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23. Raíces bajo ruedas

23. Raíces bajo ruedas

«No me intentes hacer sentir culpable, que no lo vas a conseguir. Confiaba en tus habilidades, ¿es eso un delito? Te infravaloras demasiado; necesitas estos empujones, y en momentos críticos funcionan mejor»

Llorar es un alivio cuando estás sola en tu habitación. Llorar es un consuelo sobre el hombro de un amigo. Llorar es una liberación cuando el ambiente lo permite, cuando una cálida atmósfera propicia soltar los nudos de tu garganta, estómago y corazón.

En el campo de batalla en el que aquella área de Azkoitia se había convertido, en plena huída, mientras intentaba alcanzar la prisión de un chico arbóreo, llorar no era una opción. Lamentaba mi reciente soledad para mis adentros, anudando los lagrimales para que no me traicionasen. La saliva tenía un sabor amargo, y no lograba tragarla.

Quizá no debería estar tomándome tan a pecho el hecho de estar sola. Es decir, ¿no había esquivado todo contacto humano durante más de medio año? Debería estar acostumbrada.

Pues no.

Primero, porque aquello no era el colegio. Aquel era un escenario que no dominaba, uno que no sabía cómo manipular a mi favor. No podía escudarme en un boletín decente, ni esbozar sonrisas de compasión a los profesores cansados para ganarme su simpatía. No, nada de eso; allí, además de sola, estaba indefensa.

Segundo, llevaba lo suficiente con Erika para volver a apegarme a ella; la quemazón que había sentido al separarnos se comparaba con la que percibí cuando se mudó. En ambos casos, podía no volver a verla después de aquel instante.

No es que no confiara en Erika, era solo que no podía dejar de pensar en el peor de los finales. Ella moría. Yo moría. Las dos moríamos. Mi cerebro no lograba concebir una versión de la historia en la que las dos acabásemos vivas y felices. Era frustrante.

Sacudí la cabeza. No. Si pensar en el futuro no ayudaba, tenía que fijar mi mente en el presente; en los pasos que iba dando, en las rocas que iba sobrevolando. En las zapatillas mojadas y manchadas de sangre. No; en eso tampoco.

Sabía que faltaba poco para llegar al árbol de Haritz; si no recordaba mal (y no lo hacía, porque el muy pesado corregía los fragmentos poco fiables), se desplomó poco después de abandonar el río. A él le pareció una travesía mucho más larga, claro, pero ambos coincidíamos en que su percepción se distorsionó a causa del esfuerzo.

Me insté a caminar, a no pensar.

"¡Ya estamos! ¡Es aquí! ¡Ya estamos!", que te griten a la oreja ya es desagradable, pero ¿en tus propios pensamientos? Un nuevo nivel. Menuda manera de sacarme del ensimismamiento autoinducido, con la ilusión de un niño en el parque de atracciones. O en el aparcamiento del mismo.

Estuve a punto de sonreír hasta que me percaté de lo acertada que había estado comparando. Me hallaba en una explanada casi semicircular, de apenas 50 metros de diámetro, en su gran mayoría cubierta por el gris del asfalto. Había un par de coches estacionados entre las líneas blancas. En el centro relativo, como punto de giro, descansaba sus raíces un árbol.

No era la estampa que esperaba, sinceramente.

Porque aquello era un maldito aparcamiento. Porque ese arbusto con aires de roble no podía haber presenciado dos siglos de historia.

—¿Me estás tomando el pelo? —No logré mantener la pregunta solo en mi mente; mi lengua cobró vida propia y transformó mi angustia en sonidos—. Esto tiene que ser una broma. ¡Venga, ¿dónde está la verdadera cárcel?!

Haritz permaneció callado. Quise creer, por un segundo, que se había emocionado antes de tiempo, o que llevaba tantos años sin verse desde fuera que había fallado en reconocerse. Sin embargo, nada de eso ocurrió; realizó la versión mental de aclararse la garganta y habló: "Celia, no seas estúpida; estoy justo en frente".

Ahora sí, me reí. No fue una risa divertida, sino una carcajada de pura desesperación; a oídos de los demás, bien podría haber sonado a llanto. Aquello tenía que ser un mal sueño. Una pesadilla en la que nuestros esfuerzos resultaban ser todos en vano, en la que todo resultaba ser una invención mía, como en un tiempo sospeché.

No, no podía ser; ya había dejado atrás aquella fase, desandar mis progresos no era opción. Sabía que el peligro era real, que la pelea que se desarrollaba a unos metros de allí era real. Tenía que haber algo que se me estuviese escapando, un detalle en el que no reparaba, porque aquello no podía ser lo único falso de la historia.

Guiada por una corazonada, o por simple casualidad, mi vista descendió hacia el suelo; siendo más específica, hacia la tierra a la que el tronco se anclaba. El sol seguía en lo alto, y la copa trazaba una cúpula sin fisuras por encima de mi campo de visión. No obstante, había algo que no cuadraba en la imagen.

Tardé unos tres segundos en darme cuenta de que no había ni un atisbo de sombra bajo sus ramas. A pesar de que, en teoría, las hojas bloqueaban su acceso a la luz, el césped conservaba la paleta de colores que tendría en pleno prado. En comparación con las hierbas vecinas, las que se encontraban en aquel terreno resplandecían. Una vez lo noté, fui incapaz de ignorarlo; era demasiado obvio qué había ocurrido ahí.

"¿Por qué me da que me falta parte de la historia?", me burlé, esbozando una sonrisa pícara; no recordaba ni una alusión a su carencia de sombra, con todo lo que eso suponía.

"No me gusta rememorar motines... ni pérdidas", musitó; algo en su tono me evocó una tristeza enorme, que me borró el gesto de un plumazo. Demasiado profunda para deberse solo a la traición de un ser que consideraba inferior. Quizá solo era impresión mía, una distorsión producida por la telepatía. A pesar de la posibilidad, una parte infinitesimal de mi cerebro sintió lástima por él. "Pero hoy no es uno de esos día, ¿verdad? Porque vamos a ganar. Vas a liberarme y ellos van a lamentar su propia ineptitud".

Haritz intentaba animar el ambiente, o al menos disipar el nubarrón que había formado, pero lo único que consiguió fue provocarme un escalofrío. La duda de los bandos volvió a asaltarme. ¿Estaría haciendo lo correcto liberando a un crío vengativo? ¿Y si sus ideas eran el verdadero peligro?

Suspiré, consciente de que no había quien respondiera a mis preguntas. Este paso acarrearía toda clase de consecuencias, de las que anhelaba no poder arrepentirme. También existía la posibilidad de que lo noquearan a la primera de cambio, y que el esfuerzo fuera en balde (huelga mencionar lo mucho que se ofendió ante esa idea). No sabía nada; no conocía lo suficiente el pasado y no era capaz de predecir el futuro. No era ni historiadora ni vidente; solo me quedaba juzgar el presente.

Al final, supe que mi elección iba a ser egoísta, que elegiría mi libertad por encima de los posibles resultados para el resto de los seres vivos. Desvincularía mi mente y, con suerte, me desentendería de aquel desaguisado. Si la humanidad había vivido al margen de este conflicto siglos, ¿por qué no podría yo también? Cortar lazos y vivir mi vida, graduarme y encontrar un trabajo en investigación, lejos de disputas mitológicas.

Me convencí de que ser neutral era la única salida y me coloqué bajo las ramas del árbol, dispuesta a culminar mi tarea como "Elegida".

Si los cálculos no me fallan, en el siguiente capítulo cerramos la segunda parte. Y, la verdad, me emociona mucho porque:

A) Es 16.
B) Va a ser el cumpleaños de alguien que lee.
C) Es uno de los capítulos que más ganas tengo de escribir, porque incluye una de las primeras escenas que pensé y he revivido el momento como mil veces en los últimos meses.

En realidad, ya veis que solo el C tiene que ver con el capítulo en sí, pero es que por sí solo valdría para tenerle ganas. Los otros dos son coincidencias que hacen el momento más especial si cabe.

Bueno, me marcho, ¡os leo en los comentarios!

Mireia

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