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9.- La era del Caos

La gran biblioteca del palacio era un vasto santuario de conocimiento, un lugar donde el silencio era la única constante, roto solo por el sonido de las páginas volando en las manos de Yugi. Cada libro, cada volumen que sus manos tocaban, parecía desmoronarse ante su desesperación. Los estantes llenos de tomos antiguos y polvorientos no ofrecían las respuestas que tanto necesitaba.

Yugi había llegado allí con una esperanza que rápidamente se transformó en angustia. Había pasado horas buscando, sin descanso, entre los libros de historia, medicina y mitología, pero ninguno de ellos contenía información relevante sobre la fiebre escarlata. Cada página que pasaba le devolvía una respuesta vacía. Nada sobre la enfermedad. Nada que pudiera ayudarle a entender cómo detenerla.

A medida que el tiempo avanzaba y el sol comenzaba a declinar, su frustración aumentaba. La fiebre escarlata no era solo una amenaza para Diávolos, sino para todo el mundo. Y sin embargo, en todos esos libros, no había rastro de una cura, de una advertencia, de algo que indicara cómo detener el avance de la plaga.

El rostro de Yugi reflejaba la creciente desesperación. Su respiración se volvía más agitada conforme los minutos pasaban. Cerró un libro con un golpe sordo, su mirada fija en el siguiente volumen, pero ya no tenía esperanzas de que éste fuera diferente. Cada nuevo tomo solo ofrecía más vacío. La misma información inútil.

En su mente, las preguntas se multiplicaban. ¿Por qué no había nada en los archivos? ¿Por qué el palacio no había registrado nada sobre una epidemia tan devastadora? ¿Acaso estaban ocultando la información a propósito?

Con una frustración palpable, Yugi subió por la escalera que conducía a las estanterías más altas. Estaba decidido a no rendirse, aunque sus manos temblaban de agotamiento. A lo lejos, el palacio parecía impasible, ajeno a la ansiedad que le estaba consumiendo. Pero él no podía relajarse, no cuando el destino de tantas vidas pendía de un hilo tan delgado.

Llegó a lo alto de la biblioteca, donde los volúmenes más antiguos y olvidados descansaban en silencio. Tomó uno al azar, con la esperanza de que algo en sus páginas le revelara lo que necesitaba saber. Al abrir el libro, un olor a polvo y antigüedad se elevó en el aire, llenando sus pulmones. Pero, por fin, algo brilló entre tanta oscuridad.
El libro hablaba sobre la raza demoníaca. Eran recopilaciones dispersas, hechos fragmentados que los ángeles, a lo largo del tiempo, habían logrado reunir sobre los demonios. Yugi comenzó a leer con ansias, sintiendo una chispa de esperanza, pero pronto su expresión se tornó de incredulidad y molestia. Las palabras eran vacías, superficiales, una recopilación incompleta, casi ridícula.

Se dio cuenta de lo absurdo que era: después de tantos siglos de existencia compartida, después de tantas guerras y acuerdos entre ambos reinos, no había un solo libro en esa vasta biblioteca que contuviera información realmente confiable sobre los demonios. No podía entender cómo los ángeles, con todo su conocimiento y poder, habían permanecido tan ignorantes sobre la raza con la que, inevitablemente, tendrían que convivir.

La frustración creció en su pecho. ¿Cómo era posible que, ante una epidemia tan mortal como la fiebre escarlata, las respuestas estuvieran tan lejos de su alcance? Y más aún, ¿por qué todo lo relacionado con los demonios estaba teñido de desinformación o simples prejuicios?

El aire se sentía pesado en la biblioteca, como si las respuestas que buscaba estuvieran siempre a su alcance, pero nunca pudieran ser tocadas.
Yugi se sentó frente a una mesa, rodeado de libros y pergaminos. Su frustración era palpable; había pasado horas buscando sin éxito alguna pista que lo guiara.

—No puede ser... —murmuró para sí mismo, pasando una y otra vez las páginas de un viejo libro sin encontrar nada relevante. El silencio de la biblioteca solo aumentaba su ansiedad.

Fue en ese momento cuando, sin previo aviso, una figura apareció ante él. Tea, con paso firme, se acercó a la mesa y dejó caer un pergamino antiguo frente a Yugi. El sonido del papel arrugado al posarse sobre la mesa lo hizo levantar la vista, sorprendido.

—¿Qué...? —Yugi miró a su hermana con incredulidad.

—Te está costando mucho, ¿verdad? —dijo Tea, con una ligera sonrisa en su rostro, aunque sus ojos mostraban una seriedad que reflejaba la preocupación que ambos compartían. Ella le dio un toque al pergamino, como si supiera que era la clave que Yugi había estado buscando.

—¿Dónde lo encontraste? —preguntó Yugi, casi sin aliento, mientras tomaba el pergamino con manos temblorosas.

—En la sección histórica —respondió Tea con calma—. Es un registro hecho por eruditos hace quinientos años. Habla de un suceso similar al que estamos viviendo ahora: La Helada Escarlata.

Yugi, con ojos brillando de esperanza, desató el pergamino y lo desplegó frente a él. Al principio solo vio una serie de notas garabateadas, pero a medida que las leía, su corazón latía más rápido.
El texto relataba que, siglos atrás, una misteriosa enfermedad apareció en Diávolos, que dejó a la población demoníaca al borde de la extinción. La fiebre escarlata, como se había llamado, dejaba marcas rojas en los cuerpos, extendiéndose por la piel con un tono rojizo preocupante, casi como si la sangre misma estuviera al borde de la ebullición. Su naturaleza era tan misteriosa como su aparición; tan pronto como surgió, desapareció sin dejar rastro. Sin embargo, los demonios fueron los más afectados, y perdieron más de la mitad de su población a causa de la enfermedad.

Por otro lado, los ángeles parecían ser inmunes a la fiebre escarlata, un hecho que, aunque tranquilizaba a Yugi, también le generaba una profunda inquietud. La naturaleza de esa inmunidad no le daba consuelo; sabían que si bien los ángeles no sucumbían a la enfermedad como los demonios, el verdadero peligro residía en lo que ocurría con el frío que acompañaba a la fiebre escarlata.

El frío. Un enemigo que los ángeles temían tanto como los demonios, pues aunque no los afectara directamente como la fiebre, podía ser igualmente devastador. El hielo que se formaba en las alas, la posibilidad de que las temperaturas descendieran a tal punto que las alas se congelaran o, aún peor, se quebrarann, era un riesgo constante. Ningún ángel podía enfrentar ese temor sin sentir una cierta vulnerabilidad.

La helada escarlata no solo amenazaba a los demonios, sino que también afectaba el equilibrio mismo de la tierra. Si el invierno se alargaba y la nieve continuaba cayendo sin tregua, los humanos serían los primeros en sufrir las consecuencias. Los cultivos morirían, las estaciones se desajustaban, y la primavera, esa promesa de renacimiento, podría quedar perdida en el tiempo. La helada escarlata había sido uno de los inviernos más cruentos que la tierra había soportado. Los registros históricos lo decían sin lugar a dudas. Afortunadamente, en ese entonces, los ángeles y demonios habían logrado controlar la situación a tiempo, devolviendo el curso de las estaciones y permitiendo que la primavera llegara nuevamente. Pero ahora, los vientos de esa misma helada comenzaban a soplar con fuerza renovada, y Yugi temía que esta vez no pudieran detenerla tan fácilmente. Sabía que era solo cuestión de tiempo antes de que la humanidad comenzara a sentir el peso de este invierno interminable. La tierra misma podía verse alterada, la vida amenazada. Y esa realidad no podría ignorarse.

Las palabras resonaban en la mente de Yugi mientras contemplaba las páginas llenas de relatos de antiguas tragedias. Si lo que estaba leyendo era cierto, todo parecía apuntar a que, si no encontraban una solución pronto, la historia se repetiría. Y esta vez, el precio podría ser mucho más alto, pues a diferencia de hace 500 años, ahora estaban a escasos días de que llegara la hora de llevar la primavera.

La preocupación aumentaba en su pecho. Sin embargo, lo que más le preocupaba no era la enfermedad en sí, sino la culpabilidad que recaía sobre los demonios por su origen. Como siempre, se les veía como los culpables de todo lo que ocurría.

—Esto... —dijo Yugi, levantando la vista hacia Tea con gratitud—. No lo puedo creer, Tea.

—Lo sé —respondió ella, sentándose a su lado—. Los eruditos registraron todo sobre ese evento, aunque tal vez lo hicieron con más misterio de lo que necesitamos. Pero ya tenemos una pista. Sabemos que la fiebre escarlata dejó huellas físicas y emocionales en los demonios, y eso podría significar que existe una cura o, al menos, una forma de resistirla.

Yugi asintió, mientras los detalles se comenzaban a unir en su mente. Había algo familiar en ese brote antiguo, algo que parecía paralelo a lo que estaba sucediendo ahora. Si los demonios habían sobrevivido a eso en el pasado, tal vez podían encontrar una solución nuevamente. Pero primero, necesitaba más información.

— Tenemos que investigar más sobre esto —dijo Yugi, con determinación, mientras sus ojos recorrían el pergamino, aunque en su rostro se reflejaba una sombra de incertidumbre. Sin embargo, al mirar el documento con más detenimiento, se dio cuenta de que aún quedaban demasiadas piezas faltantes. Sus palabras se hicieron más firmes—. Pero esto... esto es solo el principio.

Tea frunció el ceño y lo miró desconcertada. — ¿Qué planeas hacer, Yugi?

Yugi miró a Tea, su expresión llena de angustia y determinación. — Necesitamos respuestas, Tea. El frío... la fiebre escarlata... Si no entendemos qué está pasando, no solo los demonios estarán en peligro. Los humanos, los ángeles, la tierra misma. Es más grande de lo que podemos imaginar.

Tea suspiró, dándose cuenta de la magnitud de la situación. — Lo sé, Yugi. Estamos todos conscientes de ello. Fue por eso que convoqué la asamblea de nuevo... pero mi madre no me dejó terminar. Intervino y, sin dudarlo, declaró cuarentena en toda Katharótita.

Yugi la miró, sorprendida. — ¿Cuarentena? Pero...

— Ya no puedo hacer nada —respondió Tea con pesadez—. Además, mi madre revocó temporalmente mi poder como princesa. Mi palabra ya no tiene peso. La situación es grave, y no se puede actuar sin su aprobación.

El aire se volvió tenso, mientras Yugi procesaba la información. Su mente corrió a gran velocidad, buscando una salida, un camino que pudieran seguir. El bloqueo de Tea, la cuarentena, la revocación de su autoridad... Todo parecía conspirar en su contra. Pero, de repente, una decisión clara surgió en su mente.

— Tenemos que ir a Diávolos —dijo con firmeza, mirando a su hermana a los ojos. La determinación en su voz no dejaba lugar a dudas—. Si no podemos obtener respuestas aquí, tenemos que buscarlas allá. Tal vez en Diávolos encontremos algo que nos ayude. Si los demonios tienen más información, si Yami está allí... es el único lugar donde podemos encontrar las respuestas.

Tea se puso de pie, frunciendo el ceño con preocupación. — ¡Ir a Diávolos... es demasiado peligroso! —dijo, su voz temblorosa al imaginarse el frío extremo que los rodearía, el hielo, las tormentas que ya estaban avanzando. — Tus alas... las mías. Estaríamos expuestos al hielo mortal, ¿y si algo te pasa? Nuestras alas no soportan el frío.

Yugi apretó los puños, intentando calmar su ansiedad. — Yo... no tengo más opción. —Hizo una pausa, mirando hacia el pergamino con más seriedad—. La fiebre escarlata puede matarlo, Tea. Matar a todos los que la contraigan. Ademas, los ángeles no soportarán la gran helada si se sigue descontrolando. Si no llegamos a tiempo, si no entendemos más sobre esto, más de los nuestros caerán. Pero lo peor... es que no tengo idea si Yami está bien.

Tea se quedó en silencio, entendiendo la profundidad de las palabras de su hermano. Yugi nunca había hablado de Yami de esa manera, con tanta urgencia. Él sentía que tenía que ir, a pesar del peligro.

— Pero... Yugi... —Tea suspiró, mirando a su hermano con pesar—. No es solo un viaje hacia Diávolos. Es adentrarse en el corazón del frío, el lugar donde la fiebre comenzó. Si vamos allí, estaremos poniendo nuestras vidas en juego.

Yugi, mirando a Tea con determinación, respondió con firmeza. — Sé que no será fácil, pero los demonios tienen conocimientos que nosotros no tenemos. Tal vez, entre ellos, haya algo más que los eruditos no encontraron. Tal vez hay más libros, más registros. Si encontramos lo que necesitamos, podemos detener la fiebre escarlata, no solo por los demonios, sino por todos.

Tea se acercó lentamente a él, tomándole las manos, dudando. — Entonces, ¿crees que podamos? No solo salvarnos a nosotros, sino también salvarlos a ellos. A los demonios...

Yugi asintió, su mirada fija. — Juntos podemos hacer algo. Si logramos reunir la información que necesitamos, tenemos una oportunidad de salvarnos, de salvar a todos. Pero debo verlo con mis propios ojos, ver si Yami está bien. Es una necesidad.

Tea suspiró y, después de un largo momento de silencio, finalmente cedió. — Está bien, Yugi. Si realmente piensas que esto es lo que necesitamos hacer, entonces voy contigo. Pero debemos ser inteligentes. El riesgo de este viaje es mucho mayor a lo que parece. Si somos atrapados...

Yugi la miró con gratitud y una sonrisa débil. — Lo sé. Tomaremos todas las precauciones necesarias. No quiero que esto nos destruya, Tea. Sólo quiero salvar a todos.

Tea asintió, aunque la preocupación seguía visible en sus ojos. — Haremos todo lo posible. Pero no olvides que el resto de los demonios no sonlo único de lo que debemos cuidarnos. El frío, las tormentas... Son enemigos que no podemos subestimar. Si vamos a Diávolos, debemos estar preparados para todo.

Yugi asintió nuevamente, sabiendo que las palabras de Tea eran sabias. Aunque su deseo de obtener respuestas y salvar a todos era inmenso, no podía permitir que su impulso lo cegara. Tenía que hacerlo con cautela, pensando en cada paso.

— Vamos a hacerlo. Con cuidado, pero vamos a Diávolos —declaró finalmente, más decidido que nunca.

Tea lo miró un momento más, luego asintió con una sonrisa triste. — Entonces, prepárate. Vamos a tener que movernos rápido. La ventana de tiempo que tenemos antes de que el frío y la fiebre nos alcancen está cerrándose rápidamente.

Ambos se miraron, sabiendo que lo que estaban a punto de emprender era una misión peligrosa, pero no había vuelta atrás. La búsqueda de respuestas los había llevado hasta este punto, y ahora, juntos, se adentrarían en el corazón mismo de Diávolos, donde las sombras y los misterios los esperaban.

En el sombrío castillo de Diávolos, un silencio inquietante se extendía por las vastas estancias, roto solo por el eco de las pisadas de los sirvientes que se apresuraban por los pasillos. En el corazón de ese castillo, sobre un trono oscuro y tallado en obsidiana, se encontraba el rey del caos, una figura que encarnaba la misma esencia del miedo. Su presencia era descomunal, y cualquier ser que se atreviera a mirarlo sentía la presión de una fuerza primordial que parecía aplastar todo a su alrededor.

No tenía forma humana; su cuerpo era una masa de sombras que fluían con una gracia siniestra, como si su mera existencia desafiara las leyes de la luz. Sus ojos, de un rojo profundo como las llamas del inframundo, brillaban con intensidad en la oscuridad, observando a aquellos que se atrevían a acercarse. Sus alas, enormes y negras como el abismo, se extendían con una majestuosidad terrorífica, mientras sus cuernos curvados ascendían hacia el cielo como una advertencia de su poder.

En la sala del trono, los miembros de su corte, temerosos pero decididos, se reunían alrededor de él, relatando los acontecimientos que habían ocurrido horas antes, cuando realizaron la visita diplomática a la reina arcángel. Un demonio de rostro pálido y ojos angustiados, uno de los emisarios más cercanos del rey, se adelantó para hablar con voz temblorosa.

—Mi señor, la visita a la Reina Arcángel se cumplió según lo planeado. Los emisarios informaron que, a pesar de la gravedad de la situación, la reina no cedió ante nuestra petición. Ella se negó a otorgarnos dos días más para apaciguar el invierno. Le informaron de las bajas entre los demonios por la fiebre escarlata, pero no mostró ningún atisbo de compasión. Se negó rotundamente a nuestra solicitud.

Las sombras que formaban la figura del rey del caos parecieron retorcerse con furia al escuchar esas palabras. Un escalofrío recorrió la corte, y la temperatura de la sala pareció descender aún más. La atmósfera se tornó espesa, pesada. El rey del caos, con un lento movimiento de su inmensa mano, señaló al emisario, quien tembló al comprender la magnitud de la ira que se desataría.

—¡Arrogante! ¡Prepotente! —La voz del rey retumbó como un trueno que rasgaba la tierra misma, llenando la sala con su furia indomable—. ¿Qué clase de reina se atreve a ignorar la vida de sus propios súbditos? Ella cree que puede enfrentar esta tormenta sin la ayuda de Diávolos. ¡Que se prepare para las consecuencias de su necedad!

El rey del caos se levantó de su trono, su forma oscura y gigantesca proyectando una sombra amenazante que cubrió toda la sala. Sus ojos rojos brillaron con una intensidad aún mayor, como si estuviera a punto de estallar en ira. Sus alas se desplegaron con un estrépito, creando un viento violento que hizo temblar las paredes.

—Ni siquiera ha pensado en sus malditas alas. —Su voz era un rugido que hacía eco por todo el castillo—. Los ángeles no pueden detener el invierno por sí solos. ¡Son los demonios quienes tienen el poder para dominar el frío! Sin nosotros, ni ellos ni sus alas podrán hacer nada por salvar a la tierra, ni por evitar la devastación que se avecina.

Con una mirada furiosa, el rey del caos dio un paso hacia adelante, sus cuernos brillando como astillas de carbón encendido en la penumbra.

—Si la Reina Arcángel se niega a reconocer lo que está en juego, entonces que su arrogancia la arrastre a la destrucción. Nos enfrentaremos a este invierno a nuestra manera. Y que los ángeles paguen por su indiferencia. Que vean lo que sucede cuando el caos se desata.

La corte, temblorosa, sabía que el rey del caos ya había tomado su decisión. Nadie osaba contradecirlo; la amenaza de su poder era lo suficientemente clara. El frío del invierno, la fiebre escarlata y la arrogancia de los ángeles solo aumentaban la ira del rey, quien permaneció inmóvil, su mirada fija en los miembros de su corte, como si estuviera sopesando cada palabra que acababa de escuchar. Unos instantes de silencio profundo se estiraron en la sala antes de que su voz resonara, baja y cargada de una tensión palpable.

—¿Qué está sucediendo en Diávolos? —preguntó el rey con voz grave, como si aún no pudiera creer lo que le habían dicho. Su tono reflejaba una mezcla de frustración y desconcierto, como si la situación hubiera superado su comprensión—. ¿De verdad estamos perdiendo el control tan rápidamente?

El emisario, sin atreverse a levantar la mirada del suelo, respiró profundamente antes de responder. La tensión en el aire era insoportable, y todos los presentes sabían que cada palabra podría ser crucial.

—Mi señor... Las bajas continúan aumentando. Los demonios afectados por la fiebre escarlata no cesan de caer, y la población está entrando en pánico. La gente ya ha identificado los síntomas, y los rumores se han esparcido como fuego en un campo seco. La fiebre, las marcas rojas en la piel, el frío... Todos saben que es la misma enfermedad que devastó hace siglos. El caos... ya está desatado.

Un pesado suspiro escapó de los labios del emisario. La situación era más grave de lo que había imaginado, y su voz temblaba al describir lo inevitable.

—La gente ya asocia los síntomas con la fiebre escarlata. Los ciudadanos están aterrados, buscando refugio, temiendo que esto termine en una catástrofe aún mayor que la que se vivió hace 500 años. Ya no es solo una enfermedad; es el principio del fin para nosotros, mi señor. El pánico se ha convertido en su propio enemigo.

El rey del caos cerró los ojos lentamente, como si absorbiera cada palabra, cada inquietud que le acababan de transmitir. El silencio volvió a instalarse en la sala mientras sus ojos brillaban con una furia contenida, su figura oscura iluminada solo por la tenue luz que se filtraba a través de las grietas del castillo.

—Entonces, no hay tiempo que perder —dijo al fin, con una calma fría como el hielo—. Diávolos se está desmoronando, y los ángeles siguen ignorando nuestra petición. ¿Qué esperan, que se lo demos todo sin siquiera reconocer lo que les hemos pedido? Que vean ahora lo que significa desafiar a Diávolos.

El rey del caos dejó escapar una risa baja y sombría, su figura aún más imponente a medida que se erguía frente a su corte. Sus ojos ardían con una furia tan profunda como el abismo, y su voz resonó con una fuerza que hizo temblar las paredes del castillo.

—Si no podemos contar con los ángeles para salvarnos, entonces será nuestra propia mano la que guíe este desastre. ¡La helada escarlata no se va a repetir! ¡Nosotros decidiremos cómo termina este invierno! —Su voz se hizo más grave, más oscura, con un rugido casi animal que emanaba de lo más profundo de su ser—. ¡Nosotros prevaleceremos! La fiebre no acabará con nuestra raza. El frío no será nuestro destino. ¡Nos preocuparemos por nosotros mismos y que los ángeles se las arreglen para manejar el maldito invierno!

Con un movimiento violento, el rey del caos golpeó la mesa que estaba frente a él, haciendo que las reliquias y los objetos se desparramaran por el suelo. Todos los presentes retrocedieron, temerosos de lo que su furia pudiera desatar.

—¡Se acabó la tregua con ellos! ¡No pediremos más permiso a esa estúpida reina arcángel! Ahora, nosotros decidiremos sobre nuestro destino, no ellos. No les vamos a dar más poder, ni más tiempo. Si los ángeles quieren que todo se calme, que se ocupen de su maldito frío. Nosotros tomaremos lo que necesitamos. Nadie, ni siquiera ellos, nos dictará lo que debemos hacer.

Un silencio pesado siguió a sus palabras, cargado de la tensión de la decisión tomada. Los demonios presentes, aunque temerosos, entendieron la magnitud de lo que estaba ocurriendo: el rey había sellado el destino de Diávolos. Ya no habría más ruegos, ni alianzas. Sería el caos quien gobernara, y sería la propia fuerza de los demonios la que guiaría sus acciones.

—Los ángeles pueden irse al infierno —gruñó el rey del caos, su voz retumbando como un trueno en la oscuridad del castillo. Sus ojos brillaban con furia, y sus palabras eran como una sentencia—. Todo demonio tiene permiso para atacarlos si se cruzan con ellos. Se acabó la era de paz. Si ven a un ángel... ¡mátenlo! Y si no lo hacen... yo mismo mataré al demonio que no lo haya hecho.

El eco de su voz llenó la sala, y el ambiente se volvió aún más tenso. La corte estaba en silencio, todos sabían que el rey no hacía promesas vacías. Aquella era una declaración de guerra, no solo contra los ángeles, sino contra cualquier esperanza de reconciliación. Diávolos se levantaría en furia, y no quedaría nada que los detuviera. La tregua había llegado a su fin. La lucha por el control del destino estaba por comenzar, y esta vez, los demonios no se someterían.

Continuará...

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