Capítulo I: Día Lluvioso
Alan pensaba que su vida no era interesante, que solo era un chico común y corriente que había decidido vivir solo. Ya no soportaba estar en su antigua casa, donde vivía con su padre. Con el paso de los meses, la adicción de su padre al alcohol se había vuelto más severa, y los espectáculos que armaba eran cada vez más increíbles. Poco a poco, la paciencia de Alan se agotó. Quería mostrarse fuerte delante de su padre, pero aquello no era más que una máscara. La realidad era que el chico estaba profundamente deprimido por la muerte de su madre. Había sido diagnosticado con depresión, y aunque el diagnóstico no le sentó bien, sabía que necesitaba espacio para sanar aquella herida profunda en su alma, una herida que parecía doler más con cada día que pasaba.
La soledad era su única compañera en aquel momento tan difícil. Los insultos de su padre eran cada vez más fuertes e incluso hubo episodios de agresiones físicas, todo producto del alcoholismo. Ahora que vivía solo, todo era más tranquilo, y podía sentir una paz que había olvidado. Siempre llevaba consigo una fotografía de su madre; pensaba que aquella imagen le daba suerte y protección, aunque ella ya no estuviera presente.
Alan se caracterizaba por ser una persona solitaria. No socializaba mucho con sus compañeros de universidad y siempre mantenía cierta distancia de los demás. Le faltaba poco para graduarse como psicólogo, una carrera que había elegido con pasión. Pasaba largas horas nutriendo su conocimiento con libros sobre el comportamiento humano en la biblioteca. Para él, los seres humanos eran extraños: nunca satisfechos con lo que tenían, siempre buscando más, y aun así incapaces de llenar ese vacío que persistía en su interior. Alan pensaba que las personas solo reaccionan cuando es demasiado tarde, cuando pierden algo importante o a alguien querido al que nunca le dieron el afecto suficiente.
Aquella tarde se encontraba en su departamento, acostado en su cama, mirando por la ventana. Estaba cansado de esa monotonía, de observar la nada. Sabía que pasar tanto tiempo encerrado no era sano para su salud mental, así que decidió levantarse. Se cambió la sudadera y se puso un suéter negro, por si comenzaba a llover. Afortunadamente, a una cuadra de su edificio había un parque donde podría caminar y disfrutar un poco de la naturaleza. Tomó su celular y abrió la aplicación de música. Una de sus canciones favoritas, A Beautiful Thing de Grace VanderWaal, comenzó a sonar en sus audífonos. Siempre había sentido una conexión especial con canciones tristes y alternativas.
Mientras caminaba por la calle solitaria, prestó atención al cruzar la avenida para llegar al parque. Aunque no tenía un "chico especial", disfrutaba la canción como si la tuviera. Lo más destacado del parque eran sus frondosos y verdes árboles, que transmitían serenidad a quienes se encontraban bajo ellos. Tras unos minutos de caminar y observar a niños jugando con sus madres, decidió sentarse en el banco más cercano. No se dio cuenta de que allí había un pequeño libro de notas y un bolso, y se sentó sobre ellos. Con los audífonos puestos, seguía distraído mientras el dueño de las pertenencias buscaba ansiosamente sus cosas. Al acercarse, el chico notó la correa de su bolso y sintió alivio.
—Hola, creo que estás encima de mis cosas —dijo el joven, tocando el hombro de Alan.
El contacto hizo que Alan sintiera una especie de corriente eléctrica recorrer su cuerpo, provocándole un ligero sobresalto. Al girarse para mirar, quedó sorprendido por el muchacho frente a él. Ambos se miraron en silencio por un largo instante. Ninguno dijo una palabra hasta que el chico de ojos verdes sonrió, como si encontrara gracioso aquel momento incómodo.
—De verdad, discúlpame. No fue mi intención —expresó Alan, levantándose de inmediato.
—No te preocupes, son cosas que pasan. A veces solemos estar un tanto distraídos —respondió el chico con una sonrisa amable.
Alan volvió a disculparse por su imprudencia y se despidió. Estaba muy apenado por lo ocurrido, y le resultaba incómodo permanecer allí junto a él. Decidió caminar un poco más antes de regresar a su departamento, intentando calmar sus ruborizadas mejillas. Esta vez no usó los audífonos; quería escuchar el sonido de las hojas moviéndose con la brisa para relajarse tras la vergonzosa escena.
Mientras caminaba, una voz cálida pronunció su nombre:
—Nunca me mencionaste tu nombre —dijo el chico, acercándose.
—Soy Alan. ¿Y tú? —preguntó con cierto nerviosismo.
—Me llamo Camilo —respondió el muchacho, extendiendo su mano hacia Alan.
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