31. Con mis palabras
31. Con mis palabras
«Aquí abajo, se supo enseguida que habías triunfado. No sabría señalar qué fue, pero había algo que se percibía distinto al segundo anterior; una nueva libertad, un aire menos pesado. Nunca te agradeceremos lo suficiente lo que hiciste, aunque algunos se resistan a admitirlo»
Lo anterior podría haber sido el final. Podrían haberme encontrado muerta en aquel balcón, drenada por la magia que había cambiado al mundo. Erika podría haber tomado mis apuntes y un par de testimonios, y haber redactado una historia mucho mejor escrita que ésta. Podría haberte estado engañando, haciéndote creer que tenía un final feliz.
Sin embargo, esa hipótesis tiene una pega enorme. Veréis, Erika nunca escribiría esto en primera persona del pasado; según ella, que sabe más de literatura que yo, un narrador así no puede narrar su propia muerte, a menos que haya un motivo (que escribe su fantasma, por ejemplo).
Ya lo he dicho varias veces, pero reitero: para bien o para mal, todas estas palabras son mías. Y eso significa que, en algún momento, desperté.
Entonces, me constó un poco ubicarme. Tal vez porque había demasiada luz para el día nublado que recordaba estar viviendo. O quizá porque no reconocía las molduras del techo al que estaba mirando. A lo mejor era el sofá en el que estaba tumbada, de una tela verde que no casaba con ningún salón de mis recuerdos.
Mi cerebro estaba embotado y me era imposible asociar nada de lo que veía con la base de datos de lugares que residía en mi memoria. Cerré los ojos y me puse a contar de cabeza, deseosa de que mis neuronas se desenredasen o alguien entrase y me dijera que había pasado.
Lo segundo pasó antes; cuando iba por el número doscientos sesenta y seis, un rostro conocido abrió la puerta.
—¡Oh, ya estás despierta! —exclamó—. ¿Qué tal te encuentras? ¿Puedes andar? ¿De qué piso son las llaves que he encontrado en tu bolsillo? —Todavía tenía los labios pegados, pero mi mirada bastó para que añadiera una explicación—. A ver, sé que no estás en tu mejor estado, pero tengo que sacarte de aquí más pronto que tarde o me voy a ahogar en preguntas; si no te tienes en pie, tendré que saber hacia dónde llevarte.
—Devuélveme las llaves, soy perfectamente capaz de andar por mí misma —bufé, y me impulsé fuera del sofá. Durante unos gloriosos segundos en los que mi cuerpo me sostuvo, le dediqué una sonrisa de superioridad a la chica; después, caí de culo de vuelta al sofá y la que se rio fue ella.
—Ya veo, ya... —murmuró; acto seguido, se sentó a mi lado—. Venga, sujétate a mi cuello, piltrafilla, a ver si entre ambas logramos avanzar.
Iba a quejarme, porque llamarme piltrafilla no era muy cortés que digamos, pero vi mi reflejo en el televisor y me lo pensé mejor. Sí que tenía mal aspecto. A simple vista, distinguía unos ojos inyectados en sangre, una venda rodeando mi cráneo y varios surcos atravesando mis brazos; miedo me daba ponerme a inspeccionar más de cerca.
También distinguí algo que ya preveía: mis alas volvían a titilar. Suspiré, resignada; mi tiempo con la magia y sus ventajas se había terminado ahora que ya no tenía la moneda entre mis dedos. Me apenaba un tanto, pero era el precio a pagar.
—Oye, ¿y mi moneda? —pregunté, percatándome súbitamente de que no la localizaba, mientras mi vecina intentaba levantarme. No pensaba volver a conectarme a ella, pero temía por la durabilidad del nuevo desorden universal.
Ella se rindió y cambió de táctica; se levantó y tiró de mí hasta que también me hubiese incorporado, para luego pasar mi brazo por su cuello.
—¿Te refieres al disco de magia pura que lanzaste? —asentí—. Está en mi bolsillo, envuelto en pañuelos, con tus llaves. Te devolveré ambas cuando estés en tu casa. Seguro que ya sabes lo peligroso que es ese cacharro y podrás guardarlo mejor que yo, pero ahora mismo estás de resaca por subidón mágico y no creo conveniente que tome contacto con tu organismo.
Tenía sentido, pero no lo admití; bastante me estaba costando andar como para encima apartar energías en busca de palabras con las que darle la razón. Poco a poco, llegamos a la puerta del vestíbulo; al abrirla, la persona que estaba a punto de tocar el timbre casi nos tira al suelo.
—Perdone, me he emocionado —se disculpó Erika cuando hubo recuperado la compostura. Me dirigió una mirada de "luego hablamos" y se centró en mi acompañante—. Verá, soy amiga de esta chica y, cuando sus padres me han llamado para decirme que se ha escapado me he preocupado muchísimo. No está pasando por su mejor momento, ¿sabe? Temía que pudiera quitarse la vida si no la encontrábamos rápido. ¡Ay, Celia, menos mal que está bien y entera!
La cara de mi vecina era un cuadro. Cuando Erika terminó su monólogo (que me había sonado extrañamente convincente, a pesar de saber que no era real), suspiró y llevó la mano libre a su frente.
—¿Podéis los aztis dejar de intentar hipnotizarme? —gruñó—. ¡Ya es la undécima vez! Deberíais actualizar vuestras bases de datos.
—Aztierdi —corrigió Erika, estupefacta—. ¿Eres una begirale?
—Una que quiere negociar los derechos de distribución de esta historia, para ser exactos —cambió la expresión de hastío por una sonrisa—. ¿Puedes echarme un cable? Tu amiga pesa mucho.
Entre las tres, llegamos a mi casa; en el rellano, nos esperaban Ailec, etus y neiro.
—Me reafirmo en lo anterior —murmuró la chica en mi oreja—. Si alguna vez cuentas esta historia, tengo un público dispuesto a escucharla.
Dicho aquello, me devolvió las llaves y la moneda de Zori, aún envuelta en papeles, y desapareció por donde había venido.
Con ayuda de todos, llegué hasta mi cuarto y me tendí en la cama. Erika aprovechó para inspeccionarme de arriba abajo, curando todo lo que podía. La presión de sus dedos sobre mi piel me desconcentraba, y no fue hasta que empezó las pruebas oculares que pude formular la pregunta que rondaba por mi cabeza como una mosca desorientada.
—¿Qué hacemos ahora? Con la moneda, me refiero.
Nadie supo responderme. Normal; un sencillo lanzamiento de esa moneda, y todo lo que habíamos hecho sería borrado. Decidir su destino era una responsabilidad enorme, y nadie pensaba tener la propuesta indicada para asumirla.
Tampoco es que tuviéramos mucho tiempo para pensarlo; es difícil ignorar al pergamino flotante que apareció en pleno centro de mi cuarto y cayó en manos de Ailec. Al segundo, el evento se repitió, acabando esta vez en las manos de Erika. En una tercera ocasión, la carta me llegó a mí.
Estimada persona,
Ezezagun Kontseilua le convoca para que asista a la siguiente reunión, planeada para dentro de tres egun terrestres. La ubicación de dicha reunión está señalada en el mapa adjuntado a la misiva. Se le ruega asistencia.
Atentamente,
Bake, Ezezagun Kontseiluaren burua.
P.D.: Para usted en específico, también se le ruega que traiga la moneda de Zori. Será el tema central de discusión.
No era la respuesta que esperaba. Tenía mis dudas sobre dejar aquella decisión en manos de un consejo mágico; casi sentí la tentación de huir y encontrar otra salida. Visto nuestro historial, las soluciones creativas no se nos daban del todo mal. Sin embargo, la carta pareció leer mis intenciones, porque se enroscó en mi muñeca y comenzó a cortarme la circulación; en cuestión de segundos, mis dedos estaban dolorosamente morados.
—¡Vale, vale, iré! —chillé. Para el resto, solo fue un aullido de dolor, pero el papel pareció entenderme y aflojó su agarre. Lo suficiente para que la sangre volviera a mi mano, pero no lo bastante como para permitirme olvidar que, en el fondo, no tenía alternativa.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro