8.- Helada Escarlata
-⚠ AVISO ⚠-
Querido lector:
La historia estuvo en edición.
Desde el Prólogo hasta el Capítulo 7.
Corregí y agregué detalles que fortalecen la trama, todo para que disfrutes de una buena historia :3
Si eres de los que estuvo cuando esos capítulos fueron publicados por primera vez, te invito a leerlos nuevamente para disfrutar de la experiencia de una nueva redacción ☺️
La trama sigue siendo la misma, por lo que si no quieres leerlos de nuevo, tu relación con los futuros capítulos no se verá afectada.
Por el contrario, si ya los leiste, quiero darte las gracias por ello.
Aprecio mucho tu apoyo al seguir leyendo.
El sol apenas comenzaba a iluminar las sombras que se colaban por la ventana de la habitación de Mana, pero dentro del cuarto todo parecía permanecer envuelto en una bruma de quietud. Mana, recostada en su cama, no lograba encontrar el confort ni siquiera en su propio cuerpo. Estaba arropada hasta la cabeza, pero a pesar de eso, su piel ardía con fiebre.
En la puerta, Yami se asomó con una bandeja en las manos, un gesto cuidadoso en su rostro. A pesar de lo que había sucedido la noche anterior, lo único que le importaba en ese momento era ver a la castaña bien, o al menos, hacer todo lo posible para que se sintiera mejor.
— Mana, te traje algo para comer —dijo, sin dejar de mirar su rostro paliducho, tratando de esconder su preocupación tras una sonrisa.
Ella intentó levantar la cabeza, pero el mareo la hizo caer nuevamente sobre las almohadas. A duras penas levantó la mano en señal de agradecimiento.
— Gracias, pero no creo que... —su voz temblaba, y una tos débil la interrumpió. Luego se rió, con un esfuerzo evidente, como si aquello fuera una broma que sólo ella entendía—. Vaya, esto es... todo un espectáculo.
Yami dejó la bandeja a un lado de la cama y se sentó al borde, observando los signos de fatiga en el rostro de Mana. A pesar de su estado, le sonrió de manera tranquila.
— No es para tanto. La fiebre te está agotando, pero no es nada que no puedas superar. Aunque debo admitir, si sigues siendo tan testaruda como siempre, será difícil que descanses.
Mana intentó sonreír, aunque la fiebre la hizo sentir un peso aplastante en el pecho.
— No te preocupes, Yami. Estoy bien. Sólo es un resfriado. Probablemente... probablemente me lo hayas pegado —añadió, mirando con cierta inocencia a Yami, como si eso de alguna manera la disculpara de su condición.
Yami levantó una ceja, un poco confundido.
— ¿Qué? ¿Te refieres a esa noche, cuando estaba... estornudando un millón de veces? —bromeó, sin saber si debía sentirse aliviado o preocupado.
— Sí... —Mana rió suavemente, aunque el dolor en su garganta la hizo toser nuevamente—. A ti no te pasó nada, pero yo... parece que lo arrastré.
Yami la observó por un momento. Estaba claro que algo no encajaba. Mana parecía estar hecha un desastre, pero Yami se sentía completamente bien. No había signos de que se hubiera contagiado de la misma enfermedad.
— No lo creo —dijo Yami, sus ojos fijos en los de ella con una seriedad tranquila—. Yo estuve bien todo el tiempo. ¿Quizás no sea... otra cosa? Un resfriado no debería ser tan fuerte.
— ¡Es sólo un resfriado! —repitió Mana, sin mucha convicción, tratando de suavizar las cosas con un gesto de indiferencia. Se abrazó más fuerte a la manta, como si eso pudiera ahogar la incomodidad que sentía—. Ya sabes cómo soy, siempre me resfrío de esta manera.
Yami no respondió de inmediato. En lugar de eso, la miró con algo de curiosidad. No podía negar que la situación parecía extraña. Ella parecía empeorar, y él, que había estado estornudando hasta el cansancio la noche anterior, no mostraba el más mínimo síntoma.
— No te sobreexijas —le dijo suavemente, su tono adquiriendo una dulzura inesperada—. Deberías descansar. Yo me quedaré contigo un rato.
Mana asintió débilmente, y por un momento, hubo un silencio cómodo entre los dos. Pero en su mente, Yami no podía dejar de preguntarse si había algo más que no le estaban diciendo. Quizás había algo más en este "resfriado" de lo que ella quería admitir.
Mana intentó enderezarse un poco en la cama, aunque el esfuerzo le arrancó un quejido que hizo que Yami la mirara con una mezcla de desaprobación y preocupación.
— Oye, no hagas eso —dijo él, inclinándose para ayudarla a acomodar las almohadas detrás de su espalda—. No tienes que demostrar nada, ¿vale? Estás enferma. Déjame ocuparme de ti.
Ella lo miró por un instante, como si considerara protestar, pero luego soltó un suspiro débil y relajó los hombros. Su mirada se desvió hacia la ventana, donde las nubes grises apenas dejaban pasar la luz del día.
— Entonces... ¿cómo te fue con tu angelito anoche? —preguntó de repente, con un tono despreocupado que no le salía del todo convincente.
Yami parpadeó, sorprendido por el cambio de tema, pero pronto una sonrisa ladeada apareció en su rostro.
— ¿Mi angelito? —repitió, arqueando una ceja con algo de diversión—. ¿Te refieres a Yugi?
— ¿Quién más podría ser? —respondió Mana con una sonrisa leve, acomodándose mejor en la cama, aunque el esfuerzo la hizo fruncir ligeramente el ceño. Intentó disimularlo con un tono despreocupado—. Vamos, no te hagas el inocente. ¿Cómo te fue con él?
Yami se cruzó de brazos, reflexionando brevemente antes de responder. Su mirada se perdió en la ventana mientras organizaba sus pensamientos.
— Fue... interesante —empezó, su tono neutral, aunque una sonrisa tenue se asomaba en sus labios—. Al principio, todo iba bastante bien. Hasta que apareció su hermana. Pasaron cosas pero, Tea finalmente decidió darme un voto de confianza. Supongo que logró convencerse de que no soy tan terrible como parezco.
— ¿Eso crees? —Mana arqueó una ceja, fingiendo incredulidad—. Porque hasta ahora no me has convencido a mí.
— Qué graciosa —murmuró Yami con ironía, antes de retomar su relato—. Pero luego, las cosas se complicaron. Justo cuando empezábamos a relajarnos, los guardias aparecieron.
Mana abrió los ojos, alarmada.
— ¿Los guardias?
— Al parecer, notaron que los hijos de la reina no estaban en el palacio. Llegaron buscando problemas y, para ser honesto, casi los encuentran. Estaban listos para arrestarme.
— ¿Qué? —La voz de Mana subió ligeramente de tono, a pesar de lo débil que se encontraba. Intentó incorporarse otra vez, pero Yami alzó una mano para detenerla.
— Tranquila, tranquila. No pasó nada —dijo rápidamente—. Tea y Yugi intervinieron antes de que las cosas se salieran de control. Tea, con su autoridad como princesa, les ordenó que se retiraran, y Yugi... bueno, no estoy seguro de cómo lo hizo, pero logró calmar a los guardias con ese tono dulce y esas palabras que sólo él sabe usar.
Mana lo miró fijamente, como si tratara de imaginar la escena en su mente. Su expresión pasó de la sorpresa a algo más suave, casi divertido.
— Así que tu angelito te salvó —dijo finalmente, una sonrisa torcida asomándose en su rostro febril—. No puedo decir que me sorprenda.
Yami rió entre dientes, aunque su mirada mostraba un leve rastro de gratitud.
— Sí, se lo debo. Parecía dispuesto a enfrentarse a los guardias por mí.
— Tal vez porque ve algo en ti que tú mismo no ves —sugirió Mana, su tono más reflexivo—. A veces, los ángeles son buenos en eso.
Yami guardó silencio por un momento, mirando hacia el suelo. La idea parecía resonar en él, aunque no estaba seguro de cómo procesarla. Finalmente, sacudió la cabeza, como si intentara despejarse de esos pensamientos.
— De todos modos, eso fue todo —concluyó, encogiéndose de hombros—. Salí de ahí antes de que algo más pudiera salir mal. Y ahora estoy aquí, cuidando a la chica más terca de todo Diávolos.
— ¿Terca? —Mana se llevó una mano al pecho, fingiendo ofensa—. Si crees que voy a discutir contigo mientras me traes el desayuno, estás muy equivocado.
— Menos mal. Porque, créeme, no tienes energía para ganar esa discusión.
Ambos rieron, y por un instante el ambiente en la habitación pareció aligerarse, como si las preocupaciones quedaran suspendidas en el aire. Sin embargo, la risa de Mana se interrumpió de repente por un ataque de tos violenta. Llevó una mano a su boca, y cuando logró calmarse, soltó un leve gemido de dolor.
— ¿Mana? —Yami se inclinó hacia ella, alarmado—. ¿Estás bien?
Ella asintió débilmente, pero su expresión decía lo contrario. Su mano se movió instintivamente hacia su abdomen.
— Es... extraño —murmuró, con el ceño fruncido—. Me arde... justo aquí.
Yami la observó con atención, y al ver que su incomodidad aumentaba, se incorporó rápidamente.
— Déjame ver.
Mana dudó por un momento, pero finalmente asintió. Con movimientos lentos, descubrió la zona donde sentía el ardor, levantando un poco la tela de su ropa. Ambos se quedaron paralizados al notar lo que había debajo.
En su piel, justo sobre el estómago, empezaban a formarse marcas rojizas, como si la fiebre estuviera dejando huellas visibles en su cuerpo. Las líneas eran irregulares y parecían expandirse lentamente, irradiando un calor anómalo. Yami extendió una mano, pero se detuvo antes de tocarla.
— ¿Qué carajos...? —murmuró, sus ojos brillando con una preocupación palpable.
Mana también observaba las marcas con incredulidad, su respiración entrecortada.
— Esto... no es normal —susurró, sus palabras cargadas de alarma.
— No, no lo es —afirmó Yami, enderezándose, su expresión endureciéndose con seriedad—. Mana, esto no es un simple resfriado.
Ella lo miró, asustada, su tono quebrándose al responder:
— ¿Qué me está pasando?
Yami desvió la mirada hacia las marcas nuevamente, como si intentara encontrar una respuesta en ellas. La verdad era obvia, aunque ninguno quería admitirlo en voz alta.
— La Fiebre Escarlata —dijo finalmente, su voz casi inaudible.
Mana palideció aún más, si es que eso era posible. El nombre resonó en la habitación como una sentencia. Había oído hablar de la enfermedad, de sus síntomas, y de lo devastadora que podía ser. Sin mencionar el aterrador dato de que... no tiene cura.
— No puede ser... —susurró, casi negándose a aceptar lo que estaba ocurriendo—. ¿Cómo... cómo es posible?
Yami la observó con firmeza, aunque su interior se sentía igual de inquieto.
— Mana, no podemos quedarnos aquí. Tengo que llevarte con alguien que pueda ayudarte.
— No —respondió rápidamente, con una mezcla de determinación y miedo—. No puedo... Si alguien se entera de esto...
— No me importa lo que digan los demás —la interrumpió Yami, su tono más firme ahora—. Esto es serio, y no voy a quedarme de brazos cruzados mientras... mientras esto sigue avanzando.
El pánico se reflejaba en los ojos de Mana mientras agitaba ligeramente la cabeza, su voz quebrándose por la desesperación.
— No hay nada que puedan hacer, Yami. Nadie puede ayudarme. Esta enfermedad... no tiene cura.
La certeza en sus palabras cayó como un balde de agua helada sobre Yami. Su mandíbula se tensó, y su mente se resistía a aceptar esa conclusión. Estaba a punto de replicar, de insistir en buscar alguna solución, cuando un ruido proveniente de la calle rompió el tenso silencio de la habitación.
Un murmullo creciente de voces desesperadas se filtró por la ventana, seguido por gritos que se hicieron más claros a medida que los pasos apresurados resonaban en las calles de Diávolos.
— ¡La fiebre escarlata! —gritaba una voz ronca—. ¡Ha vuelto! ¡HA VUELTO!
— ¡Es cierto! —exclamó otra voz—. ¡Ya se han confirmado varios enfermos en el mercado central! ¡Corran a casa antes de que sea demasiado tarde!
Yami se levantó de inmediato, caminando hacia la ventana con rapidez. La abrió de par en par con cuidado y miró hacia abajo. Un pequeño grupo de demonios corría por las calles, algunos cargando a otros que parecían demasiado débiles para caminar por sí mismos. Las noticias se propagaban como un incendio, y el caos empezaba a apoderarse de la ciudad.
Mana lo observaba desde la cama, su respiración entrecortada, y un escalofrío recorriendo su cuerpo que no tenía nada que ver con la fiebre.
— ¿Qué ocurre? —preguntó con voz apagada, temiendo la respuesta.
Yami se giró lentamente hacia ella, sus ojos mostrando una preocupación que no intentó ocultar.
— No estamos solos en esto, Mana. Parece que... —vaciló, sabiendo que sus palabras traerían aún más miedo—. Parece que la fiebre escarlata se está extendiendo por todo Diávolos.
Ambos se quedaron en silencio por un largo momento, el sonido de los gritos en la calle llenando el vacío entre ellos. Sus miradas se encontraron, y aunque ninguno lo dijo en voz alta, ambos entendieron lo que significaba.
Esto no era solo su problema. Era una amenaza que podía afectar a todos, y ahora, su tiempo para actuar se estaba acabando.
La sala del trono era un reflejo del corazón de Katharótita: luminosa, majestuosa, pero tensa bajo la presión de las circunstancias.
Tea estaba sentada en el trono, la postura erguida y las manos descansando sobre los reposabrazos. Aunque el trono parecía demasiado grande sin la tiara que siempre lo acompañaba, su presencia llenaba la sala con una autoridad innegable. La discusión ya había alcanzado su punto álgido, con las voces de los consejeros resonando en la cámara principal.
— Princesa, con todo respeto, la decisión de su majestad ya fue tomada —dijo un ángel mayor, cuyo rostro severo parecía cincelado en mármol—. No debemos intervenir. Este brote no es asunto nuestro.
— ¿No es asunto nuestro? —replicó Tea, con una calma que apenas ocultaba su exasperación—. ¿Qué creen que pasará si ellos no logran contener la enfermedad? ¿Si esta ventisca persiste y afecta nuestra capacidad de llevar la primavera?
Un murmullo incómodo recorrió la sala. Nadie quería admitirlo, pero las palabras de Tea eran difíciles de ignorar.
— Con todo respeto, princesa —intervino una consejera más joven, de expresión prudente—, si se nos percibe como vulnerables o dependientes de los demonios, nuestra posición en Katharótita podría verse comprometida. La reina tiene razón en mantenernos firmes.
Tea suspiró, esforzándose por no dejar que su frustración se reflejara en su rostro.
— Nadie está sugiriendo que dependamos de ellos —respondió con firmeza—, pero no podemos cerrar los ojos a lo que sucede. Esa nevada ya está afectando nuestras tierras, y lo último que necesitamos es que empeore. Si la Fiebre Escarlata se propaga aún más, podría ser catastrófico para ambos reinos.
— ¿Y qué sugiere, alteza? —preguntó un ángel que hasta ahora había permanecido en silencio, su tono neutral pero con un atisbo de desafío—. ¿Que enviemos nuestros propios recursos para ayudarlos? ¿Que prioricemos su bienestar sobre el nuestro?
Tea se inclinó ligeramente hacia adelante, su mirada seria e implacable.
— Lo que sugiero es actuar antes de que sea demasiado tarde. Si no hacemos algo, esta ventisca no se detendrá. ¿De verdad están dispuestos a arriesgar el bienestar de Katharótita por orgullo?
Tea se puso de pie y se mantuvo así frente al trono, su mirada recorriendo a cada uno de los miembros de la corte. Aunque las voces habían disminuido, la tensión en la sala seguía siendo palpable.
— Entonces, ¿cuál es su propuesta? —preguntó Tea, cruzando los brazos con aire de desafío—. ¿Esperar a que el frío nos alcance? ¿Confiar en que los demonios, debilitados por la enfermedad, solucionen solos un problema que ya nos afecta?
Uno de los consejeros, un ángel de cabello plateado y expresión rígida, tomó la palabra:
— Alteza, nuestra prioridad debe ser la protección de los nuestros. Exponer a nuestros enviados al frío extremo es un riesgo innecesario. Si sus alas se congelan y se quiebran... perderlas sería un destino peor que cualquier enfermedad.
Tea apretó los labios. Sabía que ese miedo no era infundado; la fragilidad de las alas en temperaturas tan bajas era una preocupación real. Pero también sabía que la inacción tendría un precio aún mayor.
— No estoy diciendo que enviemos a todos a ciegas —replicó—. Pero si trabajamos con estrategia, si usamos nuestros recursos para aliviar la carga en Diávolos, podríamos reducir la ventisca y proteger nuestras tierras al mismo tiempo.
— ¿Y qué garantías tenemos de que ellos no aprovecharán nuestra ayuda para exigir más? —intervino una consejera al fondo de la sala—. Los demonios siempre encuentran una forma de usar nuestra compasión en su beneficio.
Tea la miró fijamente, su paciencia al borde del límite.
— Esto no se trata de política ni de alianzas —respondió, con un tono más duro ahora—. Se trata de supervivencia. Si las temperaturas siguen cayendo, no solo las alas estarán en peligro; nuestras tierras, nuestros cultivos, y todo lo que mantenemos en equilibrio también lo estará. ¿Acaso creen que el frío hará distinciones entre ángeles y demonios?
Hizo una pausa, mirando a cada uno de los presentes, dejando que sus palabras calaran hondo.
— Y no solo eso. Si este invierno se extiende más allá de lo que tememos... si se convierte en un invierno indefinido, la vida humana también se verá afectada. Las tierras que cultivamos para ellos, los recursos que compartimos... todo se detendría. La humanidad sufriría las consecuencias de nuestra inacción. Y, como guardianes de esta región, es nuestra mayor responsabilidad proteger no solo a los nuestros, sino a todos los que dependen de este equilibrio.
El silencio se volvió aún más denso. Algunos consejeros comenzaron a intercambiar miradas, algunos evidentemente preocupados, otros aún reacios a la idea de aliarse con los demonios. Pero Tea no podía ceder.
— Si no actuamos ahora, nos arriesgamos a perderlo todo —concluyó, su voz resuelta, como un eco de su propia determinación—. No solo se trata de nuestras alas o nuestros reinos. Se trata de la vida en la Tierra.
Los murmullos volvieron a surgir, pero esta vez eran más dubitativos. Tea supo que había tocado una fibra sensible. Dio un paso al frente, su voz resonando con firmeza.
Uno de los consejeros, que había permanecido en silencio hasta entonces, levantó la mano pidiendo la palabra.
— Princesa, si realmente cree que debemos intervenir, ¿qué propone exactamente?
Tea respiró hondo, agradeciendo la oportunidad de hablar sin interrupciones.
— Propongo establecer un plan conjunto con Diávolos —dijo Tea, mirando a los miembros de la corte con seriedad—. Si no podemos detener la ventisca, al menos debemos aprender a controlarla. Podríamos enviar a algunos de nuestros sabios y eruditos a Diávolos para colaborar en la búsqueda de una cura para la fiebre escarlata. Si no tomamos medidas, el impacto será aún peor de lo que podemos imaginar.
Antes de que Tea pudiera seguir, la puerta de la sala del trono se abrió de golpe. La reina, con el rostro tenso y sus ojos llenos de incomodidad, entró con paso firme. Su mirada fija en su hija, cargada de confusión y desagrado.
— ¿Qué significa esto, Tea? —dijo la reina, su voz grave y llena de reproche—. ¿Hablas de colaborar con los demonios? ¿De poner en peligro a los nuestros por ayudarlos a ellos?
La corte guardó silencio, sabiendo que las palabras de la reina nunca dejaban espacio a la discusión. Tea no bajó la mirada, se mantuvo erguida en su trono.
— Madre, la situación está más allá de nuestras diferencias. Si no actuamos ahora, toda Celestia y los humanos se verán afectados. La fiebre escarlata no es algo que podamos ignorar, y el invierno parece eterno. Necesitamos una solución, y Diávolos tiene la información que podríamos aprovechar. Si queremos salvar lo que queda de nuestras tierras y vidas, debemos hacer esto.
La reina frunció el ceño, claramente contrariada, mientras caminaba hacia el centro de la sala, desechando la calma que Tea había intentado construir.
— Esto es inconcebible —replicó, la furia alzándose en su tono—. Los demonios son una amenaza para nuestra supervivencia. No pondré en peligro a mi gente por confiar en ellos. Y además... —hizo una pausa, mirando alrededor—. Esta asamblea terminó hace mucho. ¿Acaso piensas que tienes la autoridad para convocarla de nuevo sin consultarme?
El clima en la sala se volvió aún más tenso, como si la discusión estuviera a punto de estallar. Tea respiró hondo, tratando de mantener la calma a pesar de la oposición de su madre.
— Madre, si no lo hacemos, el daño será irreversible. No se trata de confiar en ellos, se trata de salvar nuestras vidas. No podemos quedarnos cruzados de brazos mientras todo lo que hemos construido se derrumba.
Tea sabía que no sería fácil cambiar su opinión, pero estaba dispuesta a luchar por lo que era necesario. Su madre se mantuvo en silencio durante unos segundos, reflexionando sobre las palabras de su hija, pero al final, su postura no cambió.
— La nieve y el frío son una amenaza para nosotros —dijo finalmente, su tono menos firme pero aún lleno de autoridad—. Acepto que la situación con la ventisca es seria, y aunque no estamos dispuestos a ceder ante los demonios, reconoceré que este invierno pone en peligro a nuestra gente. Sin embargo, no podemos permitirnos tomar decisiones apresuradas.
Con un gesto grave, la reina se volvió hacia los miembros de la corte que la observaban atentamente.
— Ordeno una cuarentena inmediata e indefinida. No se puede salir de los palacios ni de los territorios cercanos. Ni siquiera el día es lo suficientemente cálido para tomar decisiones al exterior. La noche será mucho peor, y debemos prepararnos.
El aire se llenó de tensión mientras la reina se dirigía nuevamente hacia Tea, quien no movió ni un músculo, aunque su mirada seguía fija en ella, desafiante. La reina hizo una pausa antes de continuar, como si midiera sus palabras cuidadosamente.
— Y, por supuesto —agregó, con firmeza—, la autoridad de la princesa ha sido temporalmente relevada. Nadie tomará ninguna decisión sin mi previa autorización. Esto no es solo cuestión de lo que consideres lo más adecuado, Tea. Es cuestión de mantener el control sobre la situación, y yo tengo la responsabilidad de proteger a todos los ángeles, incluidos los que aún no entienden lo grave que esto es.
Tea se quedó en silencio, sus pensamientos abrumados por la frustración, pero no dijo nada más. Sabía que enfrentar a su madre en ese momento sería inútil. La reina había dejado claro que su palabra era la última.
Con la mirada fija en el suelo, Tea permaneció en su trono, luchando contra el peso de la incertidumbre. Podía sentir la presión de la corte sobre sus hombros, y al mismo tiempo, el ardor de la impotencia comenzaba a hervir en su interior.
La reina, al ver que su hija no replicaba, asintió levemente y dio la orden para que la corte se disolviera, como si no hubiera más que discutir.
— Que la cuarentena sea implementada de inmediato. Nadie se mueve hasta nuevo aviso.
La sala comenzó a vaciarse lentamente, pero Tea no se movió, permaneció allí, inmóvil, sumida en sus pensamientos. Sabía que la tormenta que se avecinaba no solo era de nieve, sino de decisiones que tendría que tomar en el futuro, decisiones que, al parecer, se alejarían aún más de lo que ella deseaba.
Continuará...
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