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Thank you for the light

Extrañando el consuelo, las personas más menospreciadas suelen deambular en busca de algo que acabe con su soledad, que les de valdiez, recordándoles su innata condición humana.

Advertencias: No sé si cuenten, pero buen momento para recordar que esto es un omegaverse. Así que los padres/madres omegas pueden hacer todo lo que cualquier madre en nuestro mundo podría. Sí, eso incluye amamantar.

Eiji intentó poner la mejor sonrisa que tenía cuando Max y Jessica entraron a su habitación, sólo unos minutos después de que decidiera que ya no podía –ni quería- tocas un bocado más de la bandeja de comida que habían llevado para él.

Max no tardó en cambiar su sonrisa afable por un ceño ligeramente fruncido, mientras señalaba la ensalada a medio terminar, y el plato fuerte que parecía haber sido sólo mordido dos veces.

—Necesitas energía, Eiji—Le dijo, mientras dejaba el par de bolsas que había traído consigo, donde Eiji podía ver ropa nueva asomando ligeramente—Sé que la comida de hospital apesta, pero necesitas comerla.

El mentado sólo pudo sonreir ligeramente, mientras negaba un par de veces.

—No tengo apetito—musitó, porque eso sonaba mejor que decir que cada bocado se sentía como metal oxidado, y que cada trago dolía como si intetase engullir un montón de gijarros—Con eso es suficiente... de verdad.

Los rostos de Max y Jessica se volvieron contritos entonces y, aún si fue sólo por un momento, Eiji no pudo evitar sentirse culpable.

—Está bien...—Dijo entonces Max, tomando la palabra, mientras tomaba una de las prendas que acababa de comprar y se la colocaba en la espalda—Hablamos con el doctor. Parece que tus niveles de hemoglobina están mejorando, pero quieren que te quedes un día más para estar seguros.

Eiji únicamente pudo responder con una pequeña mueca que no terminaba de parecer una sonrisa, incapaz de esconder su falta de ánimo y falta de sueño. Jessica pareció notarlo inmediatamente, pues tomó sus manos, acariciándolas con cariño.

—¿Viste las cosas que te trajimos ayer? —preguntó con suavidad—¿Pudiste usarlas?

Eiji intentó formar una sonrisa, mientras asentía. Además de algunos cambios de ropa y artículos de higiene varios, Jessica y Max también le habían conseguido un tiraleche. Eiji en un inicio había visto el dispositivo con duda, pero Jessica había sido rápida para explicarle que, aunque de momento no pudiera alimentar directamente a Griffin, su pequeño necesitaba del calostro que Eiji producía.

Eiji recordaba perfectamente esos términos, su médico había tomado mucho de su tiempo para explicarle la fisiología de la lactancia –además de invitarle a otras charlas, dirigidas por médicos y enfermeras donde le recordaban que no había mejor alimento para un cachorro que la leche materna- sin embargo, en ese momento, sólo había podido pensar que un artefacto –frío y plástico- se sentía completamente ajeno y alienígena entre sus manos.

Sus suegros parecieron haber captado la repentina incomodidad, pues no habían presionado con el tema. Sin embargo, y cuando el horario de visitas hubiera terminado, una amable enfermera había acudido a su habitación, ayudándolo con el proceso; alegando que su bebé necesitaba de la leche para poder alimentarse.

Eiji no creía que pudiera sentirse más miserable que en ese momento.

Sin embargo, así como en otras tantas cosas en su vida, se dio cuenta de que estaba equivocado. Pues cuando el trabajo de la máquina hubiera terminado, se dio con la sorpresa que la cantidad de leche que había salido era ... ínfima.

... ¿Eso es todo?

Recordaba haber preguntado, antes de que su mente pudiera decirle a su boca que, quizá, no era la mejor forma de ponerlo.

La enfermera había tardado un par de segundos en entender la pregunta, o eso parecía. Pues, le había mirado con duda, parpadeando un par de veces; antes de formar un perfecto agape con los labios.

Oh, no te preocupes, cariño—le había asegurado, mientras tomaba el contenedor y le pegaba un pedazo de esparadrapo con su apellido en el—Pronto comenzarás a producir más. Seguiremos intentando.

Qué manera tan amable de señalar la incompetencia.

Le había susurrado una voz en el oído, que sonaba particularmente similar a la suya propia, muchos años más jóvenes. Cuando aún utilizara el uniforme del instituto, cuando su cabello era mucho más corto, y cuando aún tenía sueños de algún día poder competir de manera profesional en el salto alto.

En ese entonces también habían intentado utilizar palabras amables. Sus maestros, sus compañeros, al menos al inicio. Cuando aún tenía el pie enyesado. No había tardado más de unas semanas para que sus remarcas pasaran de escuetas palabras de aliento a maneras menos directas de decirle que bueno, siempre podría dedicarse a algo más.

Algo más.

No creía que lo mismo aplicara a la paternidad.

Especialmente cuando uno era un omega.

Eiji tenía una larga historia de fallos en su vida. Estos venían con toda clase de nombres y colores.

Su vida familiar, donde nunca había sentido que fuera capaz de congeniar como se debía con sus padres. Con una barrera invisible levantada desde que hubiera alcanzado la pubertad, construida por su progenitor, y a la cual Eiji había dejado de intentar romper desde hacía más de una década.

En su círculo social, incapaz de querer o poder entrar en la jerarquía de los omega de su escuela, quienes parecían llevar su casta con orgullo, mientras él se hacía cada vez más conciente de los cambios que esa simple etiqueta ejercía sobre su persona mientras más tiempo pasase. Sin tener una cara lo suficientemente agraciada, siendo demasiado normal, para su propio bien.

En su vida académica, ya que, a pesar de haber dedicado su mejor esfuerzo a intentar sobresalir, su nombre se había perdido entre los centenares de puestos inferiores en la lista de mérito, incapaz de alcanzar alguna cifra que fuera menor a los tres dígitos. Aunque claro, quizá también tenía mucho que ver que durante sus años en la escuela nunca hubiera encontrado algo que le apasionara realmente.

¿Cómo encontrar respuesta a algo que ni siquiera te habías molestado en preguntarte?

Había pensado Eiji.

No mucho después su respuesta había llegado, en forma de una garrocha.

Él realmente amaba el deporte. Lo hacía sentirse capaz. Lo hacía sentirse pleno.

Creía que le daba significado.

Quizá era por eso que ese fallo había sido el que más le había dolido. La garrocha le había abierto una gran infinidad de puertas y, aun si no era el mejor del club; pues ese puesto siempre se lo darían a Mizuno, Eiji se había sentido retribuído de otras maneras. Su mente podía alejarse un poco del ambiente familiar, había logrado conseguir una beca de estudios superiores gracias a su habilidad. E incluso había podido llegar a inspirar a otra persona.

Eiji siempre guardaría esa última como un preciado tesoro, oculto en lo más profundo de su corazón.

Lesionarse ya había sido bastante malo. Aún cuando su maestro y entrenador siempre había dedicado algo de su tiempo a explicarles los posibles problemas que se encontraría adelante, cuando le tocaba hablar con Eiji, siempre se había centrado más en lo que sus ciclos de celo podían causar a su régimen de entrenamiento. Aún bastante sorprendido de que un omega hubiera decidido continuar tanto tiempo con una actividad como el salto alto.

Eiji aún recordaba los ojos de todos sobre su persona. Mirándole con una mezcla de pena y entendimiento mudo. Como diciéndole que ya lo veían venir.

No la lesión.

Sino que renunciara después de esta.

Eiji incluso creía que había visto algo de alivio en los ojos de su entrenador.

Cómo culparle, al fin el omega menos juicioso de la escuela estaba fuera de su club. Una preocupación menos.

Sí. Eiji aún recordaba la helada que se había esparcido por su alma al notarlo.

Eiji recordaba, incluso, haberse jurado silenciosamente que así estaba bien. Que no necesitaba intentar de nuevo. Cumpliendo sacrosantamente su palabra, manteniendo un aún más bajo perfil, y continuando su vida sin pensar seriamente en el futuro.

Al menos, hasta que Ibe-san hubiera vuelto a irrumpir en su vida, con una idea y un boleto de avión en la mano.

Eiji se había permitido soñar nuevamente. Llenarse de la determinación que alguna vez le hubiera caracterizado.

Se había sentido él una vez más.

Quizá fallar también era parte de su propia escencia.

Como casi lo había hecho con Ash. Como ahora lo hacía con su niño.

Sin embargo, no pudo quedarse más tiempo perdido en sus cavilaciones. Pues, Max pareció notar su prolongado silencio, y tras rascarse la mejilla con premura, le tomó de los hombros.

—Ya no necesitas estar conectado a ninguna de estas cosas, ¿verdad? —preguntó, mientras observaba los multiples frasco que antes hubieran estado llenos de suero y medicina, ahora colgando vacíos junto a su cama—Porque estoy seguro de que alguien estaría más que encantado de verte.

Eiji parpadeó un par de veces, desentendido de sus palabras.

Max simplemente se limitó a sonreírle, y tras un asentimiento por parte de Jessica, le llevó de la mano por el largo pasillo de maternidad.

El hospital era mucho más grande que la clínica a la que usualmente asistía. Y, por la misma razón, la cantidad de gente que estaba allí era mucho mayor. Max lo ayudó a navegar entre la multidud de personas que subían y bajaban, así como entre los pasillos, hasta que finalmente llegaron a donde su suegro le estaba guiándo.

Había un gigantesco letrero que decoraba la entrada de la puerta, coronado a ambos lados por el dibujo de dos cigüeñas con bolsas en el pico.

Era el área de neonatología.

Eiji sintió su corazón detenerse en su pecho.

Max sonrió de nueva cuenta, mientras apretaba su mano y abría la puerta para que pudiera pasar.

En el interior, una enfermera fue rauda para reconocerlos, y tras intercambiar un par de protocolares saludos sus ojos se llenaron de reconocimiento.

—¡Oh! Señor Winston—llamó, mientras se ponía de pie de su lugar y le señalaba el camino, como queriendo que le siguiera.

Eiji, contrariado, giró un segundo para ver a Max; quien con una sonrisa asintió, como animándole a seguir.

Avanzó con lentitud, aun incapaz de ignora por completo el dolor que recorría la parte inferior de su cuerpo, haciendole creer que, con un movimiento muy brusco, podría abrir la cicatriz que apenas se estaba formando.

La enfermera comenzó a hablarme mientras avanzaban por el largo pasillo. A través de las ventanas, podía ver a muchas madres y padres sentados dentro de lo que parecían habitaciones, todos con bebés pegados a sus pechos, alimentándoles con una concentración tal, que pareciese que no existiera ningún otro ser humano presente en la habitación, o en el mundo.

—Winston... Winston... Aquí—Musitó la enfermera, rompiendo la pequeña burbuja en la que Eiji se había encerrado.

La mujer continuó con su explicación, mientras le decía que su pequeño acababa de salir de cuidados intensivos neonatales, pasando esa misma mañana a uno de los cuartos de cuidados intermedios. Y, que, gracias a esto, ya podía tener contacto directo con él.

Eiji tardó un par de minutos en dejar que la información terminara de hacer lugar en su cerebro. Minutos en los cuales, la enfermera ya había traído una brillante bata roja, que podía descubrir el pecho, poniéndosela encima y atando los cordones por él. También, ya le había llevado a un lavamanos cercano, mostrándole exactamente cómo debía asearse para poder tocar al cachorro. El agua helada que salía de la pila constrastando enormemente con el calor casi tropical que emanaba de todas las habitaciones.

Finalmente, y cuando su conciencia pareciera haber regresado a él, pudo verlo.

Eran tres cuneros.

Estrucutras rectangulares de vidrio, flanqueadas por multiples calefactores, que en su interior parecían guardar pequeños bultos envueltos en una gran cantidad de mantas que apenas se movían.

—Las otras madres llegarán en unos minutos, de seguro—Dijo entonces la enfermera, mientras señalaba uno de los cuneros—Pero ustede puede empezar.

Eiji parpadeó un par de veces.

—¿Disculpe?

La enfermera le sonrió con suavidad, como si entendiera la lentitud de su proceso. Como si no fuera la primera vez que lo hubiera visto.

—Aquí—repitió entonces, mientras abría las mantas que mantenían a uno de los cachorros envueltos, revelando su figura. Tenía sólo un pañal, que Eiji le decía no serviría como suficiente fuente de calor. Un pequeño brazalete envuelto en su pie, conde estaba escrito su apellido. Y, en su rostro, una cánula que se conectaba a su pequeña nariz, fijada a su delicado rostro con esparadrapo—Su bebé.

Su bebé...

Su cachorro...

Su Griffin...

Eiji sintió el mundo detenerse entonces.

El pequeño cuerpo de su bebé se revolvió, emitiendo pequeños quejidos, como si protestara ante el repentino despertar al cual le habían forzado.

Su corazón perdió un latido.

—Griff...

Musitó.

—Cárguelo—instó la enfermera.

Eiji ni siquiera dejó que la primera sílaba dejara sus labios, cuando sus manos ya estaban tomando el pequeño cuerpo de su bebé, apenas envuelto en una de las mantas, llevándole a su pecho. Presionándolo con delicadeza, pero con una convicción tal, que cualquiera que lo viera posiblemente creyera que parecía casi asustado.

Como si alguien pudiera arrebatárselo en cualquier momento.

Los pequeños quejidos se incrementaron entonces, así como los movimientos del bebé.

Estaba despertando.

—A su bebé le gusta dormir mucho—comentó la enfermera de manera jocosa—Aún cuando debería comer. Siempre tenemos problemas haciendo que se mantenga despierto durante su toma.

Eiji escuchó, mientras una pequeña sonrisa se formaba en sus labios.

—Eso lo sacó de su papá...

Dijo casi en automático, incapaz de detener los pensamientos que su cerebro parecía negarse a filtrar.

Sus ojos recorrieron el pequeño cuerpo de Griffin. Empezando por manos, diminutas y delicadas. Tomó cada una de ellas, contando mentalmente sus deditos, acariciando cada uno de ellos- y, dejando que sus labios temblaran cuando, de pronto, sintió la presión de los mismos sobre su mano, como si se negaran a dejarle ir.

Le permitió conservarle, incapaz de soltar la mano de su cachorro.

Continuó su recorrido por su pecho, llegando hasta su rostro. Pequeño y redondo.

Una pequeña pelusa que apenas aparentaba tintes castaños decorando su cabeza, bajando hacia sus mejillas, hinchadas y rosadas. Sus labios fruncidos en un gesto que parecía casi un puchero, y sus pobladas cejas fruncidas en una expresión de fastidio que a Eiji no dejaba de recordarle el rostro de Ash cuando intentaba despertarlo temprano en la mañana.

Era perfecto.

Un largo bostezo abandonó sus labios, indicando que finalmente había despertado por completo.

Sus ojos se cruzaron entonces.

Eran oscuros. Como los de Eiji. Y le miraban con una profundidad tal, que Eiji creía que podían ver a través de su alma.

Sus hombros temblaron entonces. Y, sólo en ese momento, pudo notar el líquido cálido que caía por sus mejillas.

Estaba llorando.

—Hola...—Murmuró, sin molestarse en limpiar sus mejillas—Hola mi amor...—Repitió, mientras bajaba su rostro y depositaba pequeños besos en la frente de su cachorro, llenándose por completo de su aroma—Me diste un gran susto ¿sabes? —articuló, incapaz de descifrar si su voz se rompía por el llanto o por la risa que peleaba por nacer de su garganta—En eso también te pareces a él...

Escuchó el sonido de pasos dejar la habitación y supuso que se trataba de la enfermera. Pero Eiji no tenía ojos para ningún otro ser vivo en ese momento.

Griffin, ya completamente despierto, se revolvió en sus brazos, aparentemente irritado.

Eiji lo acunó a su pecho, mientras abria la tela del mandil y de su ropa, dejando libre su pecho.

—Tranquilo...—Musitó, mientras imitaba los pasos que le habían enseñado en sus clases de profilaxis, dejando que los labios de Griffin se unieran a su pecho, logrando que casi como por arte de magia, se calmase en un momento. Como si el mero hecho de tener su calidez tan cerca, sirviera como un manto protector—Aquí estoy...—Susurró, dejando que su mirada siguiera fija en su cachorro, quien ahora succionaba, compeltamente absorto del mundo; sólo frunciendo ligeramente la nariz de vez en cuando, como si la cánula le molestara de vez en vez—y ya no me voy a ir... Nunca...—prometió, sorprendiéndose de lo sinceras que sonaban esas palabras en sus labios. Ni un ápice de duda en su tono—Nunca, mi amor.

Repitió, notando que su corazón parecía haber perdido un gran peso. Uno que, sin darse cuenta, parecía amenazar con llevárselo a lo profundo de una oscuridad con la que ya estaba demasiado familiarizado.

Un territorio que no quería volver a visitar.

Especialmente no ahora, que finalmente sentía que le habían devuelto una pieza que sabía le faltaba.

Ash caminó sin rumbo fijo desde que supo que era libre.

Libre.

Esa era una palabra curiosa.

Ash, desde que hubiera alcanzado el final de su infancia, de la mano de su entrenador de baseball; creía que tenía un sexto sentido para predecir la desgracia. Pues, cada vez que algo catastrófico ocurría en su vida, él –de una manera u otra- ya lo había previsto. Oculto entre las descenas de escenarios futuros que pudiera divisar en su mente, siempre estaba esa probabilidad lista para cumplirse. Eso le ayudaba a prepararse, a pensar dos o tres movimientos por delante del resto del mundo. Era asú como había sobrevivido, después de todo.

Cuando todos se relajaban, Ash pensaba. Cuando todos creían que estaban seguros, Ash ya había divisado el posible próximo peligro a cernirse sobre su persona.

Este patrón sólo había fallado dos veces. Cuando hubiera dejado que su mente se relajara, escuchando las palabras que Eiji tenía para decirle, bajando la guardia.

La primera vez, los hombres de Blanca y Yut Lung habían sido capaces de encontrarlos, escondidos en lo profundo del sistema de subterraneo de Nueva York, y muchas vidas se habían perdido debido a ello.

La segunda vez, había sido aún peor. Pues Ash se había dejado envolver en la falsa seguridad que le envolvía cada vez que Eiji le sonreía. Esa que le hacía creer que una vida normal era posible, que le hacía soñar en un futuro donde la tranquilidad fuera su pan de cada día, en un país donde las armas eran concepto usado únicamente en la televisión, y donde los dioses venían en todas las formas y tamaños; que le hacía desear compartir con Eiji. Poniendole al fin nombre a la relación que ambos habían construido uno alrededor del otro.

Lo que creía haber perdido ese día, cuando la bala hubiera impactado contra el abdomen de su mejor amigo, tenía un valor mucho mayor a cualquier clase de perdida que Ash hubiera experimentado con anterioridad. El creía que el terror era un viejo amigo, un compañero con el que sabía lidiar, enviándolo a lo más profundo de su mente, donde sus alaridos no hicieran eco con su espíritu.

Pero, ese día, Ash había comprobado lo equivocado que estaba.

Lo muy a la merced que aún estaba de ese sentimiento. Y, que, aún había cosas que no estaba dispuesto a perder. Ni siquiera bajo su propia mano.

Quizá era por eso que, aún años después de la muerte de Dino y la desaparición completa del banana fish, aún le era tan difícil imaginar que una vida completamente libre de la catástrofe existía. Por eso, quizá, era que nunca había podido sentirse del todo en sintonía con la parafernalia que era su actuación como Christopher. Quizá, por eso, era que el miedo constante de que algo ocurriese y que gracias a esto se rompiera la ilusión perenne que su vida con Eiji parecía haber creado, siempre estaba presente en lo más profundo de su psique. Susurrándole advertencias a medias, palabras punzantes, y críticas duras.

Recordándole que las personas como él no tenían el derecho de la felicidad que, de manera casi natural, parecía dárseles a los demás.

Recordaba haber pasado sus primeros años de casado buscando por esa señal, casi como si de un lunático se tratase. Con el único alivio para su continúo autoimpuesto martirio siendo la voz y las manos de Eiji, que con cuidado y cariño lo abrazaban, asegurándole que ya estaba a salvo, que nadie les podía quitar lo que tenían.

Que nadie podía quitarles la vida que habían construido.

Y Ash se permitió creerlo, por un momento.

Uno que se extendió por varios años, intentando acallar los miedos y tribulaciones que alcanzaban la superficie de vez en cuando.

Empero, Eiji parecía haber olvidado algo.

Algo que la gente antes que él parecía notar con mucha facilidad, algo que habían puntuado con aterradora claridad, incluso en su más tierna infancia.

Ash era un niño problema.

Uno que había crecido y se había convertido en un adolescente problema, y finalmente, claramente; en un adulto también.

Era sólo natural. ¿Qué más se podía esperar de él?

Con su historia. Con su naturaleza.

Ash lo había tenido claro. En el momento exacto en el que el sonido de las sirenas de policía hubiera hecho eco entre los miles de gritos que resonaban en su mente, utilizando su propia voz, reclamándole por sus acciones. Reclamándole por las de Sing. Reclamandole por absolutamente todos y cada uno de los malditos errores que hubiera cometido desde que hubiera tenido conciencia de existir en esa pútrida realidad que muchos llamaban mundo. Su cuerpo había entrado en alerta inmediatamente. Como si de una pesadilla se tratase, intentó huir, sin embargo; la falta de práctica y la vida hogareña parecía haber tomado su justa cuota en su estado físico.

Ash no había tenido problemas para huir antes. Fuera de la policía, o de sus miedos. De una manera, o de otra. Sin embargo, y con el frío de las esposas sobre sus muñecas, pudo notar que a diferencia de las imágenes que lo atormentaban cuando cerraba los ojos, esta vez no tenía escapatoria.

Que todo lo que había hecho había sido para nada. Que, así como les había dicho a tantas personas ya, su felicidad era así de frágil. Un solo error, y todo terminaría.

Y, cómo no, el error lo había cometido él.

Aún podía sentir sobre sus mejillas la cuantiosa cantidad de lágrimas que no habían parado de caer de sus ojos al llegar a esa realización.

Su vida había terminado.

Y no sólo la suya, sino también la de Eiji.

O, al menos, eso había creído.

Había algo más a lo que Ash había estado acostumbrado durante un gran tiempo en su vida. Y, esto era, a que las condiciones del destino parecieran reírse en su cara. Lo habían hecho la primera vez que, y recordando las palabras de la reverenda de su pueblo e incluso las de su propio hermano, hubiera acudido a su padre en busca de ayuda, después del abuso a manos de su entrenador; encontrándose solo con palabras duras e ira, que se habían terminado convirtiendo en un frío desencanto y desentendimiento, aunados a un consejo que hubiera terminado de sellar el camino que iba a llevar en su vida.

Lo habría sentido también cuando se hubiera permitido bajar sus murallas, comenzando a ver a Blanca como un enviado del cielo, una respuesta a sus silentes y escondidas plegarias, llegado a la mansión de Dino para progeterle de las personas que siempre la rondaban. Despertando de su estúpida fantasía, cuando –y sin previo aviso- lo más cercano que hubiera tenido a una figura protectora se hubiera desvanecido, tan pronto como hubiera aparecido. Con un escueto adiós y sin mirar atrás.

Y también ahora. Cuando la mañana le hubiera levantado, y lo único que hubiera recibido fuera un par de empujones para que saliera de su celda, junto con una larga charla de parte de los oficiales que apenas había podido terminar de entender. Algo que parecía casi rutina para ellos, pero que para Ash era como una película, desarrollándose en cámara lenta frente a él.

No había ocurrido- nada... nada que no fuera... normal.

Una amonestación. Un pago monetario.

Ni siquiera había quedado escrito en su expediente.

El doctor Meredith había tenido razón, y al parecer sus niveles hormonales estaban ya en un rango que se podría considerar normal. Su repentina gresca atribuida a Ash vaya a saber qué, pues los oficiales habían atribuído su mutismo a su derecho de permanecer en silencio, y no a la incapacidad de su cerebro de unir una idea con la otra.

—Trata de no meterte en más problemas, Christopher.

Siendo lo último que le dijeran, antes de enviarlo al exterior, donde Sing le esperaba.

El otro alfa había intentado decirle algo, pero Ash había sido raudo al silenciarlo. La mirada que le hubiera dedicado completamente falta de expresión, de manera tal, que él había podido ver el rostro del otro muchacho fruncirse en una mueca que casi había parecido rozar en el miedo.

Sus pies lo habían llevado a deambular por caminos que ya estaban grabados de en su mente. Caminos que sin importar cuánto tiempo pasase no terminaría de olvidar, su cuerpo decidiendo tomar el control de su andar antes de que su mente tan siquiera pudiera analizar a dónde quería dirigirse.

La respuesta más clara y obvia era casa.

Casa.

Junto a Eiji.

Sin embargo, en ese momento se sentía aun más incapaz de verle.

Se había privado de tantas cosas durante tantos años, todo bajo la premisa de que era la única manera que tenía para cuidar de Eiji y, también, de él mismo. Siempre había pensado así. Creyendo todavía que había sombras que le rondaban, que cuando menos lo sospechara alguien aparecería en su vida, listo para cobrarse alguna deuda fantasma, algún mal que hubiera causado siendo el lince, o, peor aún, siendo el perro de Dino.

Había una larga lista de nombres en esa lista, una larga cantidad de rostros que él sabía disfrutarían viéndolo sufrir y caer. Incapaz de creer que realmente todo el mundo había comprado la historia de su muerte.

Que el mínimo contacto con la ley lo podría llevar cabeza primero a una espiral de la cual no podría salir nunca.

Pero entonces-... todo su cuidado, ¿había sido por nada?

Ash nunca se había permitido ser uno más del montón mentalmente, ni siquiera cuando sus capacidades se vieran limitadas por el código de buen comportamiento al que se había tenido que someter al tomar un nuevo nombre.

Eiji nunca le había reclamado, no de manera vocal, al menos. En cambio, siempre le dedicaba una sonrisa conciliadora, mientras le aseguraba que creía que hacía lo correcto.

Lo haces por tu seguridad—Le diría, para luego tomar su mano y enlazar sus dedos—Por nuestra seguridad. Y yo siempre voy a apoyarte en lo que decidas sea lo mejor—Le aseguraría, aunque fuera incapaz de ocultar la tristeza que siempre se pintaba en sus ojos después—Sólo que quisiera... que pudieras expandir tus alas libremente.

Ash siempre reía con esa frase final, o con cualquier variación que su esposo lograra decirle. Porque sólo alguien como Eiji era capaz de poner la calidad de vida de Ash por encima de su propia comodidad o deseos, aceptando una realidad limitada sin el mínimo rastro de ira en su faz. Acostumbrandose, quizá sin quererlo, a vivir una vida llena de carencias.

Ash rió, incapaz de escapar de lo tragicómico de la situación. Eiji era demasiado bueno, para aguantar esa clase de vida. Demasiado bueno, para siempre tener una sonrisa que regalarle cuando pasaba un mal momento. Demasiado bueno para Ash.

El frío de la tarde golpeando sus mejillas, el cielo tornasol comenzando a tornarse oscuro.

La noche ya caía. Ash se había pasado todo ese día andando sin rumbo.

Suspiró profundamente, dejando que sus manos acariciaran su rostro con cuidado. Estaba helado.

Sus labios temblaron, extrañando la calidez de su hogar. La calidez de su esposo.

Tomó aire nuevamente, intentando hacer acopio de toda la valentía que tuviera restante –además, dejando de lado la poca vergüenza que pudiera quedarle.

Quería regresar a casa.

Yut Lung se acurrucó, casi con timidez, en el pecho de Sing.

Sintió que el brazo del alfa se asía a su cintura y se permitió sonrojarse, ahogando un pequeño suspiro.

Sing rió con suavidad, al parecer, notando los efectos que tenía sobre su cuerpo. Besando su frente con cariño, mientras hundía su nariz entre sus cabellos, olfateando sin pena alguna y al mismo tiempo dejando su propio rastro de aroma sobre Yut Lung.

Como una marca de pertenencia.

Los niños dentro de él dieron un vuelco. Mucho menos interesados en esconder su felicidad que su madre, al parecer.

—Tu aroma cambió...

Musitó Sing entonces, mientras el otro de sus brazos recorría el espacio que los separaba, uniendo sus cuerpos en un –de ser posible- aún más íntimo abrazo.

Yut Lung se sentía en el cielo.

—¿Cambió...?

Preguntó, como si intentara hacerse el desentendido. Dejando que la pequeña tensión que se había construido sobre sus hombros descendiera, perdiéndose en el infinito.

Sing asintió.

Uhum—aseguró—Hueles más...dulce—explicó, dejando que un pequeño rastro de duda hiciera camino entre sus palabras, para después de unos segundos, agregar con mucha más suavidad—hueles feliz...

Yut Lung ahogó una carcajada entonces, golpeando ligeramente el pecho de Sing, obligándole a apartarse y mirarle directamente. Sus ojos color ocre le devolvieron la mirada, limpios de cualquier duda, completamente transparentes.

La mirada de Sing era preciosa.

¿Siempre le había mirado de esa manera? Yut Lung no estaba seguro.

Lo había notado apenas, después de su confesión. Cuando las manos de Sing se hubieran posado sobre las suyas, acariciando sus dedos con delicadeza, y sus labios le hubieran susurrado una propuesta que Yut Lung se había atrevido a soñar, durante esas noches escabrosas e infinitamente largas, en las cuales su único escape era imaginarse lejos, en un pueblo perdido entre la espesura de los campos de Hong Kong, con campos de vegetales y casas de estera, donde nadie conociese su apellido ni su rostro, donde sólo tuviera que hablar el idioma que le había enseñado su madre.

—Quiero que escapemos juntos, Yut Lung.

Era lo que había dicho Sing, con una seguridad tal, que Yut Lung no había podido hacer más que quedarse impávido, sólo un par de segundos.

¿Escapar? —Había repetido, mientras simulaba dibujar una sonrisa—Aquí no hay nadie secuestrado, Sing.

El alfa no rió, incapaz de captar su chiste. En cambio, dirigió su mirada a la multitudinaria cantidad de papeles regados por el suelo, analizando qué era lo que quizá había pasado por la mente de Yut Lung en ese momento.

Creo que sabes a lo que me refiero.

Había dicho entonces. Como si fuera lo más sencillo de notar. Lo más sencillo de poner en palabras.

Yut Lung habría podido reír.

Quiero que dejemos esta vida, tú yo yo—Le había dicho entonces, haciendo algo que Yut Lung había querido desde que lo hubiera visto entrar por la puerta. Envolviendolo en un abrazo, dejando que su voz resonara justo en su oído—Juntos.

El temblor que lo había recorrido en ese momento había sido imposible de ocultar.

Mucho menos cuando Sing se hubiera apartado sólo un poco de su persona, tocando su mejilla con delicadeza, mientras acomodaba su rostro para que le volviera a ver directamente a los ojos.

En ellos, podía verse reflejado.

Y, por un momento, pudo entender la aparente seguridad que tenía Sing para hablarle, como si ya supiera cual iba a ser su respuesta.

Su rostro era lucía completamente... vulnerable.

Como el de un niño al cual le has hecho una muy deseada promesa.

¿Él siempre había lucido así?

Yut Lung no estaba seguro.

Su respuesta vino en la forma de un quedo asentimiento, mientras hundría su rostro en el pecho de Sing, incapaz de aguantar el peso de su propia imagen reflejada en los ojos ajenos. El mentado no dijo más, acariiando su espalda con cuidado, y tomándolo en brazos, queriendo sacarlo de la desordenada oficina.

Yut Lung pudo sentir un par de miradas curiosas sobre ellos en el camino a su habitación. Probablemente, el personal que había estado evitando el salón durante todo lo que llevaba de día, finalmente habían decidido ir a revisar el bienestar de su señor.

Pudo escuchar a Sing murmurar escuetos saludos, con un tono demasiado pagado de sí mismo para su gusto. Empero, en lugar de reaccionar con ira como normalmente lo haría, se permitió morderse los labios para ahogar el curioso sentimiento de vergüenza que le nacía en el vientre, hundiéndose más en el abrazo que lo sostenía.

Ya dentro de su habitación Sing había cerrado la puerta, como la noche que hubiera compartido su habitación, asegurando estar preocupado por su comodidad y la de los cachorros.

Ha.

Yut Lung no había estado realmente seguro de las intenciones de Sing en ese momento, de la sinceridad de sus palabras, y quizá, ni siquiera, de su capacidad para notar la fuerza con la que sus actos parecían hablar.

Yut Lung odiaba equivocarse. Y, siempre sostendría que casi nunca lo hacía.

Pero, en el caso de Sing, agradecía a cualquier deidad superior –si realmente existiera alguna- de haberlo hecho.

Después los había llevado a ambos la cama, acomodando a Yut Lung primero, de manera que su abultado vientre no hiciera demasiado peso con su ya castigada columna. Para después, toma su lugar a su lado, observándole con cariño.

Yut Lung había sentido sus labios temblar.

No sabes las ganas que tengo de besarte ahora mismo...

Le dijo Sing, con uno tono de voz tan quedo que Yut Lung casi podría haberlo confundido con un murmullo.

El omega no era alguien que pudiera considerarse tímido, recatado, ni mucho menos vergonzoso.

Adjetivos que el tipo de vida que otros habían elegido para él le impedían tener. Y que, en pos de sobrevivir, había aprendido a enterrar en lo más profundo de su ser, para no ser usados jamas. Sin embargo, y con tan honesta confesión, no pudo evitar sentir que sus mejillas ardían, coloreándose de carmesí.

¿Y qué te detiene...?

Habría preguntado él, intentando recobrar un poco de la seguridad que usualmente esgrimía.

Sing rió suavemente, enseñando los dientes.

Sus largos dedos apartaron un par de mechones de cabello de su rostro, descansando con suavidad sobre su piel.

Nada.

Fue lo último que dijo entonces. Antes de cerrar la distancia que los separaba, uniendo sus labios con una delicadeza que Yut Lung nunca hubiera conocido.

Un beso-

Su primer beso con alguien que decía quererle.

El corazón de Yut Lung parecía querer escapar de su pecho, con lo rápido que estaba latiendo.

Los labios de Sing eran suaves, pero demandantes. Guiándolo, aún si el más experimentado de los dos de seguro era Yut Lung. Sus manos se dirigieron a su cintura, rodenando lo amplio que ahora era, sosteniéndole en su lugar. Su lengua apenas pidió permiso para profundizar su beso, el roce de su lengua con la ajena logró que una corriente de electricidad viajara desde la base de su estómago hacia el resto de su cuerpo, logrando que un pequeño jadeo escapara de los labios de Yut Lung.

Eso había sonado casi como un gemido.

Ambos se detuvieron ante la sorpresa.

Sing le miró confundido, al tiempo que una sonrisa –de tono diferente al de todas las demás- parecía lista para nacer de sus labios. Yut Lung sentía que podría morir allí mismo.

—¡Ni una palabra de lo que acaba de pasar!

Se había apresurado a recordarle, antes de esconder su rostro entre sus manos. Empero, y como con muchas cosas en la vida, Sing parecía no tener interés en escucharlo, pues lo abrazó con fuerza mientras soltaba una risotada, asiéndolo a sí, como si fuera el hombre más feliz del mundo.

Y, era así como habían terminado ahora, una vez la risa estrepitosa de Sing hubiera encontrado su fin.

Envueltos en un abrazo.

Yut Lung, incapaz de creer todavía la felicidad que una persona como Sing pudiera encontrarle deseable. Que alguien que podía decir cosas con tal honestidad y ligereza pudiera ver más allá de lo manchado de su alma y su cuerpo y elegirlo a él.

Elegirlo solamente a él.

—Yo también quiero...—Terminó murmurando entonces, sus labios mucho más rápidos que su cerebro. Sing le dedicó una mirada curiosa, acompañada de un pequeño sonido de duda. Yut Lung tomó aire, intentando darse valor para repetir lo que acababa de decir—Yo también...—Musitó, dejando que una de sus manos descansara sobre su vientre—También quiero dejar este lugar. Contigo—aseguró. Dejando que la imagen de sus pequeños, cuyas facciones aún no podía discernir en su mente, le diera valor—Por mí. Por ellos.

Sing le devolvió una sonrisa.

—Pensaremos en una manera.

Cuando Ash llegó a su hogar sentía el cuerpo y el rostro adoloridos.

Ya estaba acostumbrado a las peleas, se había metido en ellas desde que pudiera tener memoria. Claro, que un par de golpes con algún niño que quisiera pasarse de listo no podían compararse con las que hubiera experimentado en su adolescencia. Pero, también, creía que ninguna de esas podía compararse con la que acababa de tener.

Aún si no había perdido sangre, y si lo peor que le pasaría, de seguro, sería tener el rostro ligeramente hinchado por unos días; se sentía por completo drenado.

Y, aún así, sabía que tenía que intentar ser fuerte.

Se lo recordó mientras el guardia de seguridad lo recibía en la puerta del condominio, haciendo un par de preguntas que él fue capaz de responder con mentiras blancas que intentaban evitar que la preocupación del beta creciera de sobremanera.

Se lo recordó también mientras se arrastraba hacia el ascensor, colocando el número de su piso y sacaba su teléfono, suspirando pesadamente al notar la poca batería que le quedaba y el símbolo que marcaba el modo avión, que lo había mantenido alejado del mundo durante todos esos días.

Y, también, cuando hubiera podido abrir la puerta de su departamento, haciendo el menor ruido posible.

Disculparse no era algo que Ash supiera hacer. O, al menos, no algo que hubiera aprendido a hacer antes de Eiji. No de la manera en la que el omega lo hacía. Deteniendose a explicar porqué había hecho lo que había hecho, y reconociendo en qué manera lo había lastimado.

La primera vez que Eiji lo hubiera hecho, Ash no habría podido evitar la mueca de sorpresa cuasi jocosa que se hubiera dibujado en su rostro. Eran un extraño grupo, los japoneses. Tomando la culpa por cosas que no estaban en su control. O quizá era sólo cosa de Eiji, creyendo que todo lo malo que ocurría a su alrededor, tenía que ver con él.

Él había aprendido a hacerlo también. A disculparse.

Con palabras más escuetas, claro. Con toques y con silencios, con miradas y con sonrisas. Intentando justificar, ante él y ante Eiji, que sus decisiones tenían sentido. Que a pesar de la pena que veía en los ojos de Eiji, su seguridad siempre vendría primero.

Aún si venía a cuenta del bienestar de Ash.

Aún si venía a cuenta de la pena grabada en las facciones de Eiji.

Claro que, en esta ocasión, ya no se sentía tan seguro.

Ash apenas se estaba haciendo conocido de las disculpas. Pero los ruegos... los ruegos eran viejos conocidos, a quienes había tenido que abandonar en su más tierna infancia, aprendiendo de manera violenta que, las personas con poder, no suelen escucharlos.

Pero Eiji no era como ellos.

Y si rogar era necesario para tener su perdón, Ash sería capaz de hacerlo.

Tomó aire y empujó la puerta, dejando que un suspiro escapara de sus labios.

Lo saludó la oscuridad.

Ash frunció el ceño.

—¿Eiji...?

Preguntó, sin recibir respuesta alguna. Su mano viajó hacia la luz entonces, pero antes de que sus dedos pudieran encenderla, su nariz fue capaz de percibir dos cosas allí.

El aroma de Sing y de Max. Ambos habían estado en casa, cuidando de Eiji. La parte más racional de Ash sabía que era sólo esperable. Alguien como Eiji tenía muchos amigos que se preocupaban por él, así como la familia que ambos habían construido en Nueva York. Empero, no pudo evitar que su estómago se hiciera nudos sobre sí mismo, por dos razones distintas.

Y, lo segundo, fue algo que Ash conocía demasiado bien.

Un aroma que había grabado tan progundo dentro de su psique, que sería capaz de reconocerlo donde fuera.

El olor de la sangre.

Qué...

Su mente parecía haberlo entendido perfectamente, antes de que la luz pusiera en evidencia la imagen frente a él.

Un camino de manchas sanguinolentas que se dirigía desde la sala hasta la entrada.

Ash sintió el calor abandonar su cuerpo.

—¡Eiji! —Volvió a llamar, mientras corría hacia el interior de la morada. El rastro lo llevaba hacia el interior de su habitación.

Ash contuvo la respiración sin quererlo realmente, mientras abría la puerta de su cuarto, topándose con lo que en ese momento le parecía una escena dantesca.

Había muchísima sangre en el suelo. Y Eiji no estaba a la vista, en ningún lugar.

Sus manos temblaron entonces, volviendo a tomar el celular y cambiando su modo al normal.

Ni siquiera pudo presionar una de las teclas numerarias antes de que un incesante vibrar casi tirara el aparato de sus manos.

Había una infinidad de mensajes.

Sus ojos escanearon con rapidez los nombres que caían en cascada por la pantalla. Jessica. Sing. Max. Eiji.

Su boca se sintió seca, su respiración pesada haciendo que su pecho subiera y bajara con lentitud.

Sus dedos temblaron, listo para leer lo que Eiji le había dicho. Sin embargo, algo llamó su atención primero.

Era un mensaje de Max. Enviado el día de ayer, el más reciente que tenía.

Las palabras eran consisas al mismo tiempo que detonantes.

Acababan de llevar a Eiji al hospital.

Esa sangre era de Eiji.

La vida de Eiji estaba en peligro. La suya, y la de su bebé.

Ash no recordaba haberse sentido así de perdido en años.

No recordaba exactamente qué había hecho después de esa tan rotunda realización. Sus piernas se habían movido antes que su mente pudiera darle más luces de su situación. De que pensara en su apariencia, o en la clase de aroma que debía estar despidiendo en ese momento.

No había nada más importante para él que ver a Eiji. Que saber que estaba a salvo. Que él y su hijo estaban fuera de peligro.

Ash conocía Nueva York como si fuera la palma de su mano. En sus años de juventud había sido más una necesidad que una elección, así que guiar sus piernas por las abarrotadas calles no fue un problema. Empujar a algunos transeúntes y llevarse varias miradas llenas de prejuicio tampoco. Las líneas del metro, que casi siempre fungían como un laberinto, incluso para el más experto de los neoyorkinos tampoco fueron un problema. Y, cuando finalmente tuvo el hospital del cual le había hablado Max en el mensaje, su misión fue más que clara.

Tenía que entrar.

Ash sabía que la vida de delincuencia no era algo de lo que nadie debiera estar orgulloso. Él mismo solía mencionar ese aspecto de su pasado con un claro rezago de burla y resentimiento, mezclado con claro rechazo; todos estos dirigidos hacia su propia persona.

Pero, la verdad fuera dicha; las habilidades que había adquirido durante todos esos años le habían servido durante muchas otras etapas de su vida. Y, el entrar en lugares que se suponía contaban con gran seguridad era solo una de la multitudinaria lista que tenía para presumir.

Se escabulló por los arbustos, pasando a través de la seguridad hacia la entrada de emergencia, donde una cantidad ingente de personas parecían esperar su turno para ser atendidos. Avanzó a través de los corredores, camuflándose como pudiera entre los gruesos muros del hospital, llegando hasta la zona que creía era la de hospitalización.

Si se habían llevado a Eiji, debía de ser hacia el ala de maternidad.

Observó con rapidez el mapa del lugar, erguido, así como estaba, en medio del salón principal. Memorizó el número del piso y corrió hacia las escaleras de incencio, incapaz de confiar en tomar el elevador y no toparse con algún tipo de trabajador.

Contó mentalmente mientras corría por las escaleras, en un intento fútil de mantener la cordura.

Uno. Dos. Tres. Cuatro.

La puerta del piso de internamiento se manifestó frente a él. Aash tomó la manija con un poco más de fuerza de la necesaria, abriéndola sólo lo necesario para poder ver por el pasillo.

No había nadie.

Se deslizó con sumo cuidado, evitando hacer ruido.

Giró hacia un lado entonces, dispuesto a encontrar el camino que lo llevara hacia su esposo, cuando lo vio.

Frente a él, coronando una gran puerta de metal.

Era un letrero que tenía un par de cigüeñas dibujadas, flanqueando una palabra que Ash sólo había visto durante sus visitas junto a Eiji a la clínica especializada en omegas.

Neonatología.

Donde se internaba a los cachorros.

Sus pasos se detuvieron en seco. Su mente se quedó en blanco.

Antes de que pudiera pensar en algo más, ya había entrado al recinto.

Lo recibió una ola de calor que diferería en gran cantidad al aire frío que rodeaba los pacillos del hospital, la pulcritud del mármol y la vacuedad del pasillo hicieron que su estómago se atara sobre sí mismo, inundado de nerviosismo.

Se acercó con cuidado, sin hacer ruido, como alguna vez le hubieran enseñado. Pudo ver a través de los largos cristales dos figuras durmientes, ambos enfundados en uniformes blancos y azules, profundamente dormidos en lo profundo del pasillo, en lo que parecía ser el cuardo designado para el personal.

Tomó un poco de aire, terminando de darse valor.

Se deslizó entonces hacia el pasillo de las habitaciones que, a diferencia de los usuales cuartos de hospital, tenían grandes vitrales que permitían ver todo lo que pasaba adentro.

Era un mar de cuneros e incubadoras.

Sus labios se partieron en un pequeño ágape, mientras sus pies lo llevaban por lo largo del lugar, dejando que sus ojos escanearan los apellidos que se encontraban pegados en una mica en cada una de las puertas, en lo que parecían ser grupos de tres en tres.

Jhonson.

Williams.

Smith.

.

Brown.

García.

Winston.

.

Neonato, Winston.

Ash se detuvo en seco, repasando el nombre una y otra vez.

Era su cachorro.

Ese era su bebé.

Entró con lentitud a la sala, observando entre los cuneros las figuras durmientes de los infantes, mientras corroboraba los nombres en la parte superior de los mismos.

Su pequeño estaba junto a la puerta, envuelto en varias mantas; incapaz de moverse. Sus ojos estaban cerrados, y en su nariz, un pequeño tubo de plástico transparaente parecía estar aferrado a su rostro.

Ash sintió su corazón perder un latido.

Sin poder controlarse, estiró las manos hacia el pequeño durmiente. Lo sostuvo con cuidado, como si el mínimo movimiento pudiera romperlo.

Estaba tibio.

Lo acercó hacia sí con lentitud, teniendo el cuidado necesario con la cánula que lo unía a lo que parecía un pequeño balón de oxígeno unido a la pared, destapándolo apenas para poder dejar sus manos libres al aire.

El rostro de Griffin se deformó entonces, su pequeña frente y labios fruncidos en una mueca de fastidio por ser despertado tan repentinamente de su descanso.

—Tranquilo... tranquilo...—Musitó, logrando únicamente que el bebé se revolviera con más fuerza entre sus manos.

Ash tembló un poco entonces, esperando el llanto. Después de todo, los cachorros eran seres en extremo sensibles. La mínima alteración, ya fuera de temperatura o en el aroma –especialmente uno desconocido- haría que hicieran ejercicio de su nuevo par de pulmones, llenando el ambiente de gritos desaforados.

Sin embargo, y para su sorpresa, Griffin no lloró.

Pequeños quejidos abandonaron sus labios, mientras su cuerpo se revolvía entre el cúmulo de mantas, y sus grandes ojos cafés al fin podían enfocar a quien tenía frente a él.

Ash sintió que algo le quitó todo el aire que había estado manteniendo desde su entrada al lugar.

Su pequeño lo observaba con completa e individida atención.

Tenía los mismos ojos que Eiji.

—Hola...

Volvió a murmurar, notando que su voz se rompía en la última sílaba.

Maniobró con cuidado, acercando más al pequeño hacia su rostro, sosteniendo con cuidado su cabeza.

En respuesta, Griffin estiró una de sus pequeñas manos, en un movimiento que era; quizá- más reflejo que alguna otra cosa, intentando tocarle.

Como si le buscara.

Como cuando estaba en el vientre de Eiji.

Como si supiera quién era Ash.

Su mirada se volvió borrosa entonces, al tiempo que una cálida sensación comenzaba a rodar por sus mejillas.

Era llanto.

Uno que Ash no podía, ni quería detener.

Su voz pareció bacilar nuevamente, incapaz de denter el temblor de sus labios, mitad por las lágrimas y mitad por la risa ahogada que parecía ahora querer escapar de estos.

Algo que había querido decir desde hacía muchos meses.

Desde que, mientras leía un libro, su hijo le hubiera podido decir finalmente que estaba allí.

—Hola, Griffin...—empezó, riendo ahogadamente cuando una de sus gruesas lágrimas cayera sobre el rostro del pequeño, haciendo que frunciera la nariz—Soy yo... soy tu papá...

Notas finales:

Ash siempre ha tenido una habilidad natural para meterse en lugares complicados, ¿no? Todo el mini arco del escape del centro de salud mental me ayudó a visualizarlo de mejor manera, aprovechando que los hospitales norteamericanos sí tienen un buen servicio de escaleras contra incencidios, a diferencias de los hospitales que suelo ver por aquí haha.

Los personajes de Akimi Yoshida –o, bueno; Ash. Ash, porque es desde su punto de vista desde el cual se desarrolla la mayor parte de la historia- siempre me pareciern salidos de un cuento de Antón Chéjov, quizá porque su punto más fuerte es la introspección, soltando remarques que muestran de a poquitos su mundo interno, llegando incluso a comparar sus tribulaciones con personajes literario (citando a una de mis artistas favoritas, Kitty: No eres un puto leopardo, Ash) y creo que eso se me queda demasiado pegado cuando escribo en este fandom. Son personajes que piensan más de lo que dicen haha. Eiji merecía un Pov, pero casi 3k sólo en su escena, eso es nuevo.

¡Dos capítulos más y la historia termina!

Justamente, qué curisoso, los más cortos al momento de planearlos. No puedo creer que llegara tan lejos. Cuando comencé a reescribir esta historia en enero de este año, realmente estaba mentalizada con poder darle un cierre, pero siempre me quedó el miedo de no poder lograrlo ;7;9 cada vez siento que estoy un pasito más cerca de la meta.

Estas semanas van a estar algo pesaditas :') porque me iré al servicio social, ¡deseenme mucha suerte, por favor! Igual iré avanzando de a poquitos, ayuda mucho ya tener el esqueleto de más o menos cómo quiero que salga la historia.

A todos los que llegaron hasta aquí, muchísimas gracias de todo corazón ♥

Capítulo siguiente: El guardián entre el centeno.

Por cierto, hace poco le comisioné un tráiler de este pequeñ mounstro a una excelente artista del fandom: Yaki BF. Veré si puedo subirlo aquí, o si nó dejaré el link de vista en Facebook :') está muy bonito, vayan a darle mucho amor; por favor ♥

https://youtu.be/nPARcAfcDAw

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