16. Mis propios engaños
16. Mis propios engaños
«A partir de ahora hablo yo, ¿no? ¡Genial! Tengo muchas ganas de decirte un par de cosas, más después de escuchar la historia entera. Aún así, mejor me las guardo. ¿Que por qué? Fácil, sería spoiler; no soy tan idiota como para, después de preparar el escenario con tanto cuidado, salir antes de tiempo»
Los segundos pasaban, mi pie golpeaba el suelo y mis alas se agitaban con fuerza; si el poco sentido común que me quedaba no gritara "imposible" ante tal pensamiento, diría que me había elevado varios centímetros del sofá.
Kalare no había respondido a mi pregunta; yo ni siquiera era capaz de mirarle a la cara después de lo narrado. Me aterraba ver plasmados en su rostro todos los apelativos ofensivos que yo me dirigía a diario; loca era de los suaves, aunque no por ello desatinado.
Oí cómo su taza se posaba en la mesita y me obligué a levantar la mirada; a través de sus gafas, ella me la devolvió, cuidando sus gestos para no traslucir ninguna emoción. Quizá fuera lo mejor; la impasibilidad era más fácil de digerir que la decepción.
—¿Qué pretendes, Celia? —eso fue lo primero que escapó de sus labios. Tres palabras, una pregunta. Se notaba que le había dado mil vueltas a aquella simple interrogación, que había ensayado en silencio cada sílaba. No obstante, notar eso no impidió mi desconcierto; ladeé la cabeza, sin comprender a santo de qué lo preguntaba.
—¿No es obvio? —contesté; quería que se notase lo estúpida que me parecía la cuestión planteada, así que el sarcasmo me pareció el mejor planteamiento—. Quiero librarme de todo con lo que llevo cargando estos meses. Pretendo recuperar mi vida, la normalidad que tanto añoro. ¿Qué hay en ello que no te convence?
Kalare suspiró, pero mantuvo su semblante serio; no había que ser un genio para notar lo poco que se lo creía. Pero, ¿por qué? Por primera vez desde marzo, yo estaba siendo sincera.
—Mientes —menuda manera de llevarle la contraria a mis pensamientos—. Desconozco si eres consciente, o hasta dónde llega la mentira, pero está claro que no estás siendo honesta conmigo.
—¿Qué? —una risa amarga brotó desde el fondo de mi garganta; aquello era una broma, tenía que serlo—. ¿Me has dejado contar todo esto, desnudar todo lo que he ocultado durante un cuarto de año, para que ahora me salgas con esas? ¿De veras me ves capaz de inventarme toda esta aventura? ¿De investigar para cuadrarla con hechos reales y, para colmo, herirme para sumar credibilidad? Si piensas eso, quizá Psicología no sea lo tuyo.
Vale, a lo mejor me había pasado con lo último. No había que saber mucho de lenguaje corporal para notar el dolor que le había infringido al cuestionar su carrera. Sabía que no todo el mundo lo tenía tan claro como yo y que era una de las elecciones más importantes al comenzar la vida adulta; ya era bastante complicado ponerse de acuerdo con uno mismo, como para que otros entrasen a cuestionar sin conocer tu lucha interna. Aún así, no retiré el comentario; por si no se nota, yo también estaba dolida.
—No tergiverses mis palabras —me acusó; si hubiera tenido un proyectil cerca (una pelota, un paquete de pañuelos...), probablemente habría acabado estampado en mi cara. Aun con todo, se esforzó por mantenerse profesional—. Ambas tenemos claro que estás enferma. Muy enferma. Tu trastorno es algo que no había visto, aunque veo similitudes con la esquizofrenia. Y, sin embargo, ambas conocemos otro detalle: yo no te puedo ayudar.
¿Y eso a qué venía? No veía a dónde quería llegar con aquel comentario. Me crucé de brazos, a la espera de una explicación que me aclarara la relación entre su último discursito y mis supuestas mentiras.
—Celia, piensa —me pidió; en este punto, ya no hablaba una psicóloga, sino una amiga—. Llevo un año en la carrera, y ni siquiera he aprobado todas las asignaturas. No tengo potestad para recetarte ni terapia ni ninguna clase de pastilla. No iba a poder ayudarte ni aunque lo anhelara con toda mi alma, así que, en lo que se refiere a curarse, venir aquí ha sido una pérdida de tiempo. Ahora, te lo pregunto otra vez, y quiero que me seas totalmente sincera: ¿por qué has acudido a mí en vez de buscar verdadera ayuda profesional?
Antes de entrar por aquella puerta, lo tenía claro; quería evaluar si lo mío era realmente grave, si merecía la pena gastar dinero y poner sobre aviso a mis tutores legales (a mis padres, vamos). En ese instante, ya no lo tenía tan claro. Por supuesto que era grave, por supuesto que era necesario hacer lo posible para recuperar mi cordura, aun si eso suponía atraer miradas y una considerable bajada de mi cuenta bancaria; eso lo sabía desde el principio, no era necesario el visto bueno de nadie. Todo lo que me había dicho desde que tomé aquella decisión me apestaba a excusa.
Miré al suelo. Pellizqué mis manos. Aún no tenía una respuesta razonable.
—No lo sé —admití en un susurró.
Soy incapaz de describir cómo se sintió soltar esa confesión. Sabía que mi cerebro no era de fiar, que fallaba por motivos que se me escapaban; aún así, había creído que quedaban un par de neuronas racionales, esas que tomaron el control para hacerme buscar ayuda. Ahora resultaba que ese rincón también estaba infectado, que había sido víctima de mis propios engaños. No sabía cómo sentirme al respecto, y que Haritz gritara "¿y entonces para qué has venido?" desde el fondo de mi cráneo tampoco ayudaba a imponer orden allí dentro. Solo tenía claro que quería llorar.
Sentí unos brazos a mi alrededor; Kalare se había levantado a abrazarme. ¿Cuánto llevaba yo sin recibir un abrazo de alguien que no llevara mi sangre por las venas? Ahí sí que lloré; no había sabido cuánto lo necesitaba hasta que lo sentí ceñirse a mí como una manta protectora.
—Mira, es hasta normal —me tranquilizó—; los adictos se autosabotean constantemente para conseguir su dosis, aunque quieran dejarlo. El objeto es distinto, pero me atrevería a decir que la fuerza del deseo es la misma. Tú eres adicta a tu ficción, y venir a mi casa era tu manera de fingir que lo intentabas mientras seguías consumiendo a tus anchas. Estabas convencida de que hacías el esfuerzo, pero la única diferencia entre esto y nada es una conciencia tranquila.
Se apartó un momento. Fue en busca de su móvil y me lo tendió. En la pantalla se leía Virginia (Prof.) y un número de contacto. Le devolví una mirada de extrañeza.
—Llama —me ordenó—. Es mi profesora de Psicología Social, de las únicas a las que les caigo bien, y tiene una consulta. Por lo poco que sé de ella, diría que le encantan los retos; aceptará tu caso, aunque solo sea para demostrar su maestría. Ahora, llama.
Cogí el móvil y llamé. Teléfono apagado o fuera de cobertura, según el operador. Ni se me pasó por la cabeza dejar un mensaje en el buzón de voz; colgué enseguida.
—No está disponible —comenté, devolviéndole el aparato.
Kalare levantó una ceja, sin creerme del todo. No me sorprendió; yo tampoco lo haría, visto el panorama. Marcó ella misma y se cercioró de que, en efecto, el móvil de su profesora no recibía señal.
—¿Será oportuna? —musitó. Acto seguido, tecleó un par de comandos y mi propio teléfono vibró. Lo saqué del bolsillo; tenía varios mensajes sin leer, entre ellos un contacto enviado por la universitaria de enfrente—. Te doy una semana de plazo; si no la has llamado por tu cuenta, me presento en tu casa y te llevo a rastras a su consulta.
—Gracias —murmuré, a lo que ella sonrió.
Esa fue nuestra despedida; ninguna tenía ganas de fórmulas de cortesía. Desanduve el camino que me había llevado allá, perseguida por una estela de lágrimas suspendidas; probablemente, llevaba murmurando eseki (1) un buen rato.
"Diez a una a que el fragmento de moneda está intentando guiarte por el buen camino y por eso sufres tantas trabas para ir a un psicólogo en condiciones", soltó Haritz.
"¿Es que no se me permite creer en las casualidades?", gruñí; no estaba de humor para ignorarle.
"Ay, Celia, las casualidades no existen para los que manipulan la probabilidad", me corrigió, como si fuera una obviedad y yo una imbécil por no verlo. Tenía ganas de pegarle un puñetazo; sin embargo, es difícil golpear a un ser incorpóreo. "¡Eh, que tengo cuerpo y tú lo sabes!". Ese detalle me importaba bien poco.
Mientras los temas de nuestra constante discusión rotaban, yo había llegado a la parada. Me apoyé en la marquesina y miré a la pantalla; 22 minutos para el próximo UK01. Genial.
A decir verdad, desconocía por qué volvía a casa. Podría perfectamente dar un paseo por la ciudad, comer por allí incluso. A lo mejor me encontraba a algún conocido... No, mejor no; prefería que no me vieran así. Quizá estaba huyendo de esa situación.
Aunque puede que no tuviera elección; unas manos se posaron en mis párpados, tensándome de inmediato. Sentí movimiento a mi izquierda y el viento me trajo una voz al oído. Su voz.
—Qui suis-je? (2)
.0.0.
(1) Suspender, en euskera.
(2) ¿Quién soy?, en francés.
Fuera sonando tambores y yo acá... Y, sinceramente, me da un poco igual; así escribo con banda sonora, ¿no?
¡Empieza la segunda parte de AI! ¿Alguien adivinó ya quién es el narrador del párrafo introductorio?No sé si fui muy obvia.
Tengo que volver a acostumbrarme a escribir en el móvil, que si no no me da la vida y pasa lo de la semana pasada. Tengo que volver a usar el teclado del móvil en general, la verdad... Perdón.
Bueno, ¡os leo en los comentarios!
Mireia
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