I.
Say goodbye, my one true lover
And we'll steal a lover's song
How it breaks my heart to leave you
Now the carnival has gone
(The Carnival Is Over, Nick Cave and the Bad Seeds)
Una sensación de vacío, de no pisar suelo firme, lo sacudió.
Aspiró de golpe, como si se estuviera ahogando, y abrió los párpados con dolor, como si los hubiera tenido apretados fuertemente.
No estaba muy seguro de cómo o por qué, pero se encontró en medio del salón comedor del Valhalla, donde unas horas antes había tenido lugar la cena. Miró a su alrededor: aunque en la chimenea ardía un fuego bueno y sosegado, el lugar estaba en penumbras, desierto. La mesa recogida y sin mantel, las sillas alineadas, el candil apagado. El silencio y la soledad del lugar le parecieron opresivos, así que empezó a deambular por la habitación.
Vio con tristeza los sillones donde, después del banquete entre las damas, los dorados y los dioses guerreros, se habían retirado a beber café y licores ligeros. Alguien del servicio había dejado olvidado un platito, aunque sí se habían llevado la taza del café. Miró en el suelo, esperando que no quedara rastro del espectáculo que había dado con Camus, pero se vio defraudado, porque vio brillar, justo debajo de una butaca, un pequeño fragmento de su copa de Amaretto. Suspiró cansado, y ante el recuerdo del incordio, se apretó el puente de la nariz: aunque se consideraba en todo su derecho, tal vez no debió tratar así a Acuario. Al menos no públicamente, y no del modo grosero y violento en que lo había hecho.
¿Que pretendía Camus, con su rostro inexpresivo y su mirada quieta, casi vacía (excepto por la tristeza lejana que alcanzaba a vérsele en el fondo) al acercársele así, en medio de todos? ¿En serio pretendía que lo recibiera con una sonrisa, o al menos con un gesto cordial, si llevaba meses eludiéndolo y negándole la palabra? Como si el estar en medio de sus compañeros y anfitriones fuera a suavizar el abismo que se había abierto entre ellos después del ataque que recibió de su parte y de Surt. Tenía que ser ingenuo o estar desesperado si en verdad había creído que iba a conversar con él tranquilamente.
Y sin embargo, tal vez una conversación monosilábica e impersonal habría sido lo apropiado: dejar para luego las verdades brutales, las palabras hirientes y el rechazo físico. Ni él ni Acuario se habrían visto juzgados por las miradas ajenas: no habría tenido que observar la expresión incrédula y dolida de Camus, ni el rictus de desaprobación de Athena e Hilda, ni el silencio tenso de los Géminis, Mu y Aiolia, los más cercanos. No habría tenido que observar como Surt hacía el amago de dirigirse a Camus, como éste lo esquivaba para salir apresurado de la sala, tratando de salvar la dignidad que le quedaba. Aún recordaba la mirada que Surt le dirigió tras la huida de Camus: si antes había creído que el asgardiano lo detestaba (así lo pensó como consecuencia de la incursión de Loki y la traición de Camus), ahora estaba seguro de que no le arrancaba la piel con la mirada sólo porque era humanamente imposible.
Se alejó del saloncito de descanso y se dirigó al pasillo, el mismo por el que su antiguo amigo había escapado. Una vez ahí, en lugar de dirigirse hacia el área de los dormitorios, se orientó hacia el vestíbulo principal, el que daba hacia el atrio y la salida del palacio. A lo lejos, la puerta se veía abierta y una luminosidad más bien mortecina se recortaba contra el suelo. Afuera, el viento silbaba violento, llevando consigo ráfagas de nieve.
Camus se veía en la entrada. Le daba la espalda. Su sombra se alargaba en la luz filtrada del exterior y se difuminaba en la oscuridad de la noche. El cabello rojo ondeaba un poco por efecto del viento. El saco de lana parda que portaba no parecía abrigarlo demasiado. Y tampoco parecía importarle.
Realmente no quería hablar con él. Pero luego del circo que dio a costa suya tal vez fuera prudente mostrar un gesto de cordialidad. Uno pequeñito.
–Creí que ya estarías dormido –dijo Milo deteniéndose unos pasos detrás del francés. Éste no contestó: observaba el exterior en silencio. Milo frunció el ceño y torció la boca: ahora que era él quien trataba de hablar, Camus lo ignoraba. Suspiró cansado y caminó los dos metros que los separaban para ponerse a la par que su examigo. –Oye, la verdad es que te quiero lejos de mi vida, pero no debí tratarte así. Aún somos compañeros de armas. Lamento haberte faltado al respeto.
Camus no volvió el rostro: seguía con la mirada fija en la lejanía, como si viera cosas que no estaban al alcance de Milo. Los cabellos bailoteaban a su alrededor. Milo, que estaba fastidiado, lo miró más detenidamente: aunque estaba oculto por las sombras, era evidente que por los pómulos pecosos de Camus se deslizaban lágrimas, sin que éste emitiera sonido alguno. Lágrimas silenciosas, que caían por la barbilla del francés hacia su pecho, o que eran llevadas hacia arriba, en su rostro, por el viento. Milo podía contar con los dedos de una mano las ocasiones en que había visto a Camus llorar: al saberse responsable de ese llanto se sintió mal. Sólo un poco.
–Hey, en serio lo siento –dijo tratando de llamar la atención de Camus. Pero este siguió ausente. –Oye, Keltos, sólo me disculparé una vez más y me largaré de tu vida, ¿entiendes? Sé que no fue correcto tratarte como lo hice, pero yo tampoco merecía el trato que me diste junto con el imbécil de tu amiguito –soltó Milo, repentinamente furioso. ¿Furioso? Más bien dolido. Y odiaba sentirse así: le parecía que lo único digno que podía hacer después de aquella traición era apartarse del francés para siempre. ¿Pero cómo hacerlo, si aún lo amaba? ¿Cómo arrancárselo, si aún le afectaba verlo triste? –De acuerdo: lo siento. Ya lo dije. Y ahora, ya me voy. Te deseo lo mejor.
Se dio la vuelta para ir a su habitación. Un paso. Otro. Uno más. Y entonces la voz de Camus se deslizó en el aire, tenue y lejana.
–Nunca quise hacerte daño, hellenoi. Trataba de protegerte...
Milo se detuvo. Hellenoi. Cuando eran niños le explicó que podía llamarlo hellen o graicos, pero a Camus le gustaba la manera en que arrugaba la nariz cuando lo llamaba hellenoi con su pronunciación francesa: jelenuá. Apretó los puños ante el dulce recuerdo inoportuno. Respiró hondo el aire frío hasta que le dolieron los pulmones. Volteó un poco hacia el joven.
–No seas cínico –le respondió– ¿Cómo rayos tratabas de protegerme, si me atacaste junto con el idiota ése?
–Intentaba evitar que Surt te incinerara –respondió Camus luego de unos segundos de silencio. Su voz se escuchaba baja, Milo tenía que prestar atención para escucharla.
–Pues si tu intención era protegerme, habrías sido más útil ayudándome a enfrentarlo en lugar de quedarte con él y traicionarnos. –Sin darse cuenta, Milo había ido subiendo el volumen de su voz, hasta casi convertir sus últimas palabras en un grito, más tembloroso que iracundo. –¡Me heriste! ¡Me heriste, y mucho! Y no me refiero a las quemaduras por el fuego y el hielo, ni a la estúpida caída por el precipicio –respiró hondo antes de continuar–, ¡yo te amaba, Keltos imbécil! ¿Sabes lo que sentí al verte, después de todas las cosas horribles que nos pasaron? ¿Lo que pasó por mi mente? ¡Al fin te veía, sin batallas espantosas de por medio, sin tener que llorar tu cuerpo congelado o verte con las armas del enemigo! ¡Al fin iba a abrazarte, sin Hades pisándonos los talones! ¿Y qué me encuentro? ¡Otra maldita traición! ¡Te odio! ¡Te odio y eso me destroza! Porque no he amado a nadie como a ti, y en este momento desearía sentir cualquier otra cosa, porque el corazón se me quema de odio y amor a partes iguales.
No se dio cuenta de lo agitada de su respiración hasta que vio las bocanadas de vaho extenderse frente a él. Cobró conciencia de lo alterado que se encontraba y de las lágrimas que se resbalaban por sus mejillas. Las limpió con furia, avergonzado de ellas, y miró una vez más a Camus. Despacio, el francés se volvió un poco hacia Milo, de manera que pudo ver su mirada, oblicua y dolorosa. Camus lloraba, intensamente y en silencio.
–Tenía una deuda de sangre –dijo casi inaudible. –Trataba de pagarla y de protegerte al mismo tiempo. No hice ni una ni otra cosa. No te protegí y no hay manera de saldar mi cuenta. Lo siento. Siento que me odies. Aunque yo no lamento amarte, hellenoi.
–¡Mientes! No me amas. No sé si alguna vez lo hiciste.
–Te he amado cada momento desde que entraste en mi vida, y te amaré para siempre. Lamento ser un amante tan torpe e indigno, pero lo cierto es que eres mi único y verdadero amor...
–¡Ya cállate! ¡No es cierto! –gritó Milo fuera de sí. –¡Ya no podré creer nada que salga de tu boca nunca más! –se mesó los cabellos con desesperación. –Desearía no haberte conocido nunca para no experimentar el dolor que siento ahora. ¡Al menos cállate las mentiras y déjame vivir con el poco corazón que me queda!
Y al decir eso, tomó a Camus del hombro y lo volvió violentamente hacia sí. Milo se quedó quieto en su sitio mientras veía al francés de frente: las lágrimas le escurrían en hilos delgadísimos por el rostro, que lucía una palidez mortal. Los ojos se le veían hundidos y rodeados de círculos lavanda. El cabello en su sien derecha se veía apelmazado y pegostioso; ahora que lo observaba con cuidado, notaba algo que antes no: Camus sangraba.
–¡Keltos...! ¿Qué demonios te ha sucedido? –preguntó Milo aterrado. –¿Cómo te hiciste eso? ¡Tienes que ver a un médico ahora mismo!
Lo tomó de la mano y trató de hacerlo andar, pero el francés se quedó fijo en su lugar, con la mano ligeramente levantada ahí, donde la dejó al soltarse de Milo, quien volteó hacia él. Camus lloraba sin parar y sin ruido. Le dirigió la sonrisa más triste que había visto en su vida. Milo sintió un estremecimiento reptándole por la columna vertebral: Camus lucía como un cadáver.
–Lo siento tanto –le dijo Camus con la voz queda y lejana. –Lamento tanto no haber sido digno de ti –murmuró. Las lágrimas se deslizaron por su barbilla al pecho, y ahí donde cayeron, se empezaron a congelar. Camus experimentó una rápida transformación: el congelamiento del pecho empezó a irradiar al resto de su cuerpo. Milo miraba aquella metamorfosis horrorizado, sin saber cómo detenerla. Extendió una mano hacia Camus, sin poder emitir palabra. Camus aún alcanzó a sonreirle antes de que las lágrimas en su rostro se congelaran y su faz se volviera traslúcida, al igual que los ojos, al igual que el resto de sí mismo.
–¡Camus! –gritó Milo, y con apenas un roce de sus dedos extendidos, alcanzó la mejilla derecha. En cuanto hizo contacto, el rostro de Camus se agrietó, y la fisura se extendió por el cuello, el abdomen y de ahí a las extremidades. –¡Camus! –volvió a gritar Milo, que vio como el cuerpo de su amigo estallaba en miles de diminutas esquirlas de hielo que el viento arrastró consigo. –¡Keltos! –gritó finalmente mientras sentía que el viento lo envolvía vertiginoso y lo arrastraba lejos, a la oscuridad, al dolor, al conocimiento insoslayable de que el pelirrojo ya no estaba allí. Que ya no estaría jamás.
___
Abrió los ojos y se incorporó de golpe. Tenía los cabellos rubios pegados a la cara sudorosa. Respiraba agitado, como si hubiera subido corriendo las escaleras de las Doce casas. Se tocó el pecho con las manos crispadas. Luego el rostro: sin que lo adviertiera o pudiera controlarlo, un intenso río de lágrimas se originaba en sus ojos. Miró a su alrededor: estaba en el dormitorio que Hilda y Lifia le habían asignado. Estaba a oscuras y cubierto por una manta gruesa. Deslizó los dedos húmedos de lágrimas por su cara y los detuvo en su mentón, al sentir de pronto un agudo dolor en él.
–¿Tuviste un sueño interesante? –preguntó una voz profunda que se deslizaba desde la oscuridad. Escudriñó las tinieblas de la habitación y vio la silueta desdibujada de Saga, quien se levantó despacio de un sofá y se dirigió luego hacia la cama. Milo lo miraba con los ojos muy abiertos, sin entender bien lo que sucedía y con la imagen de aquel Camus hecho añicos prendida en sus recuerdos. Saga le tocó la frente, sólo para asegurarse de que no tuviera fiebre al verlo tan agitado. –¿Te sientes bien? –lo tomó suavemente de la barbilla y retiró la mano en cuanto Milo hizo un gesto de dolor. –Lo siento, debí moderar mi fuerza cuando te golpeé.
–¿Qué? –preguntó Milo estupefacto. –¿Me golpeaste? ¿Cuándo...?
–Cuando quisiste salir corriendo a la tormenta sin estar apenas abrigado y con el ánimo tan perturbado –respondió Saga sin quitarle los ojos de encima. Frunció un poco la boca y volvió a tomar la barbilla de Milo, para apreciar el golpe. –No parece que vaya a causarte problemas. Si acaso dejará un pequeño moretón. Digo, ¿qué es un derechazo para el gran escorpión dorado? –comentó Saga guiñándole un ojo y sonriendo de lado.
Milo se le quedó viendo, intentando entender algo de lo que Saga le decía y analizando sus gestos y movimientos. Aunque Géminis lucía jovial y relajado, distaba de estarlo. Pese a su postura aparentemente desprolija, tenía los pies anclados con firmeza al suelo; las manos descansaban en su cintura, pero estaban prestas a moverse en caso necesario. Y su mirada profunda lo envolvía como una red, lista para atraparlo a la menor provocación. El escorpión tragó saliva, buscando las palabras adecuadas antes de hablar.
–¿En serio me golpeaste?
Saga lo observó con una expresión inescrutable. Asintió ligeramente.
–¿Quise salir a una tormenta? –Géminis, aún en silencio, volvió a afirmar. –¿Por qué?
–¿De veras no te acuerdas? –cuestionó Saga entrecerrando los ojos, escéptico. –¿No querrás engañarme, cierto? No es como si pudieras...
–¡Déjate de estupideces! ¡No sé de qué hablas!
Saga suspiró cansinamente, relajándose.
–Bueno. Podrías estar en shock, supongo. Entre el golpe que te di, el tango que armaste y la huida de Camus...
–¿Camus huyó? –preguntó Milo, interesado. Saga se mordió la lengua y volvió a tensarse. –¿A dónde?
–Pues... –respondió Saga con cuidado, midiendo sus palabras. – Tu Keltos... ¿aún lo consideras tuyo, no es así? De otro modo, no habrías armado un escándalo tan absurdo... Tu Keltos salió del salón luego de la trifulca. Creímos que se había retirado a su habitación, pero no fue así. Cuando lo echamos en falta lo buscamos por todo el palacio, pero no está. Luego Surt te siguió haciendo bronca porque te estabas comportando como un completo patán y entonces nos avisaron del incidente en...
–¿Qué incidente? –preguntó Milo alarmado. –¿Patán por qué?
–Porque llamaste puta a Camus y le arrojaste tu bebida a la cara –dijo una vocecita que por lo general sonaba linda y amable, pero que en ese momento se escuchaba irritada. Milo y Saga se volvieron hacia la puerta, por donde Athena hacía su entrada a la habitación. –Y te pusiste a vociferar como borracho en cantina de mala muerte y a amenazar a Surt y los demás dioses guerreros con lanzarles Antares. –Athena se detuvo delante de ambos y frunció el ceño. Milo desvió la mirada. –Se suponía que esta sería una visita de cortesía, protocolaria. Que todos estaríamos tranquilos y contentos para afianzar lazos de amistad. Tanto al Santuario como a Asgard nos conviene estar unidos y en paz, ¿sabes? No es que estemos sobrados de aliados...
–Yo...
–¡Al menos podías haber salido del salón con él para que se gritaran lo que traen atorado en privado!
–Pero... bueno... es que... –Milo fruncía el ceño, y con las palabras de Athena empezaba a recordar la situación.
Camus se le acercó después de la cena de gala, mientras bebía una copa de Amaretto en compañía de Saga y Kanon. No le dijo nada desagradable, saludó a los gemelos, luego a Milo y le pidió unos momentos para hablar. Lo hizo educadamente, como era costumbre en él. Milo lo miró por encima del hombro, se empezó a burlar y dijo que no tenía nada qué hablar con el mercenario del Santuario. Tanto Camus como los gemelos se tensaron, pero no dijeron nada; el francés hizo el amago de retirarse, pues aún nadie los miraba y no quería causar un problema mayor. Se disculpó y dio media vuelta. Y entonces Milo se le lanzó al cuello, por decirlo de alguna manera. Empezó con una larga letanía de reproches, que iba desde lo estúpida que había sido su muerte en las Doce casas hasta lo pésimo amante que había sido durante su relación. Luego siguió con lo artero de su escaramuza en la batalla contra Hades, lo sucio que había jugado al atacar a Shaka, lo débil que debía haber sido al enfrentar nuevamente el final de su vida y lo bajo que había caído al aliarse con los dioses guerreros en contra de sus hermanos de armas. –Eres un embustero –recordaba haberle dicho con singular alegría– una sucia alimaña rastrera, una meretriz despreciable y hedionda. ¿Dónde vine a poner el corazón? ¡En una puta asquerosa! –y le arrojó el Amaretto a la cara para lanzarle seguidamente la copa, que se estrelló en su pecho y se rompió en pedazos, en el suelo.
Para entonces, todos los ojos estaban fijos sobre ellos. Athena, Hilda y Lifia, que habían presidido la reunión, miraban atónitas al rubio y al pelirrojo, que se mantenía callado y cuyo rostro se había puesto lívido. Tanto los dorados como los dioses guerreros guardaban un silencio tenso y amenazante. Si las miradas fueran de fuego, la de Surt habría reducido a Milo a cenizas en ese instante. Saga y Kanon miraban enfurecidos al escorpión, y parecían a punto de decirle algo cuando Surt intentó acercarse a Camus para sacarlo de ahí. El francés ni cuenta se dio de las intenciones del asgardiano. Apretó los puños, bajó la cabeza y salió apresurado del salón, sin volver la vista atrás.
–Estarás contento –murmuró Aiolia acercándose a Milo. –Nos has hecho quedar como unos completos imbéciles.
Surt pasó por un lado, con un ostensible "patán" saliendo de sus labios. Milo supuso que iría tras Camus, e imaginarlo consolando a su... ¿qué?, ¿examigo?, ¿exnovio?, ¿examante? (al Keltos cabrón que era el amor de su vida, pues) lo hizo rabiar aún más. Entonces empezó a vociferar contra Surt y los demás asgardianos.
Afortunadamente, Athena se le puso enfrente y con una mirada severa lo mandó a callar. –Por favor, disculpen –dijo la joven–, es evidente que nuestro escorpión no sabe medir la bebida. Ni el alcance de sus palabras –y lo miró de reojo con una expresión tan sobrecogedora, que Milo tragó grueso y desvió el rostro. –Ahora mismo se retirará a procesar la borrachera. Y lo primero que hará por la mañana, cuando haya recuperado el buen juicio y las buenas maneras, será pedir disculpas a Camus y a quienes hemos tenido la mala fortuna de escucharle desvariar.
Con ello, Milo entendió que debía retirarse rápido, antes de que la niña consentida de Zeus Tonante adquiriera de pronto el rayo de su señor padre y decidiera electrocutarle las pelotas.
El escorpión salió tan rápido de la sala de banquetes que ni se dio cuenta de en qué momento había llegado al pasillo para dirigirse a su aposento.
–Ya. Tienes razón, Kyría –dijo Milo recuperando el hilo de los acontecimientos y observando a Saori. –No me comporté muy bien. Lo lamento. Iré a disculparme con Camus y los demás ofendidos ahora mismo. Es una vergüenza que haya causado un escándalo semejante en una misión diplomática.
Saori lo observó con extrañeza y le tocó la frente, justo como hizo Saga unos minutos atrás.
–Lo golpeaste demasiado duro, Saga –dijo la jovencita mirando preocupada al interpelado. –Ahora tendrá qué revisarlo un médico –las comisuras de los labios de Saga se pronunciaron hacia abajo, dándole un aspecto compungido.
–Me siento bien. Buscaré a Camus.
–Milo –Saori lo detuvo de la muñeca y lo observó fijamente. –Ya buscaste a Camus hace una hora. Para disculparte. Para hablar con él. No está en el palacio. Se fue.
Ahora fue el turno del escorpión de ver con expresión sorprendida a la jovencita.
–¿Dónde está? –preguntó cauteloso.
–No sabemos, Milo. Surt cree que se dirigió hacia las montañas, a la cabaña donde vivieron cuando eran niños. Pero no lo podemos asegurar. Creemos que cuando Camus salió del salón, abandonó el palacio en lugar de venir a su habitación.
Milo se quedó callado y miró a Saga y Saori, alternadamente.
–¿Y por qué justo a esa cabaña?
–Porque, aunque no lo creas, Camus no conoce Asgard –dijo Surt mientras se adentraba en la habitación. Por un momento él y Milo se miraron de mala manera. Luego el asgardiano continuó. –En nuestra niñez no conoció más que las montañas. Y hace unos meses, la villa y el palacio. Nada más. Con lo enojado que estaba, lo último que desearía sería gente alrededor. Debe haberse ido al descampado.
Surt apartó la mirada del escorpión y la fijó en la jovencita. Bajó respetuosamente la cabeza y dijo al fin:
–Dama. Hemos confirmado el siniestro.
Saori asintió, alarmada.
–¿Qué probabilidades hay...?
–¿De que Camus estuviera en el área? Supongo que no hay nada seguro. Pero en verdad, creo que ha ido hacia las montañas, y si es así, pudo verse atrapado...
–¿Atrapado? ¿Siniestro?
–¡No interrumpas, que no estoy hablando contigo, patán del demonio!
–¡No me calles, rompehogares infeliz! ¿Cómo lograste seducirlo? ¿Lo drogaste, verdad? ¡Porque en sus cinco sentidos, Camus jamás se habría fijado en alguien tan vulgar como tú!
–¡Ah! ¿Ya no es una meretriz inmunda? ¡Ahora es una pobre damisela víctima de las circunstancias! ¡Me tienes harto, patán desgraciado! ¡Te hago responsable de lo que le pase a Camus! ¡Y sábete de una vez que ni lo he seducido, ni tengo nada de lo que te imaginas con él! ¡Me ponen las mujeres! Y aunque no lo juzgo porque prefiera hombres, ¡sí puedo decir que tiene un gusto espantoso por haberte permitido entrar en su vida!
–¿En su vida? ¡Mira, pelirrojo deslucido, no sólo he entrado en su vida, he entrado en...!
–¡Cállate de una vez, escorpión! –gritó Saori exasperada y apenadísima. –¡No estoy interesada en tu vida sexual! ¡Y usted –miró por un momento a Surt –mida sus palabras o me quejaré con Hilda de lo imprudentes que pueden ser sus guerreros!
Tanto el escorpión como el asgardiano guardaron silencio y bajaron la vista, avergonzados. Surt entonces continuó, como si no hubiera estado gritando a Milo.
–Dama. Dadas las circunstancias, considero muy probable que Camus haya ido a las montañas a calmar su ofuscamiento. Fue lo que hizo cuando mi hermana murió –Surt bajó la voz y la vista un momento, ante la mirada curiosa de su auditorio. –Luego de que la sepultamos, se internó varios días en lo profundo de las montañas. Creí que le había pasado algo malo y que tendría que sepultarlo también a él. Pero finalmente volvió. Y me hizo la promesa que tú y tu armada ya conocen.
–¿Promesa? –y antes de que Surt, que le dirigió un gesto despectivo, hablara, Milo agregó: –Le estoy preguntando a mi Kyría, no a ti.
Saori lo miró largamente y con lástima. Si el escorpión no fuera tan orgulloso y obcecado, hace tiempo que sabría con profundidad y no superficialmente los pormenores de la promesa que ataba a Camus y Surt, y ya habría tenido la oportunidad de arreglar sus asuntos con el francés. Aunque éste último no se distinguió justamente por su presteza y eficiencia a la hora de buscar un arreglo con Milo. Fue hasta que ella misma, en Asgard, le exigió que lo buscara frontalmente, que Acuario se decidió. Claro que nunca esperó una reacción tan desproporcionada de parte de Milo.
–Camus tiene una deuda de sangre con Surt, Milo. Cuando todos ustedes despertaron aquí, en Asgard, y Surt reconoció a Camus, le exigió que pagara su deuda. Que cumpliera su promesa –el asgardiano hundió la mirada en el suelo, avergonzado. Ahora, en retrospectiva, le pesaba haber separado al francés de sus hermanos.
–¿Deuda? –cuestionó Milo, esta vez mirando a Surt.
–Bien lo sabes: mató a mi hermana –respondió Surt llanamente. –No lo hizo a propósito –añadió de inmediato–, fue un accidente. Pero igual la mató y con eso me dejó solo en la vida. Camus prometió que un día pondría su vida a mi servicio para compensar la pérdida que me provocó.
Escorpio guardó silencio y bajó la vista. Recordó de pronto el sueño –¿sueño?– que tuvo mientras permanecía inconsciente. Camus explicándole que tenía una deuda de sangre y que trató de protegerlo al mismo tiempo que intentaba saldarla. Se sintió extrañamente liberado. Porque después de todo, aquello significaba que su novio –¿novio?– aún lo amaba. Que siempre lo había amado. Tendría que hablar con él para arreglar las cosas. Pero luego recordó lo demás: la palidez de Camus, su voz tenue y hueca, la herida en su sien, el congelamiento... Miró aterrado a Surt y Athena. Tenía que preguntar.
–Ese siniestro del que hablan... ¿a qué se refieren?
La cara de Surt adquirió una expresión ambigua, entre alarmada y cavilante.
–Esta noche hay tormenta. Eso por sí mismo no significa gran cosa para Camus, que, con el perdón de la Dama, debe lanzar copos de nieve cuando se tira gases –Saga sonrió a su pesar ante la imagen; no así Milo, que más de una vez había bromeado al respecto con Camus–. Ha sido muy intensa y ha provocado deslizamientos en algunas zonas de Asgard. Hace rato, cuando Saga le hizo un bien a la humanidad y te noqueó –Milo lo miró torvo– nos avisaron que hubo un incidente de este tipo en las montañas, a donde creo que Camus partió. Te pusiste muy loco y trataste de irte así como estabas. Saga te partió la cara antes de que salieras y te la congelaras, junto con otras cosas por las que imagino que Camus siente o sintió algún apego.
Milo se frotó la mandíbula en la zona donde Saga golpeó. Pensó un momento. Se tensó, pues hizo memoria de la secuencia de acciones anterior al golpe. Recordó a Camus congelado y convertido en esquirlas. Se llevó las manos a la cabeza y se jaló los cabellos.
–Busquémoslo, por favor.
–Milo –dijo Athena–. La tormenta no ha amainado. Y Camus... debe estar bien: es el Mago del agua y del hielo.
–Eso ni tú te lo crees –dijo Milo, que empezó a derramar lágrimas ante la estupefacción de Saori, Saga y Surt. –Todos sentimos el cosmos de Camus inestable: se encendió de golpe, y así de golpe se extinguió. Por eso me puse mal y traté de salir. Algo muy malo le pasó. Estará solo y herido a la intemperie. Será muy Mago del agua y del hielo, pero el frío puede dañarlo si no es capaz de usar su cosmos, si no está en buenas condiciones, y estoy seguro que no lo está. Déjame salir a buscarlo, por favor.
–No, Milo. No... has estado muy racional... –musitó Saori apenada. Lo que decía Escorpio era verdad: todos sintieron aquella explosión de cosmos que se anuló por completo tan pronto como se presentó. –Lo que haya pasado, está fuera de nuestro control. Cuando la tormenta pase, Hilda enviará rescatistas a buscarlo. Tengo la esperanza de que lo encuentren. Herido, pero vivo.
–No –dijo Milo tristísimo. Las lágrimas corrieron con mayor profusión por su rostro. –No lo entiendes. He visto a Camus mientras estaba incosciente –Saori, Saga y Surt lo miraron alarmados–, se despidió de mí, me dijo que lamentaba haber sido indigno –el llanto del escorpión se volvió tan intenso y lastimero, que Saori trató de abrazarlo, pero él no lo permitió–. Lo vi congelarse y romperse en miles de fragmentos de hielo. Lo vi pulverizado y arrastrado por el viento. Camus estará muerto para cuando decidamos que es seguro salir. ¡Y morirá solo, y las últimas palabras que habrá escuchado de mi boca serán los estúpidos insultos que le vomité encima!
Ya no se contuvo más y lloró a grito abierto. Saga lo tomó de los hombros y lo obligó a sepultar la cara en su pecho. Saori se acercó y le acarició los cabellos. Surt lo miró dolido, enfadado.
–Iré a buscarlo –resolvió Surt al cabo de unos segundos. –Hablaré con dama Hilda y dama Lifia, les explicaré el sueño del escorpión y me permitirán ir con un par de perros rastreadores. Haré lo posible por encontrarlo entre el alud.
–¿Alud? ¿No era un deslizamiento?
–Son lo mismo... –respondió el asgardiano con fastidio. –La tormenta provocó un alud, una avalancha de gran magnitud. Si fuera un deslizamiento sin importancia, Camus estaría formando un ejército de muñecos de nieve para traerlos a patearte el trasero por insolente. Dama –reviró Surt antes de que Milo se trenzara en una nueva discusión–, iré a hacer mi solicitud.
–Déjame ir contigo –dijo de inmediato el escorpión, deshaciéndose del agarre de Saga–, juro que me mantendré callado y seguiré tus instrucciones, aunque me ordenes saltar por el mismo precipicio a donde me arrojaste.
–Que no –intervino Saori antes de que Surt respondiera. –Estás... inestable. Y soportas mal el frío. Tal vez Mu... él debe aguantarlo mejor.
–Seguramente sí, porque Jamir no es precisamente templado. Pero quiero ir yo. Lo conozco mejor que nadie y podré sentir su cosmos aunque sea débil. Además, si yo provoqué este arranque emocional, es justo que lo busque para equilibrarlo. No deberíamos perder más tiempo, con eso reduciremos sus posibilidades de sobrevivir.
–Sobre eso –dijo Surt seriamente–, si Camus ha sufrido alguna herida grave y se vio atrapado en la avalancha, no hay muchas esperanzas de encontrarlo vivo. Justamente por el tiempo. Ha pasado casi una hora desde el siniestro. Los primeros quince minutos habrían sido los idóneos para encontrarlo con vida. Y cada minuto que pase, sus probabilidades se reducen. No creo que lo encontremos vivo. O que lo encontremos, ya puestos.
El silencio se hizo en la habitación. Milo levantó la vista, pesaroso, y la fijó en Athena. Escuchó el viento en la lejanía. Por un momento, sonó igual que en su sueño, cuando se llevó a su amante, pulverizado, a rincones donde no podría encontrarlo jamás.
–Keltos –musitó el escorpión–, no te vayas. Prometiste no decir adiós... Cumple de una vez...
____
Pues bueno, esta es la primera vez que escribo un fanfic, y aquí está.
Creo prudente aclarar algunas cosas: he seguido Saint Seiya desde hace... mucho tiempo. Y aunque las series y los mangas me gustan un montón, y Soul of Gold me parece la neta del planeta, la manera en que manejaron el enfrentamiento de Camus con sus bros me parece una reverenda estupidez. Así que, con el perdón de los puristas, me estoy pasando por el arco del triunfo la explicación idiota y superficial que Camus le dio a Milo y compañía de su deserción y permito que, al menos Milo, no le dé su debida importancia. Para efectos prácticos, esa explicación no sirve gran cosa.
Por otro lado, estoy dejando en cursivas los términos extranjeros. En este capítulo se han notado poco porque Camus no ha empezado a hablar. Pero por si las moscas, dejo aclaración de algunos de ellos:
Keltos: entre los griegos, Keltos es el nombre del padre de los keltoi, los celtas. Puesto que Camus es francés, es por extensión un keltoi. Sin embargo, me parece lindo que el nombre íntimo o familiar que Milo le da a Camus sea éste, Keltos, en referencia al fundador de su tribu.
Hellenoi: es el nombre que, en la antigüedad, los griegos se daban a sí mismos. En plural, claro. En singular sería correcto hellen (que es también el nombre del padre de todas las tribus griegas: Hellen). Graicos sería el vocablo del que se deriva el moderno "griegos".
Kyría: Dama, en griego. Creo que si en el Santuario se dirigieran a Saori (o a cualquiera de las mujeres en las que Athena ha reencarnado) sería bajo este título, que además, tiene reminiscencias religiosas.
Y sobre la canción. Pues es una de mis favoritas. Y creo que viene al caso con lo que le sucede a estos dos chicos en esta historia. Espero que la disfruten.
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