20. Abrir nuevos caminos
20. Abrir nuevos caminos
«Me ofende que no te hayas dado cuenta de mis verdaderos motivos para irme esos días. Podríamos haber sobrevivido sin la información que recabé, que tampoco fue mucha. Y lo de reclutar refuerzos sonaba muy bien en papel, pero sabía de buena tinta que estaban muy liados allá; las esperanzas de que me escuchasen a mí, una novata, eran más bien nulas. Me marché porque te conozco, Celia; eres más productiva si se te deja a tu bola. ¿O me vas a decir que habrías avanzado tanto conmigo rondando? Ya tenías suficiente con Haritz vigilando detrás de tu oreja»
Eran las once de la mañana del ocho de junio, minuto arriba, minuto abajo. Estaba sentada en la muralla exterior del recinto que, según recordaba, la banda del pueblo usaba para tocar algunos domingos. Bueno, eso no es del todo preciso. Venían tocando, y se iban tocando; solo usaban la plaza circular de suelo rosa parea realizar una pausa en su recorrido por Azkoitia. A decir verdad, no sabría señalar cuánto hacía que Nerea no me empujaba al balcón pequeño para ver el espectáculo gratuito. ¿Qué habría pasado? O habían dejado aquella tradición, o yo andaba muy despistada.
"O estás divagando", incluyó Haritz, enfurruñado. "Llevas aquí desde las nueve, Celia. ¿No deberías llamarla? O empezar a moverte en la dirección correcta. Cualquier cosa será más productiva que ponerte a multiplicar matrículas otra vez".
Me puse a multiplicar las matrículas del aparcamiento, por fastidiar; y, si soy sincera, también para controlar mis nervios. Teníamos largas horas de luz por delante, y el cielo despejado, pero se acercaba el intervalo de mayor incidencia solar y no había ni rastro de Erika. Vale, admitía haber llegado al punto de encuentro con demasiada antelación; aún así, no costaba tanto aparecer a las diez y media.
"Puede que se haya rajado", postuló Haritz. "Ella no está vinculada a esta lucha, no como tú y yo".
Gruñí; cómo se notaba que no conocía a Erika. Ella me dio el colgante; eso era suficiente para que se sintiera responsable de aquello; incluso había verbalizado esa idea en más de una ocasión. Además, aunque la situación no fuera esa, sabía que no me dejaría arriesgar la vida sola; esa chica combina amabilidad y temeridad en unas proporciones muy peligrosas para su integridad física.
"Estoy segura de que aparecerá", afirmé. "Tú solo dale unos segundos..."
A una palabra de terminar la frase, percibí un estruendo a mis espaldas; se me alborotó la melena y mis alas vibraron. De reojo, porque no llegué a girarme del todo, vi una nube negra rotando sobre sí misma encima de uno de los doce pedestales; de ella surgió Erika, aterrizando de un salto sobre la piedra cúbica.
—¿Tenías que hacer una entrada tan pomposa? —intenté mantener la seriedad; sin embargo, mi alivio me traicionó, y elevó las comisuras de mis labios sin permiso.
—Los portales en sí son ruidosos —se excusó, ajustándose la gorra, a juego con su indumentaria deportiva—; solo he pedido que me abran uno en el lugar propicio —con un par de pasos, llegó al centro del círculo y rotó sobre sí misma, abarcándolo todo—. ¿O me vas a decir que doce pedestales colocados en círculo no son perfectos para albergar portales? Y para rituales en general.
Negué con la cabeza.
—No me convenciste hace cuatro años y no me vas a convencer hoy —aseguré. Erika se puso de morros.
—¡Ahora es distinto! —rebatió—. En DBH, hablarte de física cuántica era más fácil que hablarte de magia. ¡Y ninguna de las dos entendía la física cuántica!
"Me encantaría oír esta discusión que seguramente habréis mantenido un millar de veces...", interrumpió Haritz; quería negárselo, pero lo cierto es que había dado en el clavo. "Bueno, no; en realidad aborrecería perder el tiempo en ello. ¿Nos ponemos en marcha, señoritas?".
Al ver que no respondía, Erika preguntó:
—¿Qué dice Haritz? —supuse que perderse la mitad de las conversaciones debía resultarle frustrante siendo como es, cotilla como ella sola.
—En resumen, que nos pongamos a andar —tras una pausa, decidí añadir—; con un nivel de condescendencia innecesario y que rozaba lo molesto.
Erika rodó los ojos.
—Por supuesto —murmuró, captándolo al vuelo—. Venga, no vamos a hacer esperar al señorito.
A Haritz le dolió en el ego; porque claro, nosotras tenemos que tomarnos bien que nos llame señoritas, pero cambiarlo al masculino ya es ofensivo. Esperaba que viese lo absurdo de esa dualidad, pero parte de mí suponía que era pedirle demasiado; ya me estaba costando quitarle el terrible hábito de llamar los pisoteados (en una interpretación muy libre del insulto en cuestión) a los atzali. Suspiré y seguí a Erika.
Los Siete Frontones, como ya he comentado alguna vez, quedaban a un tiro de piedra de mi barrio. Aún así, Erika me pasó un pulverizador de ácido de medusa. Tenerlo en la mano me hizo recordar su llamada ante el descubrimiento.
—¿Por qué? —recordaba haber preguntado cuando me comentó ese punto débil por teléfono.
—¿Tú has visto la sombra de una medusa? —replicó ella, confiada—. Se trasparenta muchísimo. Por ende, la composición de la medusa debilita a las sombras. ¡Et voilà! Punto flaco al canto.
—Por esa regla de tres, el blandiblú también debería dañarles —por si no quedaba claro, no las tenía todas conmigo.
—Y lo hace —respondió, riendo—; viene en la página 211 —mi gruñido se escuchó desde el otro lado de la línea—. Venga, Celia, no te pongas así; hay un montón de estudios que hablan de esto, es de las pocas informaciones sólidas que tenemos. Confía en mí, anda.
Al final cedí, por supuesto; la combinación de textos académicos y Erika pidiendo confianza era demoledora. Así que así estábamos, paseando armadas con pulverizadores, por si las moscas; esperaba no tener la necesidad de comprobar si el dato era verídico.
En sí, según lo investigado, esa esperanza no era tan absurda; después de todo, estábamos aprovechando el momento en el que su ejército se vería más mermado. Los atzali eran, en esencia, sombras y, a pesar de que existían casos de ruptura completa (el chico de Ondarreta, por ejemplo; o vamos, eso asumí), la mayoría debía permanecer ligado a su dueño bajo la luz del sol. Es más, algunas versiones afirmaban que dicho dueño debía estar inconsciente para que el atzali pudiera moverse con libertad. Até cabos bastante rápido sobre eso último, y de ahí surgió la hipótesis de que ese rasgo solo lo mantenían los integrantes más débiles.
Bueno, lo importante: de la zona solo quedarían atzali desligados, y dudábamos que el conflicto hubiera alcanzado repercusión internacional (ni siquiera teníamos claro si éramos su prioridad dentro del país). Era el momento propicio para cumplir con mi cometido, o no podíamos aspirar a uno mejor.
Volviendo a la realidad, Erika tiró de mi camiseta justo antes de torcer en la fuente de la calle Ángel, frenándome justo a tiempo.
—Mejor vamos por otro camino —susurró, señalando con disimulos.
Allí, recostados contra los cubos de basura, tres chicos y una chica en blanco y negro cortaban el paso; el aura que los rodeaba hacía imposible distinguir qué había que reciclar en cada contenedor. No nos habían visto, pero estaba claro que les habían encargado vigilar la zona.
—El atajo —propuse. Erika asintió; había tenido la misma idea.
Una pena que también hubieran pensado en ello; había dos chicas atzali sentadas en la escalera, y un chico apoyado en la pared. Retroceder una calle no nos había servido de mucho.
"¿Por qué hay tanto desligado aquí?", pensé. Por poco no lo grité; me estaba desesperando. Haritz, tan útil como siempre, se quedó callado.
Nos quedábamos sin opciones. A mí por lo menos no se me ocurría otra a parte del enfrentamiento directo, y ya estaba decidiendo si el callejón nos convenía o no para atacar por sorpresa. Erika, por su parte, fue más creativa; señaló a la verja que teníamos delante, una finca particular que habíamos observado varias veces de camino a clase.
—¿Y no es más fácil darles una tunda y ya? —vocalicé sin emitir apenas sonido.
—¿Te ves capaz de darles una tunda antes de que llamen a sus amigos de la otra acera? —se burló ella usando el mismo método. Le concedí el punto; si era evitable, no quería pelear.
Suspiré y miré al terreno en el que, si no se me ocurría una idea mejor en diez segundos, íbamos a irrumpir; en caso de que nos pillaran, poco iba a importar la misión mágica que estuviésemos intentando cumplir. ¿Es que no podíamos tener una aventura sin la posibilidad latente de acabar en prisión?
Erika me instó a tomar una decisión rápido, por razones obvias; por mi parte, gruñí, crucé las manos y me preparé para impulsarla. Ella sonrió, vocalizó un "ánimo" y aceptó mi punto de apoyo. Acto seguido, subí yo misma en un par de aleteos, rogando por que quien sea no tuviera cámaras de seguridad. O por que la reinterpretación de la magia nos borrara de ellas, lo que fuera más probable.
Oficialmente, me estaba arrepintiendo de haber cedido a la insistencia de Haritz. Al mismo tiempo, tenía plena consciencia de que no había marcha atrás. Maldita sea.
Otra semana más, se me ha hecho tarde; menos mal que existe la hora limbo. En fin, ¿qué le voy a hacer? El capítulo se me ha resistido, ha sido una semana muy rara (no voy a explicar esto, si a alguien le interesa que pregunte).
Bueno, ¿qué tal el capítulo? Espero que no totalmente horrible. Lo producido estas últimas semanas va a tener que pulirse mucho en la fase de corrección.
En fin, ¡os leo en los comentarios! Algún día de estos me pondré a contestarlos, si es que preparar los finales del cuatrimestre no acaba conmigo.
Mireia
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