10. El ataque de los traumas
10. El ataque de los traumas
«Tengo que admitir que cada vez entiendo menos. Dentro de lo malo, has salido ilesa, en el sentido físico de la palabra, de casi todos los encontronazos. ¿Los mordiscos del neiro cuentan? Digo, bastante preocupante es tu salud mental ya, como para añadirle más capas. Aunque he notado que cojeabas un poco al entrar, ¿vas a explicármelo en algún momento?»
Los ataques sorpresa de aquella bolita peluda se habían incorporado a mi rutina para el viernes de esa misma semana. Sacudírmela de encima ya era un acto reflejo, para su frustración. Y, como bien has puntualizado, no había logrado dañarme; apenas un par de rasguños, que podría haberme hecho yo misma sin darme cuenta. Era lógico, ¿no? Aquel bicho no era real, no podía infringirme dolor real.
Mientras, Haritz había encontrado otra idea con la que obsesionarse y tratar de convencerme. Según su descabellada interpretación, que saliera airosa de cualquier situación mística hasta el momento se debía a estar usando el poder del fragmento de moneda para modificar mi suerte. Inconscientemente, por supuesto; mi nivel no me permitía manipular esa magia a mi antojo. Además, eso explicaría las alteraciones físicas, como aquella que sobresalía de mi espalda: mi cuerpo no estaba diseñado para albergar tal poder, así que se adaptaba como podía.
Como podrás imaginar, aquel razonamiento me hacía rodar los ojos. A estas alturas, estaba claro que no me iba a creer ni media palabra de sus discursos. No obstante, Haritz seguía erre que erre.
"¿Qué es lo que no te cuadra, Celia?", espetó el mencionado viernes, mientras me preparaba para Educación Física en el vestuario. "Mira, tiene sentido. Por regla general, la magia y la humanidad no se mezclan; una tiende a desplazar a la otra, hasta que la más fuerte prevalece. Ahora, aquí estás tú, hibridando cualidades inmiscibles, y estos son los resultados, incoherentes con todos los especímenes mágicos que soy capaz de recordar. ¡Es que no hay otra! Llevas un año y poco llevando el fragmento contigo todo el rato, ha tenido tiempo de abrirse paso hasta tu interior. ¿Ves? ¡Incluso la cronología me da la razón!"
Dejé de prestar atención a mitades de su monólogo, pero, dado que el personaje sigue morando mi cerebro, me ha hecho el favor de repetirlo palabra por palabra para que escuches y juzgues por ti misma. Todo un detalle, como si la locura en la que estoy inmersa no fuera evidente sin sus aclaraciones.
Aquel día faltaba la mitad de la clase. No, nadie estaba haciendo pellas (creo; sería absurdo, teniendo en cuenta que faltaban unas horas para Semana Santa); los alumnos faltantes estaban en el puerto, listos para una sesión de piragüismo. Por nuestra parte, íbamos a hacer un poco de escalada, y nuestra clase se pospondría hasta después de las vacaciones.
Saltaba a la vista que ninguna de las opciones planteadas me hacía especial ilusión; sin embargo, elegir el piragüismo habría supuesto una espera de veinte minutos a la intemperie. Llámame cobarde, pero prefería posponer la pulmonía hasta después de las vacaciones. Así que allí estaba, en clase de escalada.
Aunque, bueno, la verdad es que llamar a aquello clase de escalada requería una amplia concesión. Había oído (vale, alguien me había contado) que algunas aulas habían ido al polideportivo Pío Baroja, pero nosotros no habíamos tenido esa suerte. Con sinceridad, prefería que nos hubiera tocado la peor alternativa; fuera lo que fuese lo que se iba a montar en el gimnasio de Luberri, sería más sencillo de trepar que un rocódromo.
El profesor empezó a explicar el procedimiento: treparíamos por las barras de la pared, sujetos por arneses y unas cuerdas que amarraría en unos ganchos a los que no había prestado atención hasta el momento. Una vez arriba, descenderíamos a rapel, que implicaba dar saltitos y no ser demasiado bruscos al soltar cuerda. Tenía una leve noción de cómo hacerlo, por una actividad de un campamento al que fui, pero no las tenía todas conmigo. ¿Que por qué? Para que una persona trepara, otra debía agarrar la soga; por tanto, el ejercicio era en parejas.
Busqué con la mirada a Marta, pero pronto caí en la obviedad: ella vivía a un tiro de piedra del acuario, había elegido la actividad que más le convenía. Un movimiento inteligente, pero que me ponía en un compromiso.
Mientras veía cómo el resto se reunía con sus amistades, casi deseé que Ander estuviera en mi clase. Todavía no entendía muy bien su empeño en traspasar mis barreras, pero, sin yo quererlo, habíamos llegado a un punto en el que las peticiones de este estilo no le extrañarían lo más mínimo. Es más, probablemente se ofrecería el mismo, como pasó con el libro de Matemáticas.
Cuando la división ya fue clara, localicé a alguien sin pareja. Contaba con ello; después de todo, éramos un grupo par. La persona en cuestión era una chica con pañuelo en la cabeza y ojos almendrados, que me miraba a través de sus gafas, supongo que sopesando lo mismo que yo. Al menos no puso cara de desagrado, lo que era un punto a favor.
Recuerdo que se presentó, pero mi memoria no se encargó de retener aquellos datos. Su nombre empezaba por S, creo. La verdad es que me concentré más en atar bien mi arnés (por evitar mi muerte y eso) que en mantener una charla civilizada con ella. Lo siento, no tenía muchas ganas de interactuar con más personas; demasiada socialización.
El primer turno se nos hizo fácil. Ella se manejaba bastante bien, mientras que yo... bueno, al menos mantenía mi nivel de hacía ocho años. Pasábamos más tiempo atando y desatando nudos que escalando (si eso que hacíamos merecía tal nombre). Por supuesto, yo no tenía ningún problema con ello; como he dicho, escalar no me hacía una ilusión loca.
Supongo que la situación era demasiado tranquila. Supongo que mi cerebro trastornado exigía su dosis de acción. Al subir por segunda vez, un enjambre de abejas surgió de la pared y me rodeó.
Vale, quizá llamarles abejas, a secas, suene demasiado normal (sí, incluso puntualizando lo de que salieron de una superficie plana). Los insectos medían lo mismo que mi mano y poseían cuatro ojos, en proporciones dispares. A lo mejor, dada la forma de su cuerpo y alas, se asemejaban más a una libélula que a una abeja. No me paré a pensarlo; vi franjas amarillas y negras volando hacia mí y entré en pánico.
Nunca me habían gustado las abejas. Después de que evacuaran mi antiguo colegio por su culpa, todavía menos. Tras aquella experiencia en el gimnasio, solo puedo calificar mi relación con ellas como trauma.
Lo siguiente que recuerdo es encontrarme en el suelo, con el profesor y mi compañera provisional mirando, una terrible molestia en el abdomen y la cabeza palpitando. El terror aún hormigueaba por mi cuerpo, pero ni rastro de los causantes.
El escrutinio no me hacía ninguna gracia (ni el suyo ni el del resto de los alumnos, que cuchicheaban fuera de mi campo de visión), así que intenté levantarme. En vano; nada más incorporarme un poco, la molestia se transformó en verdadero dolor y mi vista se emborronó. En un acto reflejo, llevé mis manos al estómago. Cuando logré enfocar de nuevo, distinguí manchas rojas entre mis dedos. Y me asusté.
Aquella era sangre. Mi sangre.
Hoy no hay nota, que sino vuelvo a entrae en horario limbo. Tampoco es que tenga mucho que decir. A ver qué decís vosotros. ¡Nos leemos!
Mireia
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