CAPÍTULO 55: Agridulces recuerdos
Natalia
No podría decir que hace dos años era plenamente feliz.
Tuve una infancia como la de cualquier otra niña, la disfruté mucho y pasé momentos increíbles. Lo mismo con los complicados inicios de la adolescencia, complicados, sí; pero cada cambio que se producía en mi cuerpo y emociones era algo nuevo y sensacional para mí.
Mas, mi vida comenzó a desmoronarse esa tarde lluviosa de febrero.
A mi mamá acababan de diagnosticarle un cáncer avanzado de páncreas terminal.
Había ido con el médico puesto que había empezado a sentirse rara y muy enferma; sentía dolor, su presión arterial estaba baja, empezaron a aparecer manchas en sus manos y pies, no podía respirar muy bien, le faltaba el aliento, se sentía excesivamente fatigada, débil y su tos era demasiado frecuente.
El médico dijo que no había más por hacer, a mi mamá le quedaban entre tres a cuatro meses de vida, tal vez cinco.
Estaba muriéndose. Uno de los seres que más amaba en esta vida estaba cercano a morir.
Según el médico algún tratamiento y las quimioterapias podrían alargar un poco más su vida, pero mamá no quiso tratarse. ¿De qué serviría morir un poco antes o un poco después? No quería pasar los últimos meses de su vida en un hospital conectada a máquinas o entre infinidad de medicamentos; deseaba pasarlos junto a su familia y en su hogar, en paz.
Todos aceptamos su decisión, y durante ese tiempito me dediqué a hacerla lo más dichosa posible. Le atendía, le daba de comer, sus medicamentos para el dolor, veíamos junto a papá sus series o películas favoritas, le leía cuentos o libros antes de dormir y recordábamos juntas hermosas e inolvidables anécdotas.
Hasta el día de su muerte dormí junto a ella.
También mamá me fue preparando sobre qué hacer cuando no estuviese, dándome muchos consejos útiles. Siempre sonreía estando a su lado y procuraba mostrarme fuerte, aprovechando cada segundo juntas al máximo; no obstante, así como ella estaba deteriorándose físicamente, así lo hacía mi corazón, el cual quería irse con mamá.
Todo fue cambiando faltando tres semanas a su muerte.
Despertaba más confundida, se ensimismaba mucho, sentía un sueño constante o se quejaba de mucho dolor. Casi ya ni quería comer y se fatigaba hasta al hablar. Por unos breves minutos le daba amnesia, no me reconocía siquiera a mí o retrocedía mentalmente los años. Eso me frustraba muchísimo y cuando ella se dormía —lo cual empezaba a suceder frecuentemente—, me iba a llorar a mi cuarto desahogando toda la frustración y rabia que sentía.
¿Por qué a ella? Si era la persona más buena y maravillosa que conocía.
Cuatro días anteriores a su muerte, se le dio por hablarme de luces y mariposas; pero al ponerse el sol ese día, me dijo por última vez cuánto me amaba, que su hora estaba cerca, que fuese fuerte y no la recordase con dolor y obnubilación; sino con mucho cariño, alegría y amor. Fueron sus últimas palabras y voluntad.
Los tres días siguientes permaneció casi como un vegetal, abría los ojos; pero parecía no estar consciente de la realidad, apenas y aceptó una cucharada de pudin de chocolate y un sorbo de agua. Solo parpadeaba, tosía y se esforzaba por respirar.
Hasta que… un jueves por la mañana, desperté como de rutina y vi el rostro de mamá mucho más pálido de lo normal, toqué su piel por inercia y la sentí muy fría. Me asusté y me incorporé de inmediato, mamá traía los párpados un poco abiertos, las pupilas dilatadas y la boca entreabierta; pensé que tal vez solo estaría descansando puesto que así la había visto los dos últimos días, pero no parpadeaba. Al comprobar si seguía respirando… ya no lo hacía.
La toqué, la moví desesperada una y otra vez. No reaccionaba, ¡no lo hacía! Tampoco ya tenía pulso. Grité desgarradoramente, me puse a llorar sobre su cuerpo ya inerte, y al cabo de unos minutos de intenso llanto cerré sus ojos y me despedí de ella dándole un beso en la frente.
Mamá había muerto.
N/A:
Ahora ya saben parte del pasado de Natalia. Pero agárrense, ¡se vienen más revelaciones y sorpresas!
663 palabras
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