Capítulo II
Mientras que Derek lidiaba contra la decepción amorosa, Catherine siguió con sus responsabilidades, pretendiendo que ella no había bateado al chico que le gustaba porque temía morir justo cuando su amor floreciera.
Ella solo intentaba protegerlo del dolor porque lo amaba con la misma intensidad que él a ella. Tal vez en el momento no pudo expresarlo, pero lo hacía por su bien.
La castaña se mantuvo en su cuarto, analizaba acerca de cómo disculparse con su pelirrojo. Ella sentía que el mundo se le vino encima con su indiferencia.
«¿Por qué me siento como una mierda si es lo correcto?», se cuestionó a sí misma, al mismo tiempo que caminaba en círculos.
—Te amo —murmuró—. ¡Te amo, Derek! Sé que debí corresponderte en el instante, es solo que con mi estado actual...
—Lo entiendo, en serio. Soy consciente de que tienes miedo, y tampoco me gustaría presionarte —la interrumpió el pelirrojo, quien se coló a la habitación sin avisar.
Ella se volteó hacia él, sintiendo que su corazón latía con tanta fuerza que se le saldría por la boca. Un poco más de ternura, y rompería en llanto por la vergüenza de rechazarlo.
Derek avanzó unos pasos antes de sacudir los brazos para liberar tensión. Él tenía la mente nublada, pero se esmeraba en ganarle a los malos presagios.
Aunque fuera en silencio, él permanecía con ella. Conocía a la perfección cada una de sus emociones y modos de expresarlas, así que le daría espacio y compañía a la vez.
Rosas, las mejillas de la muchacha estaban sonrosadas. Un color especial aterrizaba en el lienzo más hermoso que había para el pelirrojo, matizándolo con delicadeza.
—Quisiera disculparme por lo que dije —soltó Catherine.
—Sin resentimientos, solo amor entre tanto caos —aclaró Derek, acortando distancia entre ellos.
—El cielo deslumbra entre nosotros como un ánima, con un silencioso caminar que culmina en tragicomedias —recitó ella—. Su amor por mí es fuerte, me bendijo con una magnífica enfermedad crónica.
—Me asusta que bromees acerca de tu salud... —dijo él, acariciándole una mejilla.
Ella asentó su cara contra los callosos y ásperos dedos de Derek, revitalizándose el alma con una pequeña caricia.
¿Quién podría contradecirlos? Ellos se amaban del mismo modo que la profundidad oceánica y la vida marina, era una sinergia palpable, pero misteriosa.
Atascándose en la marea obscura llamada "negatividad", Catherine trastabilló. Su cabeza no dejaba de dar vueltas porque debido a su condición, no podría tener descendencia o sentirse tan lívida como le gustaría.
Diamond Cristal justificó el ruido de la habitación al decir: —La pizza de Hermanos Reyes está en camino, Derek. Tu pedido llegará en treinta minutos o menos.
—Pero yo no... —confesó el pelirrojo, separándose de Catherine para revisar en qué momento ordenó en aquel restaurante—. Diamond Cristal, cancela el pedido.
La inteligencia artificial de apoyo emitió su típico canto de hada previo a resurgir. Desanimada, comentó: —Creo que no será posible, mi bermejo... Hermanos Reyes no aceptan devoluciones.
—Bueno, ya ni modo. Avísale a John que no cocine —exhaló, agotado Derek—. ¿Me llamaste bermejo? ¿Qué clase de insulto es ese, Diamond?
—Derek, no estoy configurada para insultar. Dicho esto, bermejo es un tono de rojo, por lo que es sinónimo de pelirrojo —se defendió la aplicación y se apagó.
Catherine rio por lo bajo, ella tampoco había oído el adjetivo «bermejo», pero ahora que lo conocía, lo utilizaría con su mejor amigo para fastidiarlo.
La joven castaña tuvo problemas de visión y, al mismo tiempo sintió que sus huesos se comprimían debajo de su piel. Ella ahogó un chillido, el cual fue percibido como dramatismo por el bermejo.
Derek la recostó ya que estaba seguro de que su castaña actuaba para recibir un poco de atención. Él conocía cada gesto de dolor, y sabía que ese no era uno.
No fue hasta que ella creyó hablar, pero no emitió sonido alguno, que él pidió socorro a su hermano menor.
—¡John, ven rápido! ¡Catherine necesita la inyección! —masculló Derek desde el segundo piso. Su hermano subía los escalones con lentitud, y el pelirrojo enfadó—. ¡Apúrate, burro! Ella no tiene mucho tiempo.
—Ey, estaba haciendo ejercicio. Hacía rato que dejé la consola —dijo John, frunciendo la frente. Él le entregó el botiquín con la inyección a su hermano, y sacudió su sedoso cabello azabache.
Mientras Derek preparaba el medicamento, John tomó los signos vitales de Catherine.
El pelinegro estaba desesperado porque la presión de Catherine era baja e incentivó a su confidente para que actuara.
Derek no midió la fuerza y atravesó bruscamente varias capas de dermis de su mejor amiga. A la par, la castaña se encorvó, aunque después no hubo otra reacción.
¿Por qué no funcionaba? ¿Qué paso omitieron? ¿Se debía a la agresividad de la inyección?
Sumergidos en ansiedad, los hermanos Smith observaban el cuerpo inerte de Catherine sin siquiera pedir ayuda de sus padres.
«No, no, ¡no!», maldijo John, esperando que su hermano reaccionara ante el estado de su mejor amiga, sin embargo, le tocó verlo salir del cuarto hacia otro sitio.
Derek estaba cabizbaja y callado cuando fue a su habitación, pero el chico azabache de dieciocho años no lo siguió porque alguien debía encargarse de Catherine.
John bajó corriendo las escaleras hacia el laboratorio subterráneo e hizo un llamado con todas sus fuerzas: —¡Wilson Smith, su hija está...! ¡Solo venga a revisarla!
Aunque no existía la posibilidad de que el amigo de su padre no lo oyera, él decidió regresar a la habitación de Catherine para acompañarla en lo que llegaba el señor Mitzu.
Apenas subió los escalones, oyó que algo se había caído cerca de él, pero le restó importancia. Él estaba enfocado en esperar a que su amiga despertara.
Él quiso investigar tras escuchar que alguien se ahogaba. En ese momento, fue al cuarto de Derek, angustiándose porque se imaginó múltiples escenarios en donde su hermano intentaba...
Como no lo encontró a la entrada, siguió el alarido hasta el armario. Él no lo entendía, ¿por qué Derek colgaba de una soga? ¿Qué lo llevó a tomar aquella decisión?
John luchó contra el pavor y bajó al pelirrojo. Él no tenía palabras, así que volvió con Catherine tras el incidente.
El señor Mitzu yacía hincado al lado de su amada hija, examinándola antes de continuar con los procedimientos. Aquel hombre de cabello oscuro ni se percataba de la presencia del joven.
—Se pondrá bien, ¿verdad? —preguntó John, emanando una inmensa cantidad de inocencia.
—Conectándola a las máquinas, es posible —dijo Wilson Mitzu.
—¿Estás bien, mi niño? ¿Qué sucedió? —inquirió Lucía Kingdom. Ella estaba muy preocupada por el semblante de su hijo.
—¿Por qué la gente se autolesiona, mamá? Sé que la vida es horrible pero atentar contra ella... —avisó John, aterrado por la decisión de su hermano mayor.
John se acercó hasta ella y hundió su cabeza en su pecho para echarse a llorar. Él había sufrido demasiado en tan poco tiempo que la situación lo sobrepasó.
Con una mirada, Keneth Smith comunicó que su esposa debía irse con John a otro sitio ya que el jovencito estaba pasando por un mal momento.
Keneth tajó la tristeza del pelinegro, emasculándolo de sentir.
Madre e hijo abandonaron el cuarto para platicar acerca de lo ocurrido, enfocándose en el lado positivo. Entretanto, los hombres planificaban cómo proceder con Catherine.
Wilson Mitzu sabía que su mejor amigo actuó mal con lo sucedido con John porque simplemente hizo a un lado su rol de padre.
«A veces, solo a veces, eres un pedazo de mierda con tus hijos. Cualquiera en tu lugar, me dejaría solo para averiguar qué mierda observó su muchacho», susurró.
—La próxima que priorices a Catherine más que John o Derek, te inyectaré fiebre amarilla —amenazó a su amigo.
Keneth se asustó, aunque Wilson tenía razón.
¿En qué momento sus hijos eran menos que la salud de la hija de su mejor amigo? Ni él lo recordaba.
Wilson Mitzu se dirigió a su maletín mientras que se reía porque logró atemorizar a quien nunca sentía miedo.
¿Qué hora era? ¿Quién recibió la pizza? ¿Por qué ella se encontraba sola? ¿Por qué su frente palpitaba a no más poder?
Catherine tenía tantas preguntas en mente que su despertar fue agobiante pues apenas comprendía que permanecía dentro de su maquiavélica habitación.
«¿Qué carajos me pasó? ¿ Habrá algún día en que ya no llegue a estos extremos?», se cuestionó ella así misma al percatarse de que estaba conectada a varias máquina.
Ella se deslizó de su cama para ponerse de pie y al lograrlo, se percató de que su padre acababa de entrar.
—Demos gracias a Dios que estás despierta —agradeció su padre, rodeándola—. Creímos que ya habías dejado el plano terrenal.
—Se necesita más que este bendito virus para que estire la pata, papá —aludió ella, riéndose—. ¿Por qué tan serio?
—Necesitamos reforzar el Estial, por lo que debemos ponerte en coma —soltó él. Su rostro lo decía todo, a pesar de que era lo correcto, no deseaba arriesgarse a perderla.
—Acepto —accedió Catherine, regresando a su cama.
Wilson Mitzu dejó a solas a su hija, aferrándose a la idea de que alguien omnipotente la protegería.
Poco después, John se presentó ante su amiga. Él ya estaba tranquilo, pero tenía una espina pinchándole el cerebro.
El joven adulto se sentó a un costado de ella, preparándose mentalmente para preguntarle algo acerca de la salud de su hermosísima novia.
—Darla me comentó que tiene leucemia y quería saber si mi padre podría curarla dado que Lost Avenue halló formas de curar el cáncer, el SIDA y la leucemia —expuso John, rascándose el brazo.
—Nuestros padres procuran las saludes de las personas... Sé que implicaría que ella no revele el secreto, pero coméntaselo. No pierdes nada, sincerándote —alentó Catherine.
Él se sintió animado ante la contestación, aunque todavía tenía fresco el recuerdo de su hermano, la soga y el armario.
—Derek intentó suicidarse... —dijo John porque no planeaba ocultar lo que vio a su amiga.
—No es momento para un chiste de humor negro y turbio —rezongó ella.
—Solo quería decirte la verdad, en caso de que no despertaras del estudio —suspiró él, levantándose para ir por comida.
Ella admiró que él se estiró como gato al aproximarse a la puerta.
—Por cierto, no estoy de humor para hacer chistes. Hoy fue un día bastante agotador para mí —explicó John.
Él estaba ojeroso y parecía un muerto viviente con su caminar, pues no era capaz de permanecer con la espalda recta o dar un paso sin arrastrar uno de sus pies.
«Me cae bien, pero a veces siento que se quiere pasar de listo conmigo... Sus bromas son oscuras, y por lo general, me agradan», analizó Catherine.
Ella seguía creyendo que él no hablaba en serio, pero algo en su mirada la obligaba a darle el beneficio de la duda.
Wilson Mitzu no titubeó al regresar al cuarto con el equipo necesario para estudiar a su hija tras la salida de John.
—Antes de proceder, me gustaría hacer una petición —rogó Catherine—. Quisiera que me prometas que iremos al bosque para acampar durante un par de días.
Claro, mi niña. Es más, haremos cuantos viajes quieras después de esto. Te lo prometo —contestó él, revisando sus apuntes para darle órdenes a su hija.
«Aunque eso vaya en contra de la promesa que le hice a mi esposa porque conocemos los riesgos de que respires aire externo».
Catherine siguió cada una de las indicaciones de su padre hasta desmayarse de nueva cuenta. En ese instante, las voces humanas se transformaron en ecos distantes.
Ella esperaba que su lugar seguro mental fuese diferente al de su pesadilla porque odiaba aquel sitio.
Por otro lado, su padre se esmeró en no perder de vista ningún movimiento de su hija ya que el experimento era peligroso. Él temía que muriera porque era su cimiento.
«El plan debe funcionar, Keneth, Lucía, Melanie y yo nos esforzamos en estudiar con ojo de águila cada una de las muestras de sangre y orina de mi hija», aseveró Wilson para sí mismo.
Observar a Catherine conectada a las máquinas, lo forzaba a recordar el día en que su esposa se despidió del mundo. Todo inició con tranquilidad, y de repente, la felicidad dejó de existir en ella.
Aunque a la castaña jamás se le confesó la verdad, para Wilson y su difunta esposa, la joven adulta era una bendición, un regalo de la vida tras mucha oscuridad.
—Creo que debemos detenernos un momento —concluyó Keneth al ver que el electroencefalograma revelaba que Catherine estaba en un estado crítico.
—Solo unos minutos... —acordó Wilson. Él no descansaría hasta que la nueva versión del medicamento fuera capaz de salvar a su hija, tan solo a ella.
—Mientras tanto, iré a ser el padre que mis hijos merecen —acordó Keneth ya que el comentario de su colega lo asustó tanto que se sintió mal con sus acciones.
—Más te vale. —Wilson se sentó a un costado de su hija, ignorando que Keneth iba de salida—. Mi pequeña suricata, no nos dejes... Por favor, solo no vayas hacia la luz.
Él recordó cada uno de los momentos felices con Catherine, pero a la vez que lo hacía, pensó en sus desaciertos como padre, en las ocasiones en que la conectó a aquella máquina y la torturó.
Ella era una niña que merecía tener una infancia promedio y en cambio, obtuvo "entrenamiento psicoemocional", en caso de que la familia de su madre la encontrara.
Wilson rememoró los llantos de su hija, sintiéndose hipócrita al haber regañado a Keneth por su apatía.
«Merezco el Infierno», se ensimismó.
No había más que lamentos y martirio entre sus pensamientos. Él estaba intranquilo porque erró muy feo.
«Ni siquiera merezco llamarme "tu padre". ¿Qué clase de tutor haría lo que yo? ¡Ninguno!», se auto denigró.
—Un poco de malvaviscos y chocolate caliente puede mejorar tu relación con ella —dijo Melanie.
Ella se posó al lado de su esposo, entrelazando sus manos porque estaba segura de que él sufría por el pasado.
Wilson estaba tenso pero una caricia de Melanie, consiguió tranquilizarlo un poco.
Ella no sabía dónde estaba, pero sabía que era una realidad diferente a la propia porque utilizaba un vestido blanco de seda.
A su alrededor había un campo seco infestado por cadáveres en distintas etapas de descomposición.
Ella se encontraba sola, aunque el leve canto del viento la hacía pensar que tenía un fiel compañero de viaje mientras descubría su ubicación.
Descalza, Catherine caminó encima del grisáceo césped cuyas flores estaban bañadas en hedor sanguíneo y un tinte escarlata gelatinoso.
Sino fuera por el río que estaba cerca, ella jamás hubiera pensado que era el mismo sitio que el de su reciente pesadilla.
—¡Qué linda tiara! —dijo, aproximándose hasta la pequeña corona de cristal que llamó su atención.
Pese a que titubeó por unos segundos, se la colocó, sintiéndose más fuerte que antes. Un simple accesorio consiguió que ella hiciera a un lado sus dudas.
Ella anduvo más tiempo, deleitándose con los cuerpos de personas desconocidas, pero que seguramente fueron importantes para alguien.
—¡Viva la muerte! —silbó, ignorando que ella misma estaba atrayendo su fin con una pequeña broma.
Tras un rato recorriendo el campo, se encontró con una cabaña desgastada y rústica que olía a pinos.
Como ella no quería tener el mismo destino que el gato con la curiosidad, empujó la puerta y al no ver a nadie, retrocedió.
La gélida e intensa brisa continuó a su lado, dedicándole versos conforme avanzaba hasta el río.
Catherine tenía vagos pensamientos en la mente porque ella deseaba encontrarse con alguien para no ser fiel amiga de la soledad y la ansiedad.
—¡Estoy viva! —chilló al sumergir parte de su pie dentro las vísceras de un hombre mayor.
Ella sacudió su pie, esparciendo la sangre en el césped.
De un instante a otro, Derek se presentó cerca del río. Él no la había notado así que ella lo sacó de su inmersión.
Catherine se lanzó para abrazarlo, percibiendo una dulce calidez que la instó a aferrársele.
—Te amo tanto, Cat —admitió él. Aprovechando que ella estaba desprevenida, le clavó una aguja en el hombro, al mismo tiempo que la tierra empezó a tragarse a la castaña.
Catherine no sabía cómo sentirse ante el comportamiento de Derek, sin embargo, no se lo tomó a pecho.
Ella permitió que el césped la envolviera porque después de la corta interacción con su pelirrojo, supo que estaba soñando.
«Despertaré pronto», se recordó en lo que aterrizaba en alguna parte. Finalmente, ella cayó dentro de un ataúd.
Afuera estaba Derek. Él estaba serio y, cuando miró que su mejor amiga yacía en el contenedor, él lo cerró.
Muchos gusanos entraron al ataúd, colocándose encima de Catherine. Ella peleó contra ellos para que no se metieran en su sistema, pero el sueño se tornó más oscuro.
El ataúd empezó a arder en llamas apenas los gusanos retrocedieron. ¿Qué clase de pesadilla era esa?
Catherine parpadeó, escondiendo su cara detrás de sus manos, y regresó al lado del río.
—¿Qué carajos? Esto debe ser una estúpida broma —dictó, sentándose para admirar que la pila de cuerpos había desaparecido.
Ella estaba aburrida, no había nada con qué entretenerse.
«Tal vez meterme al río no sería tan mala idea», reflexionó mientras alzaba la mirada para percatarse de que el cielo se había oscurecido porque era de noche.
—Papá, señor Smith, ¡dense prisa! Ya me cansé de estar aquí... Estoy solita —rogó ella, consciente de que amaba la compañía.
Claro que deseaba estar fuera de su casa, pero no era divertido si se trataba de tener monólogos con ella misma.
¿Quién pudo haberlo previsto? En sus sueños, estaba destinada a estar sola o quizás, ¿ella quería estarlo?
El Sol reemplazó a la Luna en menos de lo que cantaron los pájaros carroñeros.
Solo así, Catherine se concentró en contar los diferentes tipos de flores que la rodeaban.
—Técnicamente, estoy muerta. Pero me pregunto por qué no me fui al Limbo o al cielo —filosofó ella—. O sea, sé que cometí errores, no soy la peor persona del universo.
»Soy una joven adulta con una vida patética, supongo. Ni siquiera le importo tanto a Dios porque me dejó aquí, en vez de ascenderme.
Ella se sintió mal al tener severo pensamiento, aunque se reconfortó al escuchar que había loros y no solo zopilotes que ansiaban alimentarse de ella.
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