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22. Glóbulos azules

22. Glóbulos azules

«Eso es maldad; se pueden sacar demasiadas conclusiones erróneas de una pausa así. Digo, cualquiera puede haber salido herido: tú, yo... ¿Quieres matar del susto a la persona anónima a la que le va a llegar esto? Aunque he de admitir que me siento orgullosa... solo un pelín, ¿eh?»

A decir verdad, no sé cómo no grité yo también. Según la teoría más aceptada en mis círculos, mi cerebro cortocircuitó por sobrecarga de estímulos; durante un par de segundos, mi actividad mental estuvo tan muerta que Haritz asumió que la bala me había dado a mí. En sí, eso habría tenido más sentido; había dos objetivos posibles, y yo era el más lento con diferencia, además de ser el más relevante (en el sentido más inquietante de la palabra).

Si algo había aprendido de la magia, era que por norma general ignoraba de plano a la lógica mundana: tan pronto te podían salir alas como que un ser mitológico surgiera del río e interceptase una bala. Así, tal cual. De locos, ¿no? Pues esa fase ya está superada; las hebras de sangre azul que fluían con la corriente se veían poco ficticias.

En un principio, no interioricé lo que estaba viendo, ni hice las relaciones pertinentes. Tampoco las habría hecho si no hubiera estado dando vueltas al tema minutos atrás. La veía más alta, con la piel plegada y vuelta a desplegar; aquel cuerpo parecía tallado en gneis, una escultura de la que ningún museo quiso hacerse cargo. De espaldas, la única pista de su identidad era aquella larga y elaborada trenza, inmutable a pesar de los años. De los siglos, en realidad. El agua teñida no me permitía ni intuir sus pies.

Entonces, ella echó la vista atrás. Sus ojos, de un azul más intenso que su sangre, me escudriñaron con preocupación, miedo y una pizca de decepción. Había visto esa mirada antes, en un rostro menos ajado y escamoso; era el mismo gesto que le había dedicado a nuestro conocido mutuo siglos atrás, en una situación muy parecida. La lamia se sujetaba el brazo herido y murmuraba insultos perdidos en el tiempo; aun así, se las arregló para componer una media sonrisa cuando notó que el colgante se hallaba sano y salvo alrededor de mi cuello. Su alivio se transformó en una mueca apremiante casi de inmediato; lo entendí como que no quería adelantar acontecimientos, que me podrían pegar un tiro en cualquier momento.

En la orilla, el atzali parecía haber estado tan confundido como yo (y Erika, supongo, aunque ella insista en que no fue para tanto); de igual forma, parecía haberse recuperado casi por completo. Sin embargo, antes de encararnos de nuevo, sus pupilas prefirieron centrarse en nuestro recién llegado refuerzo. El reconocimiento chispeaba como una tormenta eléctrica en el fondo negro de sus ojos.

Zu... —escupió el pronombre—. Mendik pasa ta geo, berrio hanka sartze berberekin. Ibai hontan, beti zu.

"Tú... Después de los siglos que han pasado, otra vez con las mismas meteduras de pata. En este río, siempre tú".

Me sorprendió la claridad con la que entendí sus palabras. Habría podido deducirlo por contexto, como llevaba haciendo desde que le conocía; su tono ya era lo bastante elocuente. Él seguía pronunciando igual que al principio, masticando las palabras, cambiando los acentos de sitio y dando la espalda a cualquier corrección gramatical. Poco importó eso cuando mis oídos captaron su voz; sin esperar la orden, mi cerebro tradujo todos los términos y les otorgó un sentido. Casi podría compararlo con un diálogo en inglés; el proceso de traducción automática fue el mismo. ¿Sería eso señal de que estaba dominando la variante mágica del euskera? En otra situación, hasta me habría alegrado.

La lamia rió, dándonos la espalda. Desenganchó el peine dorado que colgaba de su cuello y peinó los pocos mechones sueltos, tanto plateados como azulados, que quedaban en su peinado. Cuando habló, me recordó a la época de lluvias; durante las tormentas, Urola sonaba así. Esa similitud me hizo tragar saliva.

Ze uste zenun? Urola nere etxie da. Gainea... —dirigió la barbilla hacia nosotras; siendo más precisos, hacia mi pecho— zadapluk ez dete hori eskuratzeko eskubideik; hierarkia naturala defendatzie zeuek bakarrik kontsideratzeuzte akatsa.

"¿Qué te creías? Urola es mi casa. Además... los atzali no tienen derecho a conseguir eso; solo vosotros consideráis defender la jerarquía natural un error".

Esa respuesta me dejó un regusto amargo, y no solo por la terminología que había corregido en la traducción. Defender el orden natural de las cosas... ¿Cuántas veces habría oído ese argumento? En contextos de lo más variados, además, todos con un denominador común. En aquel momento, reparé en que no sabía con exactitud cómo funcionaba la moneda de Zori; no había caído en lo mucho que desconocía de aquel conflicto en realidad.

Miré a Erika, esperando ver una sombra de duda similar en su rostro. Ella era bisexual declarada, aquel razonamiento debía apestarle a rancio tanto o más que a mí. Sin embargo, solo vi el ceño fruncido de alguien que no encaja las piezas de un puzzle; aquella conversación escapaba de su comprensión. Me la apunté para comentársela cuando nuestra vida no dependiera de los milímetros que separaban el dedo del atzali del gatillo.

Empecé a retroceder, tirando de Erika, demasiado absorta como para reparar en el peligro inminente. O vamos, esa imagen daba. Es más, sus ojos reflejaban el más puro desconcierto cuanto sintió mis esfuerzos por sacarla de ahí.

—¿Qué haces? —susurró.

—¿Aprovechar la oportuna distracción, tal vez? —le señalé, en el mismo tono.

—¿Qué? ¡No! —me soltó con una brusquedad que me ofendió—. Nos ha ayudado. Está herida. Aquí se respira rencor. Si huimos, la matan seguro.

—Ella ha estado en situaciones peores, con heridas peores —le conté, esperando que reaccionara—. Saldrá de ésta, créeme. Y aunque eso no ocurra, su intención es que hagamos una retirada estratégica mientras desvía su atención. ¿Acaso cuesta tanto verlo?

—Ni que fuera idiota —se cruzó de brazos—. Eso no implica que me parezca bien dejarla indefensa.

Nos sostuvimos la mirada un rato. Puede que no pasara más de un segundo, pero cada voluta de tiempo parecía estirarse, como si el reloj supiera de los desastres que acontecerían si no actuábamos y disfrutara burlándose de nuestra quietud.

—Vete tú —dijo ella por fin—. Por mi parte, me quedo defendiendo la última línea.

—Lamia puede encargarse sola.

—¿Y tú no, elegida? —bromeó ella.

—No —dije, todo lo tajante que pude sin alzar la voz—. En teoría, contigo aquí, ni siquiera me correspondería ese título.

—Eso piensas tú —se acercó un poco—; mi punto de vista es bastante distinto —sonrió, y me dio un beso en la frente—. Suerte, tuntuna (1).

Con este gesto, me dejó claro que nada de lo que pudiera ocurrírseme lograría convencerla; ni el argumento más sagaz conseguiría que abandonara la idea que tan encajada tenía en la mente. Luego la cabezota era yo; adivinar cuál de las dos empezó el ciclo requeriría remontarse a la gallina y el huevo. Erika me dio la espalda y se unió a la batalla que ya había descartado centrarse en lo verbal.

Salí del río a duras penas, tambaleante y con las zapatillas más azules que nunca. Contuve una arcada, e intenté apartar de mi mente los motivos de aquello. La idea de que aquellas aguas enrojecieran me revolvía el estómago.

"La mejor forma de que eso no ocurra es volver con refuerzos", me recordó Haritz; se le notaba impaciente, y la empatía brillaba por su ausencia. "Libérame rápido, y podremos ayudarla. Aunque creo que ella se las puede arreglar solita".

Asentí de mala gana; todo eso ya lo sabía. El problema no era ella, era yo, que fuera del papel no servía de mucho.

Yo sí necesitaba ayuda y, por primera vez desde que asumí mi misión, estaba sola.

(1) Tontorrona, en euskera.

Hola... Bueno, aquí estoy, de vuelta tras los exámenes. Llevaba con ganas de escribir desde hace mucho, y temo que mis letras se hayan oxidado. Temo que no sea la vuelta que mereceis, pero al menos lo he intentado.

¿Os acordabais de la lamia? Primer capítulo, de pasada. Si alguien recuerda el Inktober, dejer caer indirectamente que volvería a aparecer.

Espero que alguien siga por aquí. Si eso, ¡os leo en los comentarios!

Mireia

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