25. Las dudas del segundero
25. Las dudas del segundero
«Pero, pero... ¿por qué? ¿A qué vino esa súbita traición? ¡Me robaste y me humillaste! ¡Eres una vil suge rastrera, eso es lo que eres! ¡Y no me cambies de tema! Que ahora no voy a ser yo el culpable de no verlo venir...»
Había vuelto a mi casa. Me había resultado más fácil de lo que había previsto, a sabiendas de cómo la situación se había ido descontrolando. Cómo se había ido nublando mientras caminaba entre las cuestas y escaleras, cual reflejo de las aguas revueltas en tierra firme.
Aunque quizá había algún motivo para que los problemas me ignorasen. No lo supe en su momento, no le presté demasiada atención a lo que ya no estaba ahí; mi prioridad era ponerme a salvo, darme tiempo para rumiar y actuar en consecuencia.
Sin embargo, en ese instante, frente al espejo, era incapaz de ignorarlo. Las alas que titilaban. La magia que nunca debió recorrerme abandonando mi organismo. El cansancio de todos los pasos que había dado por mi cuenta.
Aunque el fragmento de moneda tocaba la piel de mis palmas, nunca habíamos estado más separados. Y ni apretándolo con más fuerza contra las yemas de mis dedos lograba restablecer la conexión.
Suspiré en el piso vacío y anduve hasta la cocina. Nunca el pasillo se me había antojado más largo, ni mis pisadas habían reverberado tanto. O quizá no era eso, a lo mejor siempre habían sido así de largos, así de ruidosos; a lo mejor era cosa mía, que me había desacostumbrado al silencio. Que me faltaba aquella voz que rompía cualquier clase de tranquilidad. Había olvidado cómo sonaban mis pensamientos sin comentarios intercalados. Ahora mi mente era solo mía, lo que me provocaba terror y alegría.
Era libre y estaba sola. Ambas afirmaciones parecían retroalimentarse mutuamente.
Miré al reloj, a la espera de que un factor externo rompiese la quietud. Las dos y cinco. Nerea estaría al caer. Mi madre, igual o más cerca; ni siquiera sabía por qué no estaba en casa todavía. Quizá la tenían retenida en alguna parte, quizá alguno de los dos bandos quería chantajearme con su vida en juego...
No. Me obligué a mi misma a negar esa posibilidad. Mi madre era un ser humano corriente y moliente, como el resto de mi familia, como yo lo había sido; ella no se estaría enterando de nada, porque los humanos no debían enterarse de nada. Yo no debía haberme enterado de nada; si acaso, tendrían que matarme, no chantajearme. Mi familia de sangre estaba a salvo.
Erika era otro cantar.
No había vuelto al río a ayudarla; eso habría implicado seguir la trayectoria de Haritz, y no quería darle oportunidades de ver que le faltaban posesiones. Muy lógico, sí, pero también cobarde hasta decir basta. En ese momento, esa cobardía me mordía los tobillos en forma de arrepentimiento, esperando que perdiese el equilibrio y me derrumbase. No me parecía tan mala opción, la verdad.
El segundero seguía girando entre los números romanos. El tiempo pasaba y aún no oía ni llaves ni timbres. La más leve de las lluvias repiqueteaba contra la ventana, recordándome que fuera el mundo estaba armando escándalo.
No fui capaz de llorar. Tantas veces lo había deseado aquellos días, meses, y cuando tuve ocasión no logré derramar ni una lágrima. Me dolieron los párpados, pero nada. Solo me sentí un ser miserable y seco.
Y entonces noté la calidez. La luz tras la cortina castaña que cubría mi rostro. El pelaje restregándose contra mis mallas. Casi se me vuelcan las comisuras de los labios al percibir a etus y neiro tan cerca de mí; me atreví a pensar que quizá no estaba tan sola como podría haber estado. Después de todo, aún sabía que ellos estaban ahí, todavía los percibía; podrían haberme quitado eso.
—Gracias —susurré. Vi a una bola flamígera dando piruetas sobre el trapo más cercano mientras un cervatillo comprimido desviaba la mirada de forma demasiado notable. Reí; antes, uno me asustaba y el otro quería asesinarme.
Ahora, las maneras de hacerme tropezar y despeñarme tenían más pinta de abrazo.
Decidí que, si quería que el tiempo pasase, debía ponerme en marcha yo. Así que, visto que no había comida preparada ni yo sabía preparar mucho, cogí la primera variedad de pasta que encontré y separé lo que vi oportuno para preparar cuatro raciones (a lo mejor me pasé, pero bueno... había posibilidad de que llegase una quinta persona). Podría decir que fue un éxito, pero tenía a un ser de fuego controlando que no quemara nada y recibía una embestida por cada ingrediente que se me olvidaba meter a la cazuela; realmente, habría sido muy difícil que fuese mal.
Mi madre y Nerea llegaron casi a la vez, y bastante tarde. Quizá me habían comentado la charla con el tutor de mi hermana, pero yo no la recordaba. Igual que no recordaba el tupper de alubias que había en la nevera. Ups. Bueno, ¿qué se le iba a hacer? Ya se lo comería el aita.
Erika llamó entonces, cuando servíamos la comida. Tenía las prendas rajadas y su gorra había volado a alguna parte; alguna herida superficial y mucho barro, pero ninguna urgencia médica. Quería preguntar, pero supe con una mirada suya que no era el momento; con otra mirada, cortó de raíz cualquier duda que pudiera haber recorrido la mente de las demás personas del piso. Por supuesto, esa hipnosis también le valió una invitación a comer.
De todas formas, aunque suene absurdo, busqué su mano bajo la mesa durante la comida. Necesitaba saber que había vuelto de verdad, que era real y no se iba a disolver en el aire. El calor que sentí al rozarla fue la única confirmación que de verdad me tranquilizó.
Después de recoger los platos, corrimos a encerrarnos en mi cuarto. No tuve ni que esforzarme para oír la carcajada burlona de mi hermana. Se estaba montando películas solita; no obstante, sus guiones eran románticos, mientras que nosotras estábamos inmersas en un filme fantástico. No, no tenía ni idea de nuestra verdadera trama.
—¿Y bien? —murmuró nada más estar en un espacio seguro. Se había tumbado en la colcha, y se le notaba exhausta en comparación a su fachada anterior; amenazaba con dormirse de un momento a otro. Eso le daba rabia y se notaba; había una historia interesante que descubrir y quería escucharla cuanto antes.
Quise darle ese premio, aunque no fuera el más interesante del mundo. Resumí todo lo que se había perdido, incluyendo esas conversaciones mentales de las que no se había enterado. Después, dejé que durmiera un cuarto de hora antes de interrogarla y contarle qué había pensado hacer; merecía un tiempo para recuperarse. Después de todo, lo que le iba a pedir precisaba de una mente descansada.
—¿Qué vas a invocar a tu sombra? —soltó; una dosis menor de incredulidad me habría venido mejor—. ¿Pero eso se puede hacer?
—Eso iba a preguntarte —confesé—. Necesito escuchar la otra parte de la historia, y creo que ella sabrá contármela sin tratar de asesinarme mientras lo hace. Ya me ha salvado la vida alguna vez, después de todo.
—¡Porque su existencia está ligada la tuya! —razonó, moviendo mucho los brazos—. Al menos hasta que se libere de todo lo que la ata a ti. Empresa en la que, por si no te das cuenta, la ayudarías si la invocaras.
—Entonces, sabes cómo hacerlo —repuse; Erika supo que la había oído, pero que me había quedado con la información que me interesaba. Hizo un puchero—. Venga, tienes tantas ganas de saber como yo...
Una media sonrisa asomó de sus labios; sus mejillas se desinflaron como un globo pinchado. Supe que había ganado antes de que lo pronunciase.
—Eso sí, no me hago responsable de ninguna clase de efecto secundario sobre la casa, tu familia o sobre ti misma.
Yo acepté, claro; sabía que no pedía un ritual inocuo (ni creo que existan; uno no complica el acceso a cierta magia si tiene fama de segura).
Erika hechizó la puerta, para que así nadie (y con "nadie" me refiero a mi madre) la abriese por un motivo a otro; la humedad era una nimiedad comparada con la perspectiva de aquel peligro. Al menos el componente paranormal la disuadiría sin darse cuenta. Hecho esto, abrió una aplicación en el móvil y se puso a cotillear.
—La última vez que miré, habían notificado que la sección de rituales convocatorios había sido digitalizada al completo con éxito —explicó mientras navegaba por lo que parecía un catálogo de biblioteca en interfaz morada—. La gente se quejó, claro; hay libros de texto mucho más básicos que todavía no están disponibles en la red ICICI. Cuando tuve que pagar treinta dirus por mi ejemplar de Lurra también me enfadé, faltaría más; ahora, no obstante, casi que agradezco las prioridades de la dueña.
Aunque abrí la boca para preguntar, decidí mantenerme callada; Erika estaba en su derecho de confundirme un poco. Apenas sabía nada del multiverso mágico, después de todo. Además, la había excluido de la comprensión durante demasiadas charlas mentales; me merecía quedarme en la inopia un rato. Esperé a que encontrara lo que buscaba.
No tardó mucho en hacerlo; en un rato, estaba proyectando las páginas para que tanto ella como yo las leyéramos. La verdad, no daba tanto mal rollo como me había imaginado; Erika me había hecho ver películas más escalofriantes.
—Necesitamos más espacio —marqué como único inconveniente; la narración pedía dibujar un círculo (tópico entre los tópicos), y no había sitio en mi cuarto para ello. ¿No podrían haber pedido una cabra? El vecino no tendría que darse cuenta de que había desaparecido.
Pero no; lo que nos faltaba era espacio. Y, por más muebles que moviéramos, ese espacio no iba a surgir de la nada.
Me senté en la cama, ahora en diagonal, ya que no podíamos girarla del todo; toda mi determinación se había ido al garete en un par de intentos frustrados de redecoración. Erika, por su parte, se apoyó contra el marco de la puerta. Un segundo, el tiempo suficiente para accionar "sin querer" el interruptor más cercano (en realidad, nunca aclaró del todo si fue accidental). Las lámparas del techo proyectaron mi silueta en la pared y ella soltó un gritito emocionado que, aunque ella lo negase, me sonó a "lo sabía".
—¿Qué? —una parte de mí no quería hacerse esperanzas; ya había jugado suficiente con mi propia fe. Aun así, dado que Erika no respondía, levanté la cabeza. Mi sombra cabía entera entre la ventana y el chifonier. El metro sesenta de diámetro que necesitábamos.
Bueno, casi.
Iba a mencionar los obvios agujeros en mis alas, aquellos que no se regeneraban por más que me agujerease la piel con aquel antiguo trozo de metal. Por suerte para mí, Erika era observadora; casi me tropecé con el taburete que invocó. Su altura era suficiente para evitar el zócalo, y su asiento trasparente evitaba que mi sombra se fundiera con él.
La miré, y me sonrió de vuelta. Nunca le agradeceré lo suficiente que sepa leerme la mente de esa manera, que conozca las palabras que tengo atascadas en la garganta y acierte a la hora de decidir si obligarme a pronunciarlas. No me la merecía; no obstante, agradecía que el destino no hubiese tenido en cuenta ese criterio.
—D'accord... ¿Nos ponemos manos a la obra?
Bueno... ¿recordáis esas prácticas que mencioné? Pues la gente de mi alrededor es testigo de que sí, casi acaban conmigo. Al menos ya han acabado [mira las de Física de la semana que viene y las de Bio de abril y le da un escalofrío].
No tengo mucho que decir, salvo que sí que hay un vecino con cabra en el edificio y que espero que disfrutéis de esta tercera y última parte de Alas Imaginarias.
Os leo en los comentarios,
Mireia
P.D.: Como Haritz siga en ese plan, Celia le quita el micrófono.
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