33. Sobre desligamientos imposibles
33. Sobre desligamientos imposibles
«Así que perdió a un familiar en la guerra... No sé si el multiverso está intentando que nos dé pena o algo, pero no funciona. Las pérdidas explican, no justifican; su existencia me va a seguir espantando, al margen de su pasado. Lo veía, y lo sigo viendo, capaz de empezar otra guerra solo por esos dichosos privilegios; darle un fragmento a él es peligroso. Muy peligroso»
Vi a Haritz descender los escalones esbozando esa sonrisa arrogante que siempre le asigné. Me recorrió un escalofrío y, a tientas, busqué la mano de Erika; era eso, o temblar como un flan durante un terremoto de magnitud 5. Ailec hizo lo mismo conmigo; la pobre estaba a punto de echarse a llorar, y se mordía el labio para no ceder a las lágrimas.
Haritz llegó al centro del escenario como si éste le perteneciera. Realizó una reverencia ante Bake, y acercó su mano al fragmento como el resto de los agraciados por el azar. Sin embargo, se detuvo a medio camino y se giró hacia el público.
—Temo confesaros que no puedo aceptar este inmenso honor.
Casi todos los presentes contuvieron la respiración. Nosotras tres, no; nos limitamos a compartir una mirada de las que comunican sin hablar. Estaba tramando algo. No sabíamos qué, pero no había intención inocente tras esas palabras. Cuando sus ojos verdes atravesaron las gradas para mirar nuestras manos enlazadas con la soberbia propia de quien ya ha ganado, solo confirmó ese conocimiento.
—Como todo el mundo sabe —continuó, recuperando la compostura, aunque sin perder ese brillo petulante en los ojos—, participé en la última batalla para decidir el futuro del multiverso. Yo estaba en el bando perdedor, por lo que se ve. Sin embargo, soy incapaz de verlo así; mi corazón siempre recordará con añoranza tiempos mejores en los que los nuestros tenían el poder. Por tanto, temo no poder ser neutral y sucumbir al más mínimo soborno que me prometa retornar a la grandeza de aquellos siglos.
Las tres suspiramos al unísono; se le notaba sobreactuado y, a pesar de ello, todos estábamos atentos a lo que decía. Dudaba que alguien se creyese que la preocupación sobre su capacidad de ser neutral era el motor de la pantomima, así como dudaba que buscase convencer a nadie; Haritz estaba montando un espectáculo y, para mi frustración, a ese estúpido árbol se le daba bastante bien llamar la atención.
—Por eso, propongo que alguien verdaderamente neutral tome mi lugar en la lista y, por tanto, reciba esta grandiosa responsabilidad. ¿Qué le parece, buru Bake?
La silueta líquida se mantuvo en silencio un eterno momento; observó a sus compañeros del consejo, en busca de sus opiniones al respecto. Supuse que aquella petición sería una irregularidad, lo que me puso más nerviosa. Después, con voz resignada, accedió.
—Sea pues como usted dice. ¿A quién tenía en mente, Haritz Urkia?
Entonces, lo entendí. De repente, sus intenciones me fueron cristalinas, casi como si sus pensamientos siguieran enredados con los míos. Comprendí de pronto lo que se escondía tras esa sonrisa triunfal y, en aquel momento, no supe cómo interpretarlo.
—Celia Etxeberria —proclamó alto y claro. Por inercia, me levanté, y él aprovechó para señalarme—. ¿Quién más neutral en el conflicto que alguien cuya especie no aparece en ninguna cara de la moneda? Además, esta solución es suya; merece este honor más que nadie aquí.
¿Debía entristecerme? ¿Alegrarme? Sabía la reacción que él esperaba, pero no sabía cuál me correspondía en realidad.
Algunos aplaudieron. Otros abuchearon. Escuché de todo mientras descendía aquellas gradas, aparentando más entereza que la que sentía (en realidad, estaba a punto de vomitar). Oí a varios de sus aliados cuchichear sobre lo desacertada que les parecía esta decisión, cuando podrían haber partido con la mitad del trabajo hecho para una nueva revolución. Y estaría de acuerdo, si esta fuera una elección basada en la política.
Sin embargo, Haritz no era un político, ni un estratega. Aunque podía llegar a convertirse en uno, todavía le quedaba mucho camino por recorrer. No, Haritz Urkia era un niño, aquel crío que no había crecido en doscientos años, y se comportaba como tal.
Aquello era una rabieta, una venganza infantil de las que hacen gala los niños mimados cuando les das 36 caramelos en vez de 37. Iba dirigida a mí porque, según él, era su "elegida" la que había salido rana; en su cabeza, si yo le hubiese seguido el juego, él seguiría gozando de sus privilegios. Lo que hubiera pasado en realidad daba igual, la culpa era mía e iba a pagar el precio.
Esto era, supuestamente, lo mejor que se le había ocurrido. Atarme a la magia. Imposibilitarme volver a mi vida normal. Impedir que me desligue.
Y, a decir verdad, antes hubiera dado en el clavo; esa primera Celia que conoció se hubiera horrorizado ante la perspectiva de no poder volver a su vida anterior, a aquella soledad apacible que podía controlar. Esa Celia se creía muy mayor, pero todavía era una chiquilla a la que le asustaba la idea de estar inmersa en lo desconocido. Si esa realidad extraña contradecía a lo que creía saber, le aterraba más todavía.
Sí, esa Celia se hubiese desmoronado tal y como Haritz quería. Por suerte, la gente cambia. Aprende. Crece. Y yo no he sido menos.
Sinceramente, casi me alivió tener una excusa para quedarme. Podía ser que todavía no comprendiera del todo el funcionamiento de este multiverso de leyendas y hechizos, pero quería seguir aprendiendo. Quería seguir conociendo. Quería seguir creciendo junto a aquellas que, gracias a este mágico contexto, se habían ganado o habían reclamado el título de "amiga". Esta aventura no podía acabar tan pronto.
La magia me había hecho más feliz por muchos motivos, y no quería renunciar a ella. La alegría que sentía al charlar con Ailec y Erika valía mil veces más que todas las tardes tranquilas, normales y solitarias que me había perdido por el camino.
Al terminar de bajar las escaleras, mi fingida firmeza no escondía nervios y miedos. Bueno, tal vez sí, pero en menor proporción. Bajo la carcasa de serenidad, ahora bullían emoción y agradecimiento. No a Haritz, por supuesto, sino al azar, por permitirme seguir aquí a través de él.
Hablando de Haritz, seguía sonriendo con esa misma soberbia cuando pisé el escenario; sin embargo, su sonrisa fue disminuyendo a medida que él fue distinguiendo la mía, y desapareció por completo cuando pasé por su lado sin dirigirle una mirada de odio ni por medio segundo. Fue bastante satisfactorio notar su fastidio al no lograr perjudicarme.
Recogí mi parte de la moneda sin más ceremonia. No hacía falta; nadie esperaba de mí un discurso y yo no sabía darlos. No obstante, no fui capaz de marcharme sin dar yo también un mínimo de espectáculo. En mi defensa, no fue aposta; al tocar el fragmento, sentí un cosquilleo y, en una explosión de luz, mis alas volvieron a estar a mi espalda.
A su lugar. A dónde les correspondía.
¿Cómo había podido pensar que eran imaginarias, cuando el cariño, el apoyo y la alegría que había sentido a través de su aparición habían sido tan reales?
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