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12. Sombras en el viento

12. Sombras en el viento

«¡Deja de hacerme pausas dramáticas, Celia! Maldigo el minuto en el que te ofrecí ese té»

Iba a venir. L'Invisible iba a venir.

No lo había dicho así, claro. En teoría, iba a cruzar la frontera para visitar a su abuela paterna y pasar el Domingo de Ramos con ella. Eso le dejaba el sábado libre, que pensaba aprovechar para recorrer San Sebastián. Insistía en que podía rechazar su invitación sin ningún problema, pero que le hacía mucha ilusión verme. "No tengo ni permiso ni medios para ir allá a menudo, así que quiero sacarle el máximo partido; eso incluye, por supuesto, ver en persona a la chica tan interesante que está leyendo este mensaje".

Eché un vistazo a su foto de perfil por enésima vez, como si pudiera conocer su rostro a través de la imagen. ¿Cómo, si lo único que veía era a Katara, de Avatar: la leyenda de Aang? Por mucho empeño que pusiera, no había un rostro real en aquellos trazos; por más que hablásemos, ella seguía siendo del tipo de desconocidas de las que advierten a los adolescentes, por si quieren internarlos en una secta. Sabía de ella lo que me había dicho, y ni siquiera lo sabía con certeza; la mentira era equidistante entre su mano y la mía.

"Oh, entonces perfecto", afirmó Haritz entre mis somnolientos pensamientos. "Dile que no con la fórmula que prefieras, vístete y vamos a buscar mi árbol".

Rodé los ojos; como si le fuera a hacer caso. Aquello no era tan sencillo. ¿O sí? La verdad es que estaba confusa; en algún resquicio de mi caja torácica, mi corazón había temblado de ilusión al recibir la noticia.

Fuera lo que fuese, estos eran los hechos: estaba en pijama, tumbada entre sábanas de franela y mantas, con una bola de pelo intentando aplastarme el cráneo, leyendo una y otra vez aquellos mensajes sin contestación ni doble tic azul. No sabía qué teclear, y la voz de Haritz instándome a tomar un camino mientras me empujaba a otro totalmente distinto solo lo empeoraba. Golpeé la almohada con la cabeza, presa de mi frustración (eso hizo que la bola de pelo en cuestión saliera disparada al interior del armario; sinceramente, me importó tres pepinos).

Podría haberme excusado en mi salud, es cierto; le había contado lo ocurrido en Gimnasia, entendería que tuviera pocas ganas de levantarme. Sin embargo, la realidad era otra. No me sentía cansada, maltratada o vapuleada, ni ninguna otra variante; no me molestaba respirar, ni sentía punzadas de dolor al doblarme sobre mí misma. Apenas quedaba rastro alguno de las heridas del día anterior; tuve que palpar la zona para percibir las cicatrices sin consultar el espejo. Desde luego, parecían peores de lo que habían acabado siendo; que, según Haritz, hubiera más magia que plaquetas en mi sangre a estas alturas no tenía nada que ver.

Sé que podría haber mentido y escudarme en ello igualmente; tenía la habilidad, y algo me decía que L'Invisible no iba a indagar al respecto. Librarse parecía demasiado fácil; a lo mejor, ese era el motivo por el que la idea no se me hacía nada atractiva. Puede que viera en ese primer contacto una especie de reto que, a pesar de saber que podía superar, iba a requerir un estimulante esfuerzo. Ya sabes, como los exámenes de Física-Química.

Me incorporé de golpe y abrí el chat; había tomado una decisión.

"Nos vemos en el Peine del Viento a las 16:00. No llegues tarde". Mandé el mensaje lo más rápido que pude; si tenía que arrepentirme, que fuera después de que ella lo leyera.

Mi móvil no tardó en estallar a notificaciones, todas de una misma conversación. L'Invisible no se creía lo que acababa de leer; escribió un millar de mensajes en mayúsculas, con términos en francés que no supe traducir y deduje por contexto. Las comisuras de mis labios se elevaron; su emoción se elevaba hasta límites insospechados.

—Casi parece que estés hablando con tu novio, Celia —rió Nerea, apoyada en el marco de la puerta. Acababa de aparecer en mi cuarto, con su rizado cabello enmarañado, pijama de un oso con chupete y sin gafas. A pesar de su miopía, había logrado distinguir mi sonrisa boba a través de la niebla. La borré de inmediato.

—¿Qué haces aquí, renacuaja? —pregunté; odiaba que apareciera en mi habitación solo porque le daba la real gana.

—Ama dice que vayas a desayunar y a limpiar la mesa de la sala —transmitió—. Además, quería coger algo.

Dicho esto, saltó sobre mi cama, rodó por encima de mis piernas, cogió el libro que tenía en mi escritorio (para lo que bien podía haber rodeado el colchón) y volvió a rodar. Yo le gruñí y ella me sacó la lengua.

—¿Por qué narices está eso aquí en primer lugar? —le eché en cara. Desordenada como era, siempre dejaba sus cosas donde caían; Fábulas Efímeras no era una excepción.

—Estuve leyendo después de hacer los deberes de ordenador —contestó, como si supiera a qué trabajo audiovisual se refería; podría haber sido desde unas diapositivas para Gizarte hasta un podcast para Inglés. Antes de que yo replicase nada, corrió al salón, donde supuse que estarían sus gafas.

Solté un suspiro y me levanté. Esa niña nunca cambiaría; ni a los trece años se entreveía una pizca de madurez en ella. Es decir, ¡seguía leyendo fantasía! Y se comportaba como si esos mundos imaginarios en los que se adentraba fueran reales. Tenía la habitación empapelada con dibujos que hacía ella misma de los personajes, como si eso fuera a llevar a alguna parte. En resumen, una cría.

"Muy interesante... ¿Podrías por favor darle el colgante a ella?", mi ceño fruncido rebotó en el espejo antes de cubrirlo con la tela de la sudadera. "Venga, no te lo tomes así, es que ella parece más dispuesta; yo me libero, tú me ignoras y ella vive la aventura mágica de su vida. ¡Todos ganamos!".

No veía el beneficio; yo ya le ignoraba de por sí. Eso es lo que hice mientras desayunaba, limpiaba la mesa y realizaba las mil y una tareas que me mandaron después. Aún así, me conocía y sabía dónde estaba mi límite; tenía que tomar cartas en el asunto para no alcanzarlo aquella tarde (no quería estar de mal humor, ¿vale?).

"Si me dejas el día tranquila, te libero por Domingo de Ramos", procuré pensarlo como un hecho; no tenía intención de que notase mi verdadera predisposición, que se acercaba bastante a la cifra nula.

Funcionó. Mira te voy a ahorrar sus aires de grandeza, sintiéndose el Mesías reencarnado llegando a la ciudad aquel día tan importante en el calendario cristiano. Lo siento, crecí en un colegio salesiano; quieras o no, le tengo un mínimo de respeto a la religión.

Decidí esperar a la hora de comer para soltar la bomba. Con un tenedor lleno de arroz en una mano, dije:

—Esta tarde salgo —y me metí la comida en la boca como si tal cosa. Era la única de la mesa que seguía masticando.

El silencio estupefacto que envolvió mi revelación se disolvió enseguida, siendo reemplazado por un interrogatorio que procuré esquivar. Típicas preguntas de "¿con quién?", "¿qué vais a hacer?" y similares que no podía responder con certeza.

Terminé el plato y me marché a cepillarme los dientes. Tres minutos. Cuando volví a enfocar la vista a mi alrededor, había un jersey negro con puntilla y unos pantalones grises colocados sobre la cesta de la ropa sucia.

—¿Y esto? —pregunté, aunque ya conocía la respuesta.

—Para que te cambies —respondió mi madre desde la cocina. Miré mi gruesa sudadera de Cambridge y suspiré; ni en eso me dejaba elegir—. Luego, si te apetece, puedo ayudarte a maquillar...

—¡Gracias, pero no, gracias! —grité a través de la lana. No me hacía gracia pintarme la cara, y menos para un encuentro tan absurdo y poco formal como aquel.

—¡Al menos déjame peinarte un poco! Se te han formado unas ondas muy raras —puntualizó. Miré al reloj y me resigné; a veces hay que darle una alegría.

Me senté en la cocina; ella trajo un secador y un cepillo térmico (ese que tiene forma de cilindro, ¿te suena?). Pasó un cuarto de hora obligando a mi pelo a alisarse por calor. Luego, me lo despegó del cráneo y marcó la raya en un lateral. Los mechones que antes se sostenían atrás por sí mismos se deslizaron hasta mi rostro, pero mi madre estaba satisfecha.

—Faltaría un poco de pintalabios y colorete... —murmuró.

—Ni lo sueñes —negué yo en el mismo tono. Miré al reloj de nuevo; las tres menos veinticinco, tenía que ponerme en marcha ya. Le di un beso en la mejilla y me despedí—. Agur, ama (1).

Salí de casa con tiempo de sobra y una camiseta de más. No había querido dar explicaciones sobre la sangre que la manchaba, así que el día anterior había decidido llevar puesto el recambio y deshacerme de ella en cuanto tuviera ocasión. Tiré la prenda ensangrentada al cubo de reciclaje correspondiente; después de todo, si había algo que mi madre no iba a echar de menos, esas eran las camisetas de deporte. O, al menos, eso creía; los motivos por los que este hecho fue ignorado fueron bien distintos. Con ese pensamiento, me dirigí a coger el autobús.

Pisé Donostia hacia las cuatro menos cuarto. Aún así, dada la caminata que había desde la parada hasta el Peine del Viento, no había tiempo que perder. Cada vez estaba más nerviosa; el arrepentimiento se agazapaba en mi estómago, obstruyéndolo y dándome ganas de vomitar, ganas que difícilmente reprimí.

Ya estaba en Ondarreta cuando sentí unos ojos sobre mi nuca. Volví la vista atrás y localicé a su dueño; la verdad, lo complicado era no hacerlo. Estaba plantado en medio de la muchedumbre, quieto en el movimiento, vestido con un uniforme de dos siglos de antigüedad; al mirarlo, sentía que estaba observando una foto en blanco y negro a través de un filtro negativo.

No, no es una figura retórica; fue así como lo identifiqué como alucinación. Sus pupilas eran blancas; su tez, negra como la pez. Todo él permanecía sin color, y aún así, daba la sensación de que su escala de grises estaba invertida; un pequeño territorio a su alrededor, aquel donde debía proyectarse su sombra, sufría el mismo destino monocromático.

"Márchate, rápido; huye por tu vida", me instó Haritz desde mi cráneo; fue tan apremiante e inesperado que me hizo pegar un bote interno.

"¿No habíamos quedado en que no hablarías hoy?", repliqué; no obstante, había empezado a caminar más rápido sin darme cuenta.

"Eso era hasta que te has cruzado con un maldito zádaplu, Celia", contestó; se le notaba alterado, y había un deje de odio en su voz. Mientras hablábamos, el ser en cuestión había abandonado su quietud y se acercaba a nosotros a una velocidad vertiginosa. "¡Ve más rápido, por favor!"

"¡No voy a correr para huir de un peligro imaginario, Haritz!", vista desde fuera, la normalidad con la que discutí con él aquel día resulta inquietante.

"¡Es que no es imaginario, Celia!", noté sus esfuerzos para maquinar un argumento convincente. "Puede que no lo veas, pero lo que te está siguiendo es un coche. ¡Y tiene todas las papeletas para atropellarte!".

Miré atrás de reojo. En lugar del chico en negativo, en aquel momento veía a un bólido negro que se adentraba en el paseo a velocidades no permitidas. Maldije por lo bajo mientras empezaba a correr de verdad; estaba en serios problemas, y las alucinaciones me habían impedido notarlo hasta aquel instante. Si salía de aquella, prometí buscar ayuda profesional.

Sin embargo, por más que corriera, sabía que era imposible superar la velocidad de un coche a pie, incluso si no hubiera habido transeúntes en mi camino (y no tuviera a un mamífero esférico colgando de la espalda, todo hay que decirlo); más temprano que tarde, me alcanzaría. Mi única esperanza residía en los postes de la zona peatonal, que podían impedirle el paso.

Esperanza vana, lo sé; salí volando por los aires mucho antes de lograr vislumbrarlos. Sentí una oleada de dolor naciendo de múltiples puntos a lo largo de mis piernas. Tenía la cara pegada al asfalto y respiraba con dificultad; muy poca cantidad de aire atravesaba mi nariz, pero esa mínima cantidad era suficiente para que me doliera el pecho. Moví la lengua una pizca y varios dientes se movieron con ella; los escupí, asqueada.

Sentí un tirón de pelo que me obligó a darme la vuelta; desde ese ángulo, el chico (que había vuelto a tomar tal forma) me miraba con aires de grandeza. Si me hubieran quedado dientes sueltos que escupir, los habría usado de proyectiles.

No sabría si podía chillar. Desconocía si serviría de algo. En los folletos solían aconsejar el grito de "¡Fuego!" para llamar la atención del personal y aumentar las posibilidades de que alguien se atreva a ayudarte. Sin embargo, ¿quién en esta calle no se había enterado ya de lo que ocurría? ¿Acaso no había visto lo concurrida que estaba mientras corría? Y nadie se había acercado; a nadie le importaba lo más mínimo lo que me ocurriera. Una lágrima se escurrió por mi amoratada mejilla al notar que, una vez más, era invisible.

El chico se reclinó encima de mi rostro, muy cerca, demasiado cerca. Había colocado las rodillas en mis brazos, pero, de todas formas, dudaba poder moverlos. Estaba indefensa y, a falta de intervención externa, iba a hacer conmigo lo que se le antojara. En ese instante, se conformó con deslizar su índice izquierdo sobre mis magullados labios, como retándome a morderle.

Isildu (2) —pronunció. Su acento era extraño, pastoso y, de algún modo, familiar; ni siquiera puedo asegurar que mencionara esa palabra. Sentí cómo perdía contacto con mi capacidad de hablar; incluso mis jadeos y quejidos involuntarios se volvieron silenciosos. Él sonrió; con una mano, acarició mi colgante, que soltó una chispa y le quemó—. Mutiko madarikatua! (3) —clavó sus pupilas blancas en mí de nuevo—. A menos, neska (4), que quieras ofrecerme el fragmento por voluntad propia; así, podrías salir de ésta con vida.

Me estaba costando mantenerme lúcida, y esa petición sin sentido en la que apenas lograba distinguir palabras no ayudaba en nada. ¿Cómo iba a evitar caer en un estado de inconsciencia en esas condiciones?

"No lo hagas", me descolocó escuchar aquella voz fuera de la oscuridad de mi cuarto; sonaba suplicante, como cuando me pedía dormir. "Deja de evitar el sueño, permíteme hablar con él. Por favor; duérmete ahora y podrás despertar. Si sigues luchando contra mi libertad, ambas moriremos. Por favor, duérmete".

No me hizo falta mucho más para hacerle caso; ya estaba en el umbral del desmayo, y su voz tenía esa cadencia que conseguía darme el último empujón. Mis párpados cayeron por su propio peso y me sumí en las tinieblas.

.0.0.

(1) Adiós, mamá, en euskera.

(2) Cállate, en euskera.

(3) ¡Maldito niño!, en euskera.

(4) Niña, en euskera.

Creo que esto entra en el ranking de los capítulos más largos que he escrito (segundo puesto, si la memoria no me falla). Pero bueno, así lo han decidido mis personajes y así lo he transcrito.

Una mini confesión: hay capítulos en los que odio a Haritz, y éste es uno de ellos. Si notais mis motivos, hacédmelo saber (ya destacará más en otro momento, pero yo lo sé desde ahora y me duele).

La verdad es que me imponía mucho respeto esta escena; espero que haya quedado la mitad de... no voy a decir "bien", porque eso no está bien, pero... "impactante", esa es la palabra, creo. Pues eso, que haya quedado la mitad de impactante de lo que era en mi cabeza.

Antes de marcharme, aviso a los lectores que quieran ver cómo serían los personajes en mi cabeza, que subí los dibujos que estuve haciendo durante el mes de octubre (inktober, googlead si no conoceis el reto) tanto a twitter como al libro de "Retratando multiversos". Solo aviso.

¡Os leo en los comentarios!

Mireia

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