Capítulo II: Conexión.
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Multimedia: Jaymes Young//What is Love?
El ensordecedor ruido de la alarma resonaba en cada rincón de la habitación, obligando a Alan a despertar de inmediato. Suspiró, pasando una mano por su frente. Su mente seguía divagando en el encuentro con Camilo. Le resultaba imposible dejar de pensar en el llamativo color aceitunado de sus ojos. Con un gesto cansado, retiró el edredón de su cuerpo y se levantó de la cama. Se sentó en el borde, pensativo, mientras el vacío que sentía en su interior volvía a hacerse presente. No entendía por qué aquella sensación negativa lo invadía cada mañana, como si algo esencial faltara en su vida.
Decidió dirigirse al baño para tomar una ducha fría y enérgica. Siempre era breve al bañarse; le gustaba ser ahorrativo, una lección que había aprendido de su madre, Alicia, quien lo educó con firmeza pero con amor. Alan valoraba la puntualidad, por lo que solía despertarse una hora antes de que saliera el sol. Ese hábito le daba tiempo para preparar su desayuno, repasar si le faltaba algún libro en su bolso y adelantarse a cualquier eventualidad.
Después de desayunar, su móvil vibró con una notificación. Una sonrisa asomó en sus labios al reconocer a Clarisa, su mejor amiga desde que ingresó a la universidad. Su vínculo era inquebrantable, una amistad que había resistido los momentos más difíciles. Clarisa le decía que ya estaba por llegar a la universidad y que no quería estar sola tanto tiempo. Era expresiva y detallada en sus mensajes, en contraste con Alan, quien prefería respuestas concisas. Aquello solía frustrarla, y no tardaba en reclamarle su actitud distante y fría. Sin embargo, Alan respondió brevemente, bloqueó el móvil y continuó con su rutina.
Ordenó los platos y utensilios que había utilizado y salió de su departamento. El reloj en su muñeca marcaba las siete y veinte de la mañana, una buena hora para evitar el tráfico pesado. Guardó las llaves del departamento, sacó las del auto y bajó por el elevador hasta el estacionamiento. El aire frío de la mañana lo reconfortaba; el invierno siempre había sido su estación favorita.
El trayecto hacia la universidad fue tranquilo. Durante el camino, su móvil volvió a sonar, provocándole un ligero fastidio. No atendía llamadas mientras conducía; ese hábito le recordaba el accidente de su madre, quien perdió la vida por responder una llamada en el peor momento. La culpa aún lo atormentaba, y prefería ignorar el insistente aparato.
Finalmente llegó a la universidad. Clarisa le había pedido que la encontrara en el snack-café cercano a la facultad de medicina. Caminó hasta allí, revisando los múltiples mensajes de su amiga, el último de los cuales decía que ya no estaba en el lugar y que lo esperara porque tenía algo importante que hacer. Alan rodó los ojos, tomó asiento en una mesa y esperó. Su clase comenzaba a las nueve, y eran las ocho y media. Sin embargo, tras unos minutos de espera, decidió marcharse al salón. No quería comprometer su puntualidad.
El aula estaba vacía cuando llegó. Se sentó en la primera fila y revisó su bolso, encontrando su ejemplar de Cien años de soledad de Gabriel García Márquez. Le fascinaba aquel libro; cada párrafo lo sumergía en un mundo que lo mantenía cautivado.
Mientras leía, escuchó pasos que resonaban en el pasillo, seguidos de dos golpes pausados en la puerta. Levantó la vista y se encontró con Camilo, quien lucía diferente, esta vez con lentes de visión. Los latidos de su corazón se aceleraron de inmediato, pero las palabras no lograban salir de su boca, como si estuvieran selladas.
—Realmente me sorprende verte por aquí —comentó Camilo con una sonrisa.
—¿A qué se debe tu sorpresa? ¿Es porque es privada? —replicó Alan con cierto tono defensivo.
—Qué agresivo —rió Camilo—. No lo decía en ese sentido.
Un incómodo silencio se instaló entre ellos. Camilo, al notar la incomodidad de Alan, decidió continuar la conversación.
—¿A qué facultad perteneces? —preguntó curioso.
—Medicina. Supongo que tú estás en la facultad de ingeniería —opinó Alan, mirando al suelo.
—Para nada, los números no son mi fuerte. Estoy en la facultad de Artes; estudio Literatura.
—Entonces quieres ser escritor.
—Exactamente. Por cierto, ese libro es una maravilla literaria. Bueno, debo irme; voy algo retrasado. Me gustaría verte de nuevo.
Camilo se despidió con una sonrisa, dejando a Alan inmerso en un torbellino de pensamientos. Durante el resto de la clase, trató de apartar aquellas palabras de su mente. Clarisa no apareció, lo cual le pareció extraño. Supuso que su amiga habría encontrado alguna excusa romántica para no asistir.
Al terminar su clase, caminaba tranquilamente por el pasillo cuando una mano lo jaló bruscamente hacia un aula vacía.
—¡Demonios, Clarisa! Algún día me matarás de un susto —reclamó molesto.
—Vamos, dime quién era ese chico tan apuesto —insinuó ella con una sonrisa traviesa.
—No es asunto tuyo. Pensaba decírtelo, pero ni siquiera llegaste. Te esperé, y no te dignaste aparecer.
—Amargado. Sí llegué, pero no quise interrumpir tu momento con el chico. ¡Es un muñeco de porcelana! —rió Clarisa.
—Su nombre es Camilo, y lo conocí hace dos días en el parque por una imprudencia mía.
Clarisa no podía parar de reír y bromear sobre la forma en que lo había conocido. Aunque Alan trataba de negarlo, había algo en Camilo que lo había removido profundamente. Mientras ellos bajaban las escaleras, un chico de cabello negro, con un tatuaje de ave en el cuello, lo observaba desde lejos. Alan sintió esa mirada y giró, pero ya no había nadie. Pensó que solo era su imaginación y continuó caminando sin darle importancia.
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