21. Intersección con el pasado
21. Intersección con el pasado
«¿A quién pretendes engañar? Nadie se cree que te fuera tan fácil cruzar al otro lado. ¡No lo niegues, si faltó poco para que te empalaras solita! Volaste mejor que el primer día, eso sí, pero una semana no te fue suficiente para dominarlo. Eh, no me pongas esa cara, ma chérie; no quería menospreciar tus esfuerzos, hiciste lo que estaba en tu mano, pero hay plazos que no se pueden cumplir. Si he tenido que detenerme en esto ha sido porque, sin tu caída, varias acciones inmediatas no tienen sentido y mi faceta de escritora estaba gritando de frustración»
Aclarado que sí, acabé sentada en el césped al otro lado de la verja y me faltó poco para morirme en los primeros cinco minutos de aventura, ¿puedo seguir narrando? No pretendía omitirlo; ojalá fuera solo una anécdota bochornosa, pero mi torpeza tuvo su relevancia.
Erika me echó una mano para levantarme. Parecía estar perfectamente; a lo mejor, parte de su entrenamiento había consistido en aterrizar sin lesionarse. Por mi parte, tendría que soportar los muslos adoloridos un rato, pero confiaba en que fuera una molestia pasajera. Sacudí los hierbajos adheridos a mis mallas mientras ella observaba el nuevo entorno; con ese gesto, me percaté de que neiro no se encontraba aferrado a mi pierna. Me extrañó, ya me había acostumbrado a llevar su peso a todas partes; sin embargo, entendía que me hubiera dejado sola. Hasta una bola peluda asesina veía peligro en aquello.
—Deberíamos salir de esta zona cuanto antes —sugirió Erika, sacándome a la fuerza de aquella reflexión.
No tuvo que repetirlo dos veces; quedarse allí quietas habría sido una condena. Estábamos rodeadas de árboles; sus copas bloqueaban el sol, dejando el nivel del suelo en penumbra. En aquel lugar, incluso nuestras sombras serían capaces de atacarnos. Bueno, la de Erika; dudaba de mi atzali asignada.
"Eso ha sido un ataque muy gratuito", soltó ella, dolida. "Ya sé que soy un desastre, no hace falta que tú me lo recuerdes". Que pudiera comunicarse sin estar yo a las puertas de la inconsciencia o buscándola activamente me hizo tragar saliva; quizá sí que era capaz de dañarme. Aceleré el paso.
Si hubiera sabido qué dirección tomar, habría corrido; sin embargo, no era el caso, así que me obligué a mantenerme detrás de Erika en todo momento, puesto que parecía saber hacia dónde dirigirse. Técnicamente, ambas poseíamos la misma información (habíamos observado la zona desde el otro lado del muro mientras íbamos camino a clase o a los Frontones Oteiza); no obstante, conocía mi pésima orientación en ambientes boscosos y prefería no arriesgarme.
Intentamos ser lo más sigilosas posibles, por razones obvias; aun así, el mantener el silencio después del estrépito de nuestra llegada resultaba igual de útil que parchear una tubería sin cerrar la llave de paso. No tardamos en escuchar un deslizamiento entre la maleza. Bueno, en realidad lo percibí yo; no puedo asegurar que Erika notase nada, fue a agarrar su pulverizador tras verme hacer lo propio.
A pesar de ello, fue la primera en reaccionar en el momento de la verdad: roció al atzali en los ojos y lo mandó volar de una palabra. El ser en cuestión gritó, se frotó sus ojos de pupila blanca sin lograr abrirlos, se tropezó con un arbusto y se fundió con el suelo, todo en menos de medio minuto. Para cuando apunté, la criatura se escapaba reptando hacia una oscuridad mayor.
"Como seas tan lenta frente a tres o cuatro de esos zádaplu, mis bromas sobre tu muerte dejarán de ser bromas". Odiaba admitir que Haritz estaba en lo cierto, teniendo en cuenta que seguía usando el término incorrecto para referirse a ellos, pero los hechos eran los hechos; de nada me servía haber entrenado si no era capaz de usar dicho entrenamiento. Aunque estaba decepcionada conmigo misma, mis gestos no lo delataron; no hacía falta que nadie más que yo lo supiera.
—¿Qué te decía? —cuestionó Erika, orgullosa, girando el frasco rojo entre los dedos; era completamente ajena a la banda sonora de mi cráneo—. Por poco sentido que le veas, esto es su debilidad.
—Ya, ya... —pronuncié las sílabas como pude; estaba claro que el ejercicio no era mi fuerte. Tampoco necesitaba sonar muy contundente; no tenía pruebas suficientes para saber si lo ocurrido era norma o excepción, y fiarse de un único sujeto de pruebas decepcionaría a la investigadora que habitaba en mí.
Erika no pareció prestar atención a mi duda razonable; me miró de arriba abajo, preocupada. Había sido mi compañera en Gimnasia lo suficiente como para reconocer los síntomas.
—¿Estás bien? —preguntó—. Si lo necesitas, podemos...
—No podemos —interrumpí yo, buscando mi inhalador. Suspiré de alivio al notarlo en el bolsillo interno de las mallas, pero no lo saqué; no podía abusar del medicamento, y notaba que mis bronquios sufrirían más en un futuro cercano—. Si quedaba alguien por enterarse de que pasa algo irregular por esta zona, ese grito ya los habrá convencido.
Erika asintió, musitó una disculpa corta e innecesaria y continuamos andando, cada vez más rápido.
En total, dimos 164 pasos (cuenta aproximada; los números iban más rápido que mis piernas) antes de alcanzar un claro. No un claro cualquiera, que conste; veía el muro que nos separaba de la primera ruta a una docena de metros, era el mismo paisaje que vislumbrábamos camino a clase.
Erika se quedó mirando a la pared en cuestión, pensativa.
—¿Vale la pena saltar? —se preguntó en voz alta, resumiendo sus pensamientos.
Quise decirle que no. Después de todo, estábamos buscando a un árbol; improvisada o no, aquella ruta favorecía a nuestra estadística. Los árboles de la zona pavimentada se contaban con los dedos de una mano, y todos parecían menores a los dos siglos. Además, el rato que tardaríamos en pasar al otro lado invitaría a nuestros perseguidores a cerrarnos todas las salidas posibles. Un suelo más firme y menos tierra en los zapatos no ameritaban meternos en la boca del lobo.
En vez de esa explicación, de mi boca salió un pitido. Como acto reflejo, negué con la cabeza y, ahora sí, usé el inhalador. Diez segundos después, cuando el aire cargado de broncodilatadores abandonó mis pulmones, me sentí un poquito más ligera. Aunque la capacidad de transformar el oxigeno en palabras había vuelto a mí, no me era necesaria; Erika había comprendido sin un discurso de por medio.
Reemprendimos la marcha. Aunque Haritz no daba señales de reconocerse en ninguna parte por el momento, esperaba que lo hiciera pronto; "estamos cerca, pero ese no soy yo" no me servía.
Por supuesto, hubo más ataques. Por supuesto, yo fui mero adorno durante la respuesta a todos ellos. Lo único útil que hice fue verter la mitad de mi solución en el pulverizador de Erika, cuyo contenido estaba bajo mínimos. ¿Qué me esperaba de mí misma, heroísmo? Debí suponerlo; sobre el papel tenía algo de potencial, pero en la vida real era un cero a la izquierda. Si no lograba lanzar la piedra, no me servía saber calcular su trayectoria ideal.
Sacudí la cabeza, tratando de alejar esa niebla autodestructiva mental con un movimiento físico; esos pensamientos no me aportaban nada. Hundirme en mi propia oscuridad no me aportaba nada. Al recordar este momento, pude percibir un gruñido de decepción, nada que lograra notar de forma presencial. ¿Un ataque psicológico? No lo descarto.
Al volver a enfocar, casi se me había olvidado dónde estábamos. Bueno, no exactamente; mi consciencia lo sabía, pero mi subconsciente asoció el entorno con algo mucho más lejano y distinto. Por primera vez en una hora, elevé las comisuras de mis labios.
—Por aquí —señalé hacia mi derecha. Ella me miró, sin saber de dónde salía esa súbita capacidad de orientación—. Tú hazme caso, por favor; si hay un instante para corazonadas de índole telepática, es éste.
Me lo tuvo que conceder, por lo que comenzó a andar tras mis pasos.
En realidad, es posible que mezclara conceptos en ese argumento. Es posible, porque no había obtenido confirmación explicita de que aquel primer sueño estuviera relacionado con la misión que tenía entre manos. Sin embargo, la distribución del terreno era similar, si no idéntica; era demasiada coincidencia.
"Si quieres, te lo confirmo yo; eran mis recuerdos, de los minutos previos a la transformación. ¿Ya puedes dejar de darle vueltas y aligerar el paso?". Genial, ahora no hay intriga; en fin, Haritz era, es y será un impaciente.
Aunque, en sí, era un alivio saber que mi corazonada había dado en el clavo; habría detestado mostrarme tan segura para luego equivocarme. Seguí andando.
De improviso, capté un silbido; segundos después, una bala se incrustó en un tronco cercano. Erika, que también lo había visto, asió mi muñeca y pasó de andar a correr, obligándome a hacer lo propio. Escuché una voz conocida asegurar que iba a acabar con esta tontería, en esa variante del euskera que usaban los seres mágicos (ya se me iba haciendo el oído), y me convencí de que había que huir.
Así, llegamos al río. Un afluente que seguía allí a pesar de los siglos. La ramificación del Urola que Haritz atravesó antes de que le fallaran las fuerzas.
—Tenemos que cruzar —afirmé. Erika me miró con sus ojos ocupando el máximo espacio y la boca entreabierta; no llegó a decir nada, ni necesité escuchar sus dudas—. Luego entenderás.
—Esto de saber la mitad de lo que ocurre me está sacando de mis casillas —bufó ella. Otro disparo sonó a nuestras espaldas. Guiada por mis defectuosos reflejos, invertí con torpeza la sujeción de nuestras manos y la arrastré al afluente; ya habría tiempo para disculpas más tarde. La bala pasó por el montículo en el que nos encontrábamos hacía segundos.
Mojarse las zapatillas y caminar con ellas encharcadas fue desagradable, pero lo preferí a un proyectil entre las cejas. Pensándolo bien, podría haber volado un poco, lo que nos habría ahorrado que la corriente nos ralentizase; jainkoarren, no sé pensar. Vale, improvisar mentiras bajo presión se me daba bien, pero estaba muy verde a la hora de decidir acciones. En fin, tocaba afrontar mis meteduras de pata, y rezar a todos los dioses existentes para que no nos costase la vida.
No obstante, el atzali armado, el chico de Ondarreta, no parecía tener intención de escuchar a entes inexistentes. Apartó un rizo negro de su campo de visión y apretó el gatillo por tercera vez. Muy cerca, con mucha fuerza. Mi mano libre viajó al dije que propiciaba que estuviéramos en el punto de mira, como si eso nos fuese a proteger.
Aquella vez, la bala no acertó en corteza. Tampoco atravesó la atmósfera de manera inofensiva.
Aquella vez, un alarido sacudió las aguas del Urola.
Este es el último capítulo que publicaré en 2018... y el último en un tiempo.
Perdón por dejarlo así, era necesario. Este 2018 ha sido tanto el año más feliz de mi vida hasta ahora como el año que más altibajos ha tenido (es contradictorio y soy consciente, pero es lo que hay). Ahora que estamos en la recta final, solo estoy cansada. No sé si cansada de escribir y cumplir fechas, lo que afecta a mi vida personal, o cansada de mi vida personal y eso afecta a mi escritura.
No es culpa de nadie, solo mía, que no soy capaz de sobrellevar que la gente me quiera en su vida y me agobio con nada. Necesito descansar, poner en orden todo mi caos cerebral y... la verdad es que no lo sé; ojalá tener una lista de instrucciones para arreglarme.
Bueno, que divago. El caso es que iba a pausar de todas formas, durante los exámenes no voy a ser capaz de escribir ni media palabra coherente, pero necesitaba soltar lo de arriba.
Nos leemos a finales de enero. ¡Pasad bien lo que queda de fiestas!
Mireia
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