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24. El rostro del árbol

24. El rostro del árbol

«Admito que no sé cuál hubiera sido mi decisión si hubiera estado en tu lugar, con los mismos datos y las mismas ataduras. Quizá habría hecho lo mismo, por algo estuve ayudándote durante el trayecto. Aunque lo de "ser neutral" no lo veo; si no te posicionas, estarás dando vía libre al opresor. ¿Que cuál es de los dos? Buena pregunta...»

Cuando me explicó qué tenía que hacer una vez llegados a ese punto (durante la semana de entrenamiento), casi me eché a reír. También sentí el impulso de darme de cabezazos contra la pared más cercana. Cualquiera de las reacciones habría resultado igualmente válida, vistas las instrucciones.

Encajar la lágrima en la hendidura correcta. Nada más. Devolver el dije al punto en el que abandonó el tronco, cerrando el ciclo. Sonaba fácil. Insultantemente fácil, en realidad. ¿Acaso llegar hasta allá era tan complicado? ¿Acaso ninguno de los anteriores elegidos hizo el más mínimo esfuerzo? Aunque estaba claro que el poder de persuasión de Haritz era más que deficiente, había supuesto que era menos inútil.

Desde el presente, quizá debí haberme mordido la lengua mental. Incluso con los poderes del fragmento de Zori de mi parte, había logrado gafarla; tres vueltas al árbol después, no había logrado encajar la pieza en ningún lado. Era frustrante: o demasiado alargadas, o demasiado anchas, o demasiado finas. Si alguna vez hubo alguna hendidura candidata, la corteza se había encargado de taparla.

Jugueteé con el colgante, nerviosa; estaba perdiendo el tiempo, algo se me escapaba. Miré la lágrima ambarina, a través de ella; la pieza de metal, fina como una aguja y de arco diferencial, se burlaba de mi ineptitud para resolver su acertijo. Igual que yo me había burlado, porque quien ríe el último ríe mejor. A falta de ideas mejores, la fulminé con la mirada.

Cuando escuché el grito, pensé que había desbloqueado un poder por accidente. Luego caí en que el tono cuadraba más con la sorpresa que con el dolor y que, de hecho, yo reconocía esa voz. Miré a mis pies; ahí, pese a copiar mis movimientos, mi sombra parecía querer hacerse más pequeña, ocultarse.

—¿Qué? —le pregunté, todo lo autoritaria que pude; intenté disimular mi expectación—. ¿Has visto algo?

"He metido la pata...", musitó ella; mi figura titilaba, como si el ser a cargo de la proyección temblara. Tenía miedo, eso saltaba a la vista. ¿Qué clase de castigo podrían darle por un desliz así?

Suspiré. No iba a revelar sus hallazgos, pero al menos me había dado una pista. Miré a través del ámbar y luego volví la vista a la corteza. Noté la diferencia enseguida y sonreí; pues claro, una ilusión, un patrón distinto superpuesto. Ese debía ser también el motivo por el que el árbol se veía tan joven.

Solo necesité una vuelta más para encontrar la hendidura; después de todo, cualquier adivinanza es sencilla con las pistas a mano. No perdí el tiempo y, aunque sin el filtro anaranjado no la veía, tanteé alrededor del punto aproximado hasta que la pieza se hundió en la imagen y encajó.

Lo primero que se desvaneció fue la ilusión. El falso árbol joven de hojas verdes desapareció, para dejar a la vista de todos un enorme roble de raíces nudosas, tronco ancho y perenne otoño. Las hojas ocres saludaron al sol veraniego, mecidas por la brisa.

Solo que no soplaba el viento. Ante mis ojos, las ramas fueron replegándose hasta que las hojas, más peludas que en un principio, quedaron pegadas al tronco. Las dos más bajas descendieron aún más, doblando articulaciones que antes no existían; en sus extremos, cinco ramitas desprovistas de hojas se asemejaban cada vez más a dedos. A mis pies, la tierra se sacudió; las raíces habían deshecho su centenario recorrido para formar los pies de la persona que se levantaba en el centro de mi campo de visión, tras siglos recostada.

Llevaba un uniforme militar, agujereado a la altura del estómago; si alguien me preguntara, lo dataría en la primera guerra carlista (por conveniencia de fechas nada más). Era solo un poco más alto que yo, unos cinco centímetros, pero aparentaba unos cuantos años más; si no hubiera sabido de los doscientos años que se gasta, le habría echado veintipocos. Tenía el cabello rizado, pelirrojo, y ojos color avellana, con motitas verdes. Sus rasgos, surcados por cicatrices en forma de anillos de corteza, me resultaban muy familiares.

¿Que cuál fue mi reacción al verle por primera vez? Le lancé mi inhalador.

No voy a poner excusas: se lo merecía. Llevaba ganándose un golpe como aquel meses; los parecidos que le había sacado en el último momento fueron un mero catalizador para una reacción que habría tenido tarde o temprano.

Ya sabía que su sombra andaba suelta por el planeta, pero no que fuera esa. La persona ante mí era la copia a color del chico de Ondarreta. Desde luego, el multiverso mágico cabía en un pañuelo.

—¡Au! ¿A qué ha venido eso? —su voz, aunque acartonada por la rigidez que sus cuerdas vocales habían sufrido, resultaba perfectamente reconocible. Sus quejidos, también—. Ya sé que no soy Zuhaitz, pero esperaba un mínimo de respeto.

Lo ignoré unos segundos, lo que tardé en recuperar el broncodilatador, por el simple placer de poder pasar de él. Luego, una vez cumplido ese anhelo, me planté frente a él de brazos cruzados y sonreí de lado, anticipándome a lo que iba a pasar.

—Tengo una lista —amenacé—. Éste ha sido un aviso; como te quejes, recibirás todas las bofetadas que no te he dado por estar en mi mente. Créeme cuando te digo que tengo muchas ganas de dejar tus mejillas al rojo vivo y que esa boquita impertinente duela demasiado para abrirla.

No supe qué interpretó en mis palabras, qué clase de doble sentido del vió, porque sus mejillas enrojecieron solitas. No dijo nada y se puso a juguetear con una cinta verde, que llevaba a modo de pulsera. Súbitamente, se dio cuenta de que llevaba el fragmento en la mano y se apresuró a guardarlo en el bolsillo del pantalón.

—Bueno, supongo que aquí acaba todo —murmuré, un poco para mí, sin creer del todo mis propias palabras. ¿De verdad me iba a desligar de todo, después de todo? Ya había pasado el punto sin retorno, ¿de veras iba a retornar tras él?

—A menos que te unas a mí para asegurar la victoria completa al bando que lo merece por derecho, así es —tuve que contener una mueca. No. Lo único que tenía claro era que no me iba a posicionar solo por tener conocidos a un lado de conflicto. Tenía que ser objetiva, o no me lo perdonaría. La historia tras el conflicto aparentaba ser enorme, no iba a decantarme por un lado por algo tan trivial.

Con las manos tras la espalda, me pellizqué. ¿No se suponía que ya había tomado una decisión? Bajo coacción, porque mis pensamientos estaban siendo escuchados, pero se suponía que era firme en mi neutralidad. Iba a apartarme, como todos los humanos frente a conflictos mágicos. Mi presencia no iba a suponer una diferencia, así que, ¿para qué? Me obligaba a pensar eso, pero mis ideas estaban llenas de grietas, de dudas. De "¿y si...?".

Haritz dio un paso en dirección al río.

—Bueno, si decides apoyarme, ya sabes dónde encontrarme —ofreció. Supongo que creía, al margen de lo que mis pensamientos le habían mostrado, al final me iría con él. Que al mirarle a los ojos comprendería cuál era el único rumbo de acontecimientos y me uniría a su causa. Según él, no había otra manera.

Y así, viéndole marchar, comprendí lo que de verdad tenía que hacer.

Le abracé. Le abracé tan fuerte como pude. Él se tensó ante mi contacto, tan cercano de repente, y yo sonreí de lado. No levanté la cabeza, pero le oí burlarse.

—Vaya, como que alguien sí me va a echar de menos al fin y al cabo.

—¿Qué decirte? —Solté, apartándome un poco, manteniendo mis dedos en sus caderas—. Me he acostumbrado al zumbido constante de tus peroratas interminables. Ahora, ¿quién me va a sacar de quicio?

—Puedo seguir haciéndolo —propuso, con su oferta anterior demasiado patente.

Fingí no haberla notado. Me separé del todo y le sostuve la mirada.

—Solo si vuelves vivo.

—Te lo prometo —pronunció, y me besó la frente.

Como si tuviera derecho, como si mi abrazo le hubiera dado permiso.

Casi se me cae la pantomima, pero mantuve el tipo; la arcada se quedó en mi garganta y el estremecimiento de asco, en mis calcetines. Esperé a que se alejara lo suficiente para frotarme con fuerza entre las cejas, limpiando los rastros de esa presión fantasma y unos mililitros de baba.

Entonces sonreí. A la luz del inminente final del mediodía, observé el fragmento de moneda, sin ámbar que lo cubriese. Brilló, pero no me explicó si había hecho lo correcto o no. Si había salvado o condenado. Si el futuro se vislumbraba esperanzador o desastroso. Intenté que no me importara.

Había marcado la diferencia. Decisiva o no, acertada o no, eso lo sabría luego.

Celia no llevaba pañuelos encima. Lo he comprobado, dos veces. Y un golpe con el inhalador duele bastante más.

Aparte de eso, ¿qué os ha parecido? Espero haber estado a la altura de lo que ideé (yo no me decido entre si está bien o está fatal).

A partir de aquí, empieza la parte final. Quizá suba la frase y su correspondiente imagen el cumpleaños de Celia... si es que me acuerdo tras las prácticas.

Bueno, ¡os leo en los comentarios! ¡Y felicidades (por última vez de mi parte este año) a EnekoUriz!

Mireia

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