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18. Testigo del misticismo

18. Testigo del misticismo

«No me creo que nadie más te lo hubiera comentado. ¡Si saltan a la vista! Brillan y todo. Me parece bastante improbable que, entre todas las personas que te cruzas a diario, sea yo la única a la que le han llamado la atención. ¿No recuerdas ni una mirada más larga de lo debido? ¿Ni indirectas al respecto? Ya sé que soy especial, pero esto es pasarse»

No estaba preparada para esa pregunta. En realidad no estaba lista para ninguna, para qué engañarnos, pero para esa, menos; mi lengua se enredó y me quedé allí, de pie, tratando de juntar los monosílabos que emitía en una frase coherente.

Opuesta a mi silencio exterior, mi mente se había llenado de gritos; Haritz celebraba por todo lo alto que Erika hubiese puesto esa carta sobre la mesa. "¿Y ahora qué, Celia?", se burló, "¿Qué te vas a inventar para racionalizar esto? ¿Acaso esta chica tan real que tienes ante tus ojos es también fruto de tu imaginación?". El eco de sus carcajadas me llenaba de rabia; quería rebatirle cada una de sus palabras, pero aquella vez no tenía argumentos en contra. Erika era real; por ende, sus palabras también.

Por su parte, ella me observó, respetando el caos que había provocado; si me hubiera llegado a rozar, probablemente hubiese huido cual animal en cacería. Me analizaba, trataba de averiguar cómo proceder sin que yo me cerrara en banda; me conocía lo suficiente para notar que debía ir con pies de plomo.

—¿Y si vamos a un lugar más tranquilo? —propuso, en un susurro, mientras intentaba transmitirme tranquilidad con su sonrisa y el resto de su lenguaje corporal—. Estoy segura de que no quieres montar una escena en una calle transitada; además, el paseo te vendrá bien para calmarte y ordenar las ideas.

Asentí, y comenzamos a andar. Tuve que retener mi ritmo para no correr y escapar; sabía que no llegaría lejos, que en atletismo Erika me ganaba de calle, pero mi lado irracional pugnaba por intentarlo. La lógica había probado ser inútil; así pues, el resto de mis neuronas se habían aliado en un golpe de estado para derrocarla.

Nos adentramos en una zona industrial que no conocía (tampoco es que hubiera explorado San Sebastián). Para aquel entonces, Erika había tenido que esquivar diversas partículas de mayor o menor tamaño que, inconscientemente, había suspendido en el aire y, desde entonces, orbitaban a mi alrededor; supuse que se estaría apuntando los sucesos para interrogarme después. Sin embargo, era probable que no supiese contestar; empezaba a comprender que todo aquello era real, no había pensado en las respuestas y no me apetecía improvisar algo inexacto.

—Bien, aquí parece que no hay mirones —musitó, girando sobre sus talones para mirarme—. Ya puedes gritar, llorar o lo que te apetezca; sabes de sobra que no voy a juzgarte. Solo un consejito: no destruyas el planeta... ni la ciudad. Ni a ti misma. No destruyas nada en general, ¿d'accord?

Me senté en el suelo, abracé mis piernas y seguí su segunda directriz; lloré hasta que se me secó la frustración, hasta desenfocar lo máximo posible el mundo que se desmoronaba. Desconozco lo que pasó de mis rodillas para fuera durante el cuarto de hora posterior; cuando levanté la vista, noté un par de grietas y hojas nuevas en el pavimento, pero nada más. Vale, había un neiro mordiendo una farola, pero eso ya ni me extrañaba.

Erika me miraba con los ojos muy abiertos, pero sonreía con algo parecido al orgullo. Hurgó de nuevo en su mochila y sacó una pulsera parecida a la suya.

—¿Me dejas? —preguntó, señalando con la cabeza mi mano izquierda. No tenía fuerza de voluntad para negárselo; con destreza, ató la cinta alrededor de mi muñeca—. No sé cómo no te has matado a estas alturas; no creo que ese collar sea buen catalizador, aunque a saber. Ni siquiera entiendo cómo funcionas tú en el sentido mágico. ¿Por qué alas?

De todo ese monólogo, solo me quedé con una palabra. Sonará idiota, pero escuchar un concepto tan relacionado con mi carrera soñada hizo que mi cerebro se ofuscara.

—¿Catalizador? —era la primera palabra entera que pronunciaba en mucho rato; sentí mi boca pastosa al abrirla.

—¿Por qué no me sorprende? —rió, intentando aligerar el ambiente—. Sí, catalizador. Resulta que la reacción de producir acciones por magia es bastante endotérmica si no se cataliza como es debido. Además, no es directa; se crean productos intermedios de camino, y reaccionan de forma bastante horripilante con tu organismo si no los guías en la buena dirección —tomó una bocanada de aire, lo que me hizo sonreír; se notaba que se había aprendido la explicación de memoria. Como confirmación, añadió—. Más te vale haberlo entendido porque no me veo capaz de repetirlo. Pero, ¡eh, has sonreído! Eso tiene que contar.

Asentí, orgullosa por comprender algo al fin; menos mal que tenía a Erika para explicarme como sabía que podría asimilarlo mejor. Haritz ignoró deliberadamente el insulto implícito en mi pensamiento; se centró en la pulsera que Erika me había puesto. "Ese símbolo no me suena de ninguna de las tres comunidades", verbalizó, "pero si habla de catalizadores tiene que serlo. ¿Ha cambiado tanto el multiverso azti desde que no puedo viajar?".

Si no hubiera buscado entre mis recuerdos la lista de especies posibles para la consulta psicológica, supongo que no habría reconocido el término. Sin embargo, lo había hecho; de todas formas, mi cerebro tardó bastante en asociar información.

—Me estás tomando el pelo... —murmuré; huelga decir que no era mi intención verbalizarlo.

—¿Pero no estabas de acuerdo hace apenas dos minutos? —replicó ella, extrañada—. Aclárate.

—No, no, no me refería a ti —respondí atropelladamente; puede que no lograra pronunciar ni la mitad. Señalé a mi sien—. Tengo comunicación telepática con un árbol que no dice más que sandeces.

Dicho en voz alta, sonaba más ridículo de lo que había pensado. Se me subió la sangre al rostro y bajé la cabeza, avergonzada; asumir que todo lo que había ido ocurriéndome esos meses era real iba a hacérseme complicado si todo se oía tan absurdo.

Erika puso índice y pulgar bajo mi barbilla y tiró para arriba; por poco no me caigo de espaldas.

—¿Qué clase de sandeces? —preguntó, como si aquello fuera lo más extraño de lo dicho. Entonces comprendí que a lo mejor Haritz tenía razón (no pienso redactar sus comentarios victoriosos).

—¿Eres... una azti? —tanteé. Ella me ayudó a levantarme y me miró entre las cejas.

—Árbol listo —musitó, asintiendo para sí; el ego de Haritz se acrecentó con el cumplido—. Tenemos que ponernos al día en muchas cosas, me parece. ¿Quién empieza?

Esa decisión la tomamos a cara o cruz, lo que me pareció bastante irónico.

Ella me contó cómo había obtenido la pulsera, de una manera tan azarosa que pudo haber pasado por casualidad si no se hubiera vuelto a cruzar con la chica que se la regaló. Es más, había acabado amistándose con ella y su novia, lo que se me antojó típico de Erika. Me narró las dificultades de compaginar los estudios con el entrenamiento mágico, pero que no quiso dejar la escuela humana. Terminó diciendo que le mandaron a investigar una actividad mágica que llevaba dos siglos sin registrarse en la dimensión terrestre, y había querido aprovechar para visitarme.

—No esperaba que estuvieras metida en este tinglado, la verdad —concluyó—, pero no me quejo; me alegra poder pasar más tiempo del planeado contigo —se acercó y palpó mis alas (jo, aún hoy, se me sigue atragantando la palabra). Éstas se detuvieron a su contacto—. ¡Qué guay, me han dejado tocarlas! Antes me han atravesado, pero ahora no. Incluso parecen más consistentes. ¡Mola!

Rodé los ojos y me crucé de brazos; aunque no la veía, apostaría que estaba sonriendo como una niña pequeña en una tienda de chucherías. Aunque luché contra ello, a mí también se me formó un atisbo de sonrisa.

—¿Puedes dejar de jugar y prestarme atención? —pedí, fingiendo molestia; a decir verdad, su cercanía me estaba poniendo nerviosa—. Así te explico todo. Por favor.

—Soy capaz de hacer ambas cosas, pero vale —hizo un puchero y las soltó. Suspiré para calmarme de nuevo y empecé a hablar.

Resumí los acontecimientos que le había narrado a Kalare lo mejor que pude. No tengo que volver a escribirlo, ¿verdad? Sería redundante. Erika escuchaba atentamente; de vez en cuando soltaba una risita y se asustó con los accidentes. Estaba completamente metida en la historia, lo que encontré adorable.

—En resumen, has pasado meses conviviendo con una condición cuya denominación desconoces, que casi te cuesta la vida, lo empiezas a asumir ahora y yo soy la culpable —enumeró.

—Casi: no he llegado a decir lo último en ningún momento —recalqué; nunca se me habría pasado por la cabeza hacerla responsable. Ella ladeó la cabeza y me miró con los ojos entrecerrados y las cejas arqueadas.

—Yo te di el colgante —replicó—. Si me hubiese quedado quietecita, no habrías pasado por nada de esto. Tendrías tu vida normal y yo... supongo que habría sobrellevado ser una elegida.

"Y habría sido mucho mejor elegida que tú, está claro", añadió Haritz. Yo negué con una sacudida de cabeza.

—Ni se te ocurra hacer eso —espeté—. La única manera de que supieras las consecuencias tan raras que tendría un inocente regalo hubiera sido un viaje en el tiempo, evento bastante improbable.

—Bueno... —intentó interrumpir.

—No me corrijas, que voy lanzada —advertí; ella hizo el gesto de cerrarse los labios con una cremallera—. El caso es que no podías saberlo y, aunque no puedo probarlo, supongo que el fragmento está ligado a Azkoitia, al árbol de Haritz, e impedirá cualquier traslado indefinido. Con la voz de la suerte susurrándote al oído, algo que parecía solo una buena idea se transformó en genial; fue más fuerte que tú, nada más.

"Eso no es del todo así", si pudiera mirarlo a la cara, le habría fulminado con la mirada; es más, una de las razones más poderosas que tenía para liberarlo era la posibilidad de darle la bofetada que llevaba meses mereciéndose. Pareció notar mi hostilidad, porque se apresuró a añadir. "No obstante, es un gran paso que teorices sobre el funcionamiento de la magia, así que no me pondré quisquilloso".

—Parece que te lo crees y todo —a pesar de querer sonar incrédula, Erika sonreía.

—Porque es así; no voy a dudar de una verdad tan obvia —contesté; ella sonrió aún más—. ¿Podemos cambiar de tema? Dudo que este sea el único asunto a tratar.

—Sí, bueno... —ella fingió cavilar; noté el destello de picardía en su mirada, por el que me preparé para preguntas personales incómodas—. ¿Algún novio? —me llevé una mano a la frente; si es que lo sabía—. Vale, novio no... ¿Y novia? —insistió; mi reacción fue la misma—. Está bien, tenía que asegurarme de que sigues soltera. Al menos dime que no te has quedado en una cueva y has hecho amigos.

Esa pregunta sí que la respondí con una afirmación; visto lo que se alegró por mí, omití lo recientes que eran esas amistades. Seguimos hablando de esos detalles intrascendentes que habían enmarcado nuestras vidas separadas, paseando sin rumbo. En algún momento indeterminado, su mano asió la mía; aunque fui muy consciente de sus dedos entrelazados con los míos, no hice amago de apartarme.

Merendamos juntas. Bueno, más bien Erika me arrastró; interpretó el que no hubiese comido nada desde el desayuno como herejía y me impidió levantarme hasta que me hube terminado el croissant. Supongo que debería agradecérselo, pero la verdad es que no tenía apetito; mi estómago estaba cerrado por las nauseas y anegado de mariposas.

"Paso a paso", me dije, observando a mi compañera de mesa. "Ya se me pasaría el mareo. Alguno de los dos". 

Ya sé, ya sé, hoy es relativamente pronto. ¿Qué le voy a hacer, si tengo puente y estoy de humor? Hacía mucho que no podía sentarme una tarde entera (sin ser sábado) a escribir, así que lo he aprovechado.

Y bien, ¿qué os ha parecido? ¡Os leo en los comentarios!

Mireia

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