3. Rarezas a ritmo de función exponencial
3. Rarezas a ritmo de función exponencial
«Madre mía... Ahora entiendo por qué estabas tan alterada. Celia, no sé qué decirte. Se supone que, dentro de unos parámetros, las charlas internas son normales; sin embargo, dudo mucho que esto entre dentro de... ¿A qué viene esa risa? ¿Cómo que las rarezas apenas han comenzado? Chica, me estás asustando»
Anhelaba tranquilidad. Silencio. Poder trazar gráficos de funciones en paz. Solo deseaba eso. ¿Acaso era tanto pedir?
Desde fuera, no parecía un objetivo tan inalcanzable. Es decir, mi padre trabajaba en el turno de tarde. Nerea estaba en la academia de inglés. Mi madre se había marchado hacía poco, tras su habitual interrogatorio durante la hora de la comida. Tenía el móvil en modo avión. Las nubes y la lluvia incipiente al otro lado de la ventana borraban cualquier ansia de aire libre de mis venas. Aquella se retrataba como una tarde de estudio corriente y moliente.
Ojalá. La realidad distaba mucho de ser tan idílica.
"Celia", escuché la enésima llamada de atención, "me aburro. ¿No podías hacer esto después? Ya sabes, cuando hayas cumplido tu deber al liberarme y nuestros caminos se hayan separado".
Apreté los dientes y el lápiz. La voz, que durante el viaje se había autodenominado Haritz Urkia, llevaba insistiendo dos horas y media, contando el eterno trayecto en autobús. No había callado ni un solo segundo; si no formara parte de mis pensamientos, haría rato que se habría quedado afónico (lo que hubiese preferido; qué hartera de chico).
Por supuesto, no creía que fuera otra cosa más que una invención no autorizada de mi propio cerebro. Ya me conoces, yo me considero (o consideraba) una persona muy racional; siempre he recelado de milagros y hechizos comerciales, le he buscado la lógica hasta a las matrículas de los coches y nunca me ha agradado la magia, incluso en la ficción. Por ende, era un hecho que no me iba a creer de buenas primeras su historia fantasiosa; era más probable que fuera una alucinación, una que, ilusa de mí, creía poder mantener bajo control.
¿Y esa cara? Ah, claro, antes me he saltado su relato. Perdón, no quería narrar palabra por palabra su perorata de una hora; bastante se va a alargar esta consulta de por sí. En resumidas cuentas, Haritz clamaba ser de una especie desconocida para el ser humano (aunque él uso los términos "ezezagun" y "gizaki"), que protegía no-sé-qué moneda de manos ajenas. Una de esas manos ajenas, a la que se refirió con multitud de insultos e improperios, trató de robar el fragmento que protegía su familia. Una persecución y un disparo después, Haritz acabó convertido en árbol. Y, por un proceso centenario de animales, mitos andantes y humanos cuyos nombres no recuerdo, la reliquia estaba en mis manos y mi destino era devolvérsela para que don Pinocho en proceso volviese a ser un niño de verdad.
Ya, muy creíble, ¿cierto? Ya te dije que una alucinación auditiva era más probable.
Sin embargo, por extraño que resultase, el niño-árbol ilusorio no era mi única distracción de aquella tarde de miércoles; aunque menor, la molestia que causaba el dolor de mi espalda no era nada desdeñable. Y es que, a lo largo de aquel día, los calambres generales a lo largo de la médula espinal habían cesado para darle paso a una punzada mucho más localizada, como sí una avispa se hubiera quedado atrapada en mi jersey y se ensañara con el centro de mi espalda, en busca de crear un túnel a base de aguijonazos.
La imagen mental me dio un escalofrío; les tenía pánico a las abejas. Y, por extensión, a las avispas.
Eso aparte, estaba claro que mi concentración se había topado con dos serios obstáculos. Obstáculos que, para la desgracia de los ejercicios opcionales de Matemática, no parecía ser capaz de superar.
Suspiré, resignada. Aquella parecía una tarde insalvable a nivel académico. Frustrante, lo sé, pero era mejor admitirlo antes de perder horas y horas en un oficio sin futuro. Habría otras maneras de aprovechar aquel tiempo, lejos de cuadernos y apuntes. De hecho, mi mente ya había formulado el plan perfecto.
Saqué la bolsa de deportes del armario empotrado y sonreí. Allí, junto a mi tarjeta de socia del polideportivo y el neceser, se encontraba todo mi set de natación: bañador, gorro, gafas de buceo y chanclas. Introduje una toalla y mi peine e intercambié el bañador por ropa interior; ya está, materiales listos, faltaba yo.
"¿Me estás tomando el pelo, mujer? ¡Estás retrasando lo inevitable! ¡Y eso podría costarte la vida!", gritó Haritz mientras me desvestía. Jainkoarren (1), si mi mente tuviera botón de silencio, haría rato que lo habría pulsado; ese chico era un auténtico pesado.
(Hazme un favor y pasa por alto que hablo de él como si fuera una identidad completamente aparte; es que no encuentro una manera correcta de expresar su existencia como parte de mis pensamientos)
Como paso lógico antes de subir los tirantes del traje de baño, desabroché el sujetador; como consecuencia, las punzadas cesaron. Reí. ¿Solo era un enganche en mal estado? Menos mal, ya estaba sopesando teorías más paranoicas. Había resultado ser un problema de lo más común.
Como si las cosas pudieran ser tan simples...
Una explosión sin sonido iluminó la habitación. Un rayo, si hubiese sucedido en el exterior. En el interior, no tenía sentido alguno. Tan poco sentido como lo que percibieron mis ojos al acostumbrarse de nuevo a la luz disponible.
—Esto tiene que ser una broma... —musité, cual acto reflejo.
Un par de alas luminosas se habían desplegado tras mi torso semidesnudo. Alas. Así, tal cual. Unas alas redondeadas, de bordes difusos y colores pastel. Unas alas sacadas de un cuento o de una de las novelas que poblaban la estantería de Nerea.
"¿Un hada?", vocalizó Haritz, extrañado. "No, no cuadra; tú tienes nariz, y no parece postiza. Y tampoco las has invocado, ni hay tatuajes a la vista; ni maga ni azti, por lo que parece. ¿Alguna sugerencia, Celia? Digo, tú conocerás mejor que yo tu árbol genealógico, apenas he tenido tiempo de escarbar en tus recuerdos. Eooo, ¿Celia?".
No hubo contestación; mi mente no estaba escuchando. Se encontraba muy lejos de allí, sumergida en una neblina que bloqueaba toda orden. No podía moverme. No podía respirar. No podía apartar los ojos de mi reflejo.
O lo que creía que era mi reflejo. Porque, de aquel instante en adelante, ya no me podría fiar de mis ojos para discernir la realidad de la ficción.
.0.0.
(1) Por Dios, euskera.
Ya, ya lo sé, voy tarde... entre que en agosto he estado organizándome de una manera que ya no sirve y que he tenido que reescribir el capítulo porque estaba MUY MAL (en serio, no queréis leer eso), se me ha hecho domingo por la noche. Para la semana que viene me organizaré mejor, espero.
Bueno, parece que las piezas del prólogo van apareciendo. Pobre Celia, su mente cuadriculada está cortocircuitando (admito que, dicho así, me hace gracia).
También colé un par de referencias por ahí, porque los que me conocen saben que soy así.
Vale, ya me estoy alargando mucho; no quiero que se me haga lunes, eso sería tardar demasiado (bueno, ya estoy tardando demasiado, pero se entiende). ¡Hasta otra! ¡Os leo en los comentarios!
Mireia
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