencia y en la tarde labores agrícolas. Y duodécimo por ser el grado terminal solo recibe docencia en las dos secciones: mañana y tarde.

_ Ahora tenemos que ir y trabajar en unos surcos larguísimos._ gimió Grettel y extendió las manos._ Eso va a acabarme con las uñas.

_ A propósito Yola._ dijo Nora._ Dime que traes comida por favor.

_ Si. Mi mamá me llenó la maleta de dulces y chucherías. Y me puso para hoy dos pozuelos de comida, uno para el almuerzo y otro para la cena. Tal parece que me quiere hacer engordar.

_ Bueno, supongo que ahora sí podrás comer de todo._ empezó a decir Grettel._ Como ya no estás en la escuela de ballet...

Guardó silencio abruptamente, sobre todo porque Nora le hizo desesperadas señas para que no hablara más. Por lo visto, sus amigas no querían hacerla sentir triste o incómoda. Total, era imposible sentirse peor de lo que ya se consideraba. Miró a Nora, voluminosa como un bizcocho, luciendo un busto prominente por sus senos enormes, y con una cabecita perfectamente redonda de abultados cachetes, ojos carmelitas, nariz y labios pequeños y una mata de pelo oscura con betas amarillas rozándole por debajo de los hombros. Luego a Grettel, tan linda como una muñequita de biscuit. El cabello muy rubio, apenas tocándole la mitad del cuello. Delgadita, aunque esbelta, con un rostro aniñado y travieso en el que resaltaban sus pícaros ojos azules y su boca sensual, siempre sonriente. Eran sus dos mejores amigas, y el estar con ellas los siguientes tres años hacía más tolerable aquel horrible sitio, si lograba adaptarse al nuevo régimen estudiantil, algo que dudaba mucho en verdad.

Un estudiante hizo sonar una campana, aunque el término campana no era precisamente el apropiado, ya que se trataba de un trozo de metal colgado de uno de los soportes de la caseta de vigilancia que se erigía en medio del terreno, golpeado por un tosco pedazo de clavija. Con los repetidos y desagradables sonidos, los estudiantes se aglomeraron al instante en la plaza, frente a una tarima de cemento junto a la cual se erguían el asta de la bandera y un busto de José Martí.

No había formación ni orden, solo una masa compacta de jóvenes de ambos sexos que reían y hablaban entre ellos, y al final del tumulto, lejos de la confusión, estaba Yolanda, escoltada por sus amigas, reprimiendo los desesperados deseos de abordar nuevamente el ómnibus que ya se iba.

El director del centro subió a la plataforma y poco a poco los murmullos de los estudiantes recesaron. El hombre comenzó a dar instrucciones e informaciones. Yolanda apenas pudo prestar atención, ya que a su lado, Grettel y Nora estaban enfrascadas en una susurrante discusión en la que una le rebatía a la otra sobre el atractivo físico del sujeto:

_ ¿Estás loca?_ decía Grettel._ Mira bien a Conrado. Lo único que tiene es tamaño, nada más.

_ Pues para mí, voy a utilizar una frase tuya. Es un mangazo._ rebatía Nora y se volvió hacia Yolanda._ Habla tú, Yola. Míralo bien y dime si está lindo o no.

Yolanda lanzó una ojeada a Conrado que continuaba disertando desde la plataforma haciendo referencias al cumplimiento del reglamento escolar. Verdaderamente, Grettel tenía razón en algo. Era un hombre de altísima estatura y no muy agraciado físicamente. Al menos, no para su gusto. Teniendo en cuenta que rondaba los cuarenta y tantos, resultaba un sujeto algo interesante. Pero no había que exagerar, de decir que era un tipo atrayente a asegurar que era todo un galanazo... Nada, que dirigió una significativa mirada a Nora, quien se sintió bastante herida y se cruzó de brazos.

Terminado el matutino, los estudiantes de onceno y duodécimo grado se dispusieron a dirigirse a las aulas, mientras que los de décimo aguardaron en la plazoleta a recibir las orientaciones sobre el trabajo agrícola de ese día. Un muchachito delgado en extremo, _ de onceno o duodécimo, ya que vestía el uniforme._ y con un rostro precioso como el de una niña, dejó escapar un chillido estridente cuando un joven lo alzó fácilmente del suelo y lo sacudió con la facilidad con la que un mago agita una varita. Yolanda se rió ante la escena, sobre todo, por los ademanes y los alaridos excesivamente afeminados de la víctima, que lejos de estar asustado o molesto, parecía estar disfrutando de lo lindo con lo que le estaban haciendo.

_ Ese es Salim, alias la loca._ señaló Grettel._ Está arrebatáo. O arrebatá. La verdad es que no sé cómo referirme a él.

_ Como lo que es, un varón, aunque le gusten otras cosas._ apuntó Nora. Grettel le señaló a Elías, el subdirector de internos, un hombre joven, de unos treinta y tantos años y facciones simpáticas:

_ Ese sí estoy de acuerdo en admitir que es un mangón._ admitió Grettel y Nora se limitó a mostrarle la lengua con una mueca grotesca.

Tres chicas se detuvieron junto a ellas. Iban con los atuendos de trabajo, y Yolanda sintió que nada bueno iba a suceder ante la llegada de aquellas tres muchachas. Una de ellas, la más altiva, la miró de arriba a abajo y sonriendo irónica y cínicamente dijo:

_ Vaya... Hasta que por fin te botaron de la escuela de arte, Yolanda. Creo que se demoraron mucho.

_ ¿Qué quieres, Lilí?_ preguntó Grettel adelantándose unos pasos, en actitud defensiva.

_ Nada, solo darle la bienvenida a la nueva estudiante._ sonrió Lilí con tanta hipocresía como le era posible emplear._ Y claro, ver como está.

_ Estoy bien, gracias._ contestó Yolanda con voz gélida.

Lilí sacudió con donaire sus largos cabellos negros sueltos sobre sus hombros y miró con una sonrisa burlona a sus dos acompañantes, que la imitaron toscamente:

_ ¿En serio?_ fingió pena._ Digo... Yo en tu lugar estaría destrozada si me botaran de alguna escuela.

_ ¡Nadie la botó! ¡No seas bretera!_ gruñó Nora amenazante.

Lilí se encogió de brazos y continuó con sus provocaciones:

_ La gordita tiene razón. No la botaron, simplemente la sacaron porque al final se dieron cuenta que era un caso perdido, que jamás llegaría a ser una bailarina de verdad.

Nora soltó la maleta en el suelo y quiso saltar sobre ella, pero Grettel y Yolanda la sostuvieron a tiempo:

_ ¡Gorda será tu abuela, estúpida!_ chilló Nora intentando infructuosamente golpear a Lilí, que reía y se alejaba con sus dos amigas.

_ Adiosito Yolanda..._ dijo antes de marcharse._ Espero que disfrutes la estancia en tu nueva escuela.

_ No le hagas caso._ trató Grettel de calmar a Nora._ Solo es Lilí siendo... Lilí. Es ridículo que todavía te dejes provocar por ella.

_ Es que no saben como la odio, de verdad._ se quejó Nora._ Un día la voy a coger por esas cuatro greñas y la voy a arrastrar por toda la plaza, en serio.

_ Y menos mal que no está en nuestra aula.

_ A propósito, _ dijo Yolanda tratando de olvidar el desagradable incidente con Lilí, a quien conocía igualmente desde su más temprana niñez._ ¿En qué grupo estoy yo?

Grettel saltó alegremente:

_ ¡En el nuestro! ¡Décimo C! ¡Es lo máximo! ¡Ah...! Y tienes que conocer a mi novio.

_ ¿Tienes novio?_ se sorprendió Yolanda y al instante se llamó ingenua. Por supuesto que Grettel ya debía tener novio. Los chicos eran su debilidad, sobre todo teniendo en cuenta que el primero que había tenido en su vida, había sido a los cinco años, cuando estaban en pre-escolar:

_ Tú lo conoces._ explicó Nora tranquilamente._ ¿Te acuerdas de Víctor? _ ¿Qué Víctor?_ preguntó Yolanda._ ¿El rubiecito que estudió con nosotros en la primaria, que su papá es dueño de un restaurante?

_ Ese mismitico._ chilló Grettel con entusiasmo._ Ay, deja que lo veas. Antes, en la secundaria, estaba raquítico y feíto cantidad, pero ahora está como Paco.

_ ¿Cómo quién?_ se sorprendió Yolanda.

_ Como Paco, niña... ¡Paco-mérselo! Ah... Y Lilí está obsesionada con Renzo, el mejor amigo de Víctor, que la verdad es que está lindísimo también, pero se cree un camión de cosas porque tiene cuatro pesos y sus padres le mandan de todo desde España. Hasta creo que él estuvo viviendo en España un tiempo pero no entiendo porqué regresó a Cuba. En fin, por suerte, Renzo ni le hace caso a la pestífera de Lilí, y lo que me alegro...

A la plataforma subió otro profesor. Esta vez se trataba de Rufino, el jefe de actividades agrícolas. Era un sujeto contemporáneo con el director Conrado, robusto y de actitud amenazante. Según Grettel, Rufino ansiaba el cargo de director y a veces se comportaba como tal, sobre todo cuando estaba de guardia en la escuela, y en la opinión de la chica, el hombre era todo un monumento. Yolanda rompió a reír ¿Es que para su amiga había alguien del sexo masculino que no fuera un galán de telenovelas?

Rufino dio orientaciones de un modo tajante. Las hembras irían a escardar de malas hierbas los canteros de los vegetales y los varones a guataquear los sembrados de yuca, y le importó muy poco las quejas y protestas de la masa estudiantil. Mientras los alumnos iban abandonando la plaza, Grettel y Nora acompañaron a Yolanda a la oficina de Elías y allí la dejaron para que hiciera todos los trámites pertinentes:

_ Cuando te den el avituallamiento, tienes que ir a secretaría a recoger tus libros y materiales._ dijo Nora antes de marcharse._ La secretaria docente es socia nuestra y te los guardó. Así que ve a verla después que te organices. La litera tuya la vas a reconocer rapidísimo. Te pusimos un cartel de bienvenida. Aquí está la llave de la taquilla para que guardes las cosas. Ah... Un consejito, si tienes necesidad de ir al baño no te atrevas a sentarse en la taza. Solo Dios sabe la fauna que habita allí. Ponte de cuclillas encima del inodoro y haz lo que tengas que hacer.

_ Nos vemos más tarde._ finalizó Grettel y desapareció tirando de Nora.

Elías le entregó colchoneta, dos sábanas y una toalla, y la ayudó a llevar el equipaje hasta el dormitorio. Como le había dicho Nora, encontró fácilmente su litera. Era la única desocupada casi al final de un larguísimo pasillo, con una fila de literas a cada lado. La suya estaba junto a la entrada a los lavabos y sanitarios, y Yolanda hizo una mueca al imaginar que el olor no sería nada agradable a ciertas horas del día, de hecho, en aquel momento, despedía un aroma que distaba mucho de ser encantador. Le habían colgado en la baranda de la litera un cartel mediano que decía con graciosas letras cursivas de muchos colores y rodeadas de estrellas y corazones de brillo: Bienvenida Yola

Casi sonrió, pero fue un instante efímero que se desvaneció enseguida. El profesor Elías la dejó sola y Yolanda se dispuso a organizar sus pertenencias. Reconoció las camas de Nora y Grettel. Eran inconfundibles los peluches de cada una. La superior era la de Grettel, porque su conejito blanco con un lazo rosa anudado al cuello era muy típico de ella. En la de abajo, el gran oso de felpa de Nora. Aquellos muñecos le trajeron hermosos recuerdos a la mente de cuando eran niñas traviesas que jugaban y hacían pijamadas nocturnas en sus casas, y acudían juntas a las clases de ballet impartidas en la Casa de Cultura del pueblo, acompañadas de Lilí, quien en aquella época, y por raro que pudiera parecer, era muy amiga de las tres, solo que, cuando hicieron las pruebas de aptitud y Yolanda fue la única en salir airosa, algo que a Nora y a Grettel no les importó, sobre todo porque ninguna tenía intenciones de ser bailarina, Lilí no pudo tolerarlo. Jamás pudo aceptar que no pudiese aprobar los exámenes de ingreso y descargó toda su rabia, envidia y frustración en Yolanda, que sí lo había conseguido. Desde aquel momento, Lilí se declaró su peor enemiga y no dudaba en ofenderla, directa o indirectamente cada vez que tenía la oportunidad. Aunque Yolanda no le prestaba atención a sus provocaciones, no podía negar el hecho de que estas resultaran incómodas. Era tal y como decía su madre: La envidia no mata, pero mortifica.

Abrió la puerta del casillero de Nora, muy parecido a un refrigerador antiguo o una especie de arcaica y descomunal caja fuerte. Se rió suavemente al ver como habían decorado la parte interna de la puerta. Fotos y posters de Leonardo DiCaprio, Brad Pitt, Antonio Banderas, David Bisbal y otros ídolos de la música y el cine. Obra de Grettel tenía que ser. Por lo demás, todo estaba estrictamente organizado, obra de Nora, por supuesto. Uniformes y ropas de andar colgadas de las perchas y cubiertas por bolsas de plático, cosméticos, prendas íntimas en bolsitas de nylon, los zapatos en la parte inferior y lo más importante, o por lo menos para Nora: la comida.

Guardó las sábanas y la toalla que le entregó Elías y sacó las suyas propias que había traído de su casa. Hizo su cama y se sentó un instante a poner en orden las ideas. Suspiró profundamente, se deshizo el ajustado peinado y poniéndose de pie contempló en el espejito colgado en el interior del casillero su larga cascada de lacios cabellos color miel, sus ojos aceitunados, su nariz afilada, su boca grande de finos labios. Se hizo una cola en el pelo, con una cinta plateada y cerró la puerta del mueble tras guardar su bolso en el último compartimiento, con los zapatos y chancletas. Las maletas de madera de sus amigas estaban colocadas bajo las camas y ubicó la suya junto a las otras dos. Dándole vueltas a las llaves en su mano, salió del albergue, atravesando la plaza estudiantil bajo las miradas curiosas y los piropos que varios varones que laboraban en las áreas verdes le dirigieron y que ella ignoró olímpicamente. Debía encontrar la secretaría docente y recoger allí sus libros, era lo primordial en aquel momento. Deambuló por los pasillos, bordeando las naves divididas en aulas, laboratorios y oficinas, escuchando el concierto de voces de los profesores que entonaban sus lecciones al unísono, a través de tele-clases impartidas en los televisores. Odiaba aquel sistema de tener que recibir clases por medio de un aparato electrónico. Yolanda contempló a través de las persianas los rostros aburridos y desinteresados de los estudiantes acomodados en los asientos, con semblantes adormilados y distraídos, mientras que los profesores de carne y hueso, al frente del aula, los instaban constantemente a prestar atención y tomar notas.

Aquellas visiones le resultaron tan graciosas que se echó a reír, a la vez que doblaba al final de un pasillo y... Fue un duro encontronazo. Yolanda dejó escapar una exclamación y alzó las manos para escudarse. Instintivamente se agachó para recoger lo que se le había caído al suelo al sujeto con el que había chocado:

_ Disculpa... Lo siento..._ dijo y fue entonces cuando alzó la mirada y lo vio.

Él también se había agachado a recoger sus libros y levantó los ojos para verla.

Yolanda había empleado poco tiempo de su vida para fijarse en los muchachos.

Tan enfrascada estaba en su futuro y en hacer realidad sus sueños, que cualquier idea de establecer un noviazgo le resultaba más que descartada. Según su criterio muy personal, un novio solo sería una distracción innecesaria en el camino de la búsqueda de sus metas. Era Grettel quien le decía constantemente que al menos debía aprender a apreciar lo bueno del sexo opuesto, o sea, sus cualidades físicas, o lo que ella definía en solo dos palabras: una cara y un cuerpo dignos de contemplar. A Yolanda le parecía bastante ridículo, ya que consideraba que nunca debía juzgarse un libro solamente por su portada.

Sin embargo, Yolanda esta vez dio un vistazo rápido al espécimen que tenía enfrente. Era delgado, poco más alto que ella, solo escasos centímetros. Su rostro era una delicia. El abundante cabello ligeramente ensortijado de un negro azabache, recortado con gusto. Ojos oscuros, nariz perfilada, boca burlona. Yolanda percibió que debía tener un cuerpazo macizo, puesto que el choque se lo había indicado. Anchos hombros, brazos fuertes... Por primera vez utilizaría el término propio de Grettel. Estaba frente a un auténtico galán adolescente. Permanecieron con los ojos fijos el uno en la otra, hasta que se incorporaron al unísono, sin dejar de mirarse:

_ Hola._ saludó él con una sonrisa encantadora.

_ Ho... Hola._ jadeó ella.

_ Eres nueva ¿Cierto? No recuerdo haberte visto antes.

_ Si. Acabo de llegar y busco la secretaría docente para recoger mis libros.

Él se cruzó de brazos y se recostó a la pared con actitud sensual, mientras Yolanda evitaba mirar los apretados músculos de sus brazos bajo las mangas de la camisa de uniforme:

_ Si lo que buscas son tus libros creo que a donde debes ir es al almacén, y eso está en la parte trasera del comedor, al otro lado de la cocina.

_ Si, pero verás, mis amigas los recogieron y se los dejaron a la secretaria. _ Bueno pues, en ese caso, debes ir a la nave que sigue y encontrarás a Vivianne, la secretaria, en la pequeña oficina al lado de la dirección.

_ Gracias._ sonrió Yolanda y dio media vuelta para retirarse.

_ A propósito._ le dijo el muchacho._ Dile a Vivianne que Joel le manda un beso grande.

_ Veré que no se me olvide dar el recado._ contestó Yolanda e intentó marcharse nuevamente, pero él la volvió a detener.

_ Oye, no recuerdo tu nombre.

Yolanda suspiró y reprimiendo un sonrisita dijo sin voltearse:

_ Es porque no te lo dije.

Y se alejó, con deseos de mirarlo una vez más, pero por nada del mundo lo haría. Joel sí se quedó contemplándola alejarse hasta que la perdió de vista.

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