Capítulo 83
“El mar sigue cantando cuando pierde una ola.”
—José Angel Buesa.
Y así fue como mis abuelos se conocieron.
Sin lugar a dudas, es una anécdota un poco graciosa y que siempre adoro recordar.
Tengo que admitir que la terquedad es una característica que heredé de mi abuela.
Al día siguiente de los sucesos en el acantilado, a mi Abu ya no le dolía el pie, sin embargo, le sangraba el alma, pues había discutido con su madre de nuevo. Intentando mantener la calma, le había explicado que ya era mayor de edad y estaba preparada para construir su propio camino. Mi bisabuela se molestó muchísimo cuando escuchó las réplicas de mi abuela, incluso dejó de hablarle por días; pero terminó recapacitando: se dio cuenta de que lo que realmente importaba era la felicidad de su hija y decidió apoyarla en su sueño de ser maestra.
Mi abuela, rebosante de alegría, quiso visitar su lugar favorito para celebrarlo... Pero cuando llegó se llevó un susto de muerte. ¡El hombre del otro día había regresado! Y se encontraba sentado en su silla de madera, cantando y tocando su laúd con la efusividad que le caracterizaba.
Exasperada, mi abuela lo atacó a preguntas, y él se excusó afirmándole que no desistiría hasta que le dijera su nombre.
Y a base de discusiones absurdas, sarcasmo y risas, poco a poco, mis abuelos se conocieron.
Con el tiempo crearon una amistad muy bonita, que terminó convirtiéndose en amor verdadero.
En una de sus charlas, mi abuelo le confesó que tenía ascendencia árabe, por eso amaba las canciones en este idioma, en especial, la que solía cantar.
Esa canción los unió, pues mi abuelo se la cantaba a mi abuela todos los días justo antes de despedirse, y en un intento de coqueteo, le afirmó que tenía el poder de unir corazones, que era la canción ideal para cantarle a tu amada y confesarle el amor que sentías por ella.
En este acantilado él le pidió matrimonio, así que era un lugar muy especial para ambos...
—¿Sabes, Ian? Mi abuelos tenían adoración por una canción en árabe. Decían que era capaz de unir corazones —le cuento con nostalgia.
—¿Cuál?
Me encojo de hombros.
—No lo sé. Mi Abu nunca quiso decirme el nombre, siempre ponía la excusa de que era un secreto. Decía que, algún día, si la vida así lo quería, la escucharía, y entonces tendría la certeza de que había encontrado a mi amor verdadero —digo—. Es un poco cursi, ¿no lo crees? ¡Mi abuela era toda una romántica!
Se me escapa una risita acompañada de lágrimas. Me las limpio y suspiro.
Silencio.
Lo único que escucho es el sonido de las olas al impactar contra las rocas y el graznido de las gaviotas.
No obstante, luego de un rato, Ian rompe el silencio con una carcajada.
Lo miro.
Una sonrisa de oreja a oreja decora su rostro.
Él no me sostiene la mirada, solo mira al infinito.
—¿Qué? —le pregunto, confundida—. ¿De qué te ríes?
Como respuesta, comienza a cantar el estribillo de una canción en árabe que reconozco enseguida.
—¿Esa canción...? —dudo—. Es la que me cantaste por teléfono, ¿verdad?
Estoy casi segura de que es la misma.
No la he olvidado. Era muy bonita.
¡Es una lástima que Ian cante tan mal!
—Así es —confirma él.
—Vaya... —Sonrío, nostálgica—. A mis abuelos les habría encantado.
—De hecho, a tu abuela le encantaba —suelta Ian. Noto una pizca de diversión en su voz.
«¿Cómo?».
—Oh, ¿mi abuela la conocía? Debí suponerlo...
¡Mi abuela amaba la música! Aún recuerdo los pósters de Taylor Swift que coleccionaba.
—La conocía a la perfección —añade Ian con ternura—. Tus abuelos decían que tenía el poder de unir corazones, ¿no? Tal vez sea cierto. —Me mira con picardía.
Y entonces, lo comprendo.
—¡Es esa canción! ¡No lo puedo creer! ¿Mi abuela te dijo el nombre? ¡A mí no me lo quiso decir! Se suponía que era un secreto.... —chillo, un poco indignada.
«¿Por qué?».
Ian se encoge de hombros con fingida indiferencia.
—Nadie se resiste a mis encantos, Aylin. —Me guiña un ojo.
«Ajá».
—Erais muy cercanos, ¿verdad? —le pregunto con voz entrecortada.
Él asiente con la cabeza.
—Con razón le encantaba esa canción. Es hermosa... —confieso, emocionada—. Pero sigo sin comprender por qué mi abuela te reveló el nombre a ti y a mí no.
Diviso un brillo seductor en los ojos de Ian.
—Tampoco lo sé... —Me mira fijamente—. Tal vez presentía que yo era el hombre indicado para ti —termina de decir con jocosidad.
¿Qué? ¡Ni en sus sueños!
—¡Ian! ¡No digas estupideces! —le reprendo, enojada.
Mis mejillas se tiñen de rojo.
—¡Hey! No son estupideces. Es una posibilidad —se defiende.
—¡Por supuesto que no!
—¡¿Por qué?! ¿Tanto me aborreces?
«¿Cómo puede pensar eso?».
—No te aborrezco, es solo que...
Me interrumpe, curioso.
—¿Qué? No quieres aceptar que te atraigo, pero ya lo confesaste.
«Mierda».
—¡Tenía sueño! No sabía lo que decía.
—Aylin, los niños, los borrachos y las personas con sueño siempre dicen la verdad —me afirma—. Ya no intentes engañarte a ti misma, hadita.
«¡¿Hadita?! ¡¿De nuevo?!».
—¡Tch, Ian!
—¡¿Qué?!
—¡Nada! —Resoplo, rendida, y después añado—: ¿Podrías cantar la canción? Me gustaría homenajear a mi abuela...
Asiente con la cabeza.
—Vale, lo haré... ¡Pero solo si prometes no burlarte de mi hermosa voz!
Vaya, eso es muy difícil, teniendo en cuenta que Ian canta como gallo al que están torturando... Pero termino asintiendo con la cabeza.
Suspiro.
—Está bien. Intentaré soportarlo.
—Bueno.
Ian comienza a cantar en voz baja, algo indispuesto, pero luego va elevando su tono de voz.
Cierro los ojos y permito que el aire fresco acaricie mi rostro.
Recuerdo a mi abuela. Tan sabia, familiar, amorosa, entregada, hermosa...
Recuerdo su reconfortante voz y su cálida sonrisa, sus manos suaves y su cabello sedoso.
La veo bailando y riendo, alegre, junto a mi abuelo. Sus movimientos sincronizados con las olas del mar.
También veo a mis padres, enamorados como el primer día, y a mi lindo cachorro corriendo de un lado a otro para sellar su amor.
Con las manos temblorosas abro la caja que contiene las cenizas de mi abuela y les permito volar rumbo al océano.
Me estremezco de dolor.
Dejo caer la caja.
«Mi abuela ya no estará más conmigo. Se está yendo».
«Cuando comprendas que, aunque ellos no estén con nosotros físicamente, aún viven...».
Mi abuela siempre vivirá en mi corazón y en mi memoria.
Casi por instinto, descanso la cabeza en el hombro de Ian. Estoy tan exhausta...
Él no la aparta. Mis ojos se cristalizan y cuando termina de cantar, me dice evitando mirarme:
—Lo siento.
Lo miro, un poco inquieta.
Me sostiene la mirada.
Está serio y eso me asusta, pero me relajo cuando sonríe.
—Acabo de cantar la canción... —Alza ambas cejas, fingiendo sorpresa—. ¿Crees que lo conseguí?
—¿Qué?
—Unir nuestros corazones.
Le dedico una mirada risueña.
—Nuestros corazones se unieron hace mucho tiempo, Ian —afirmo—. El enorme cariño que sentimos por mi abuela los unió.
—-Y tal vez algo más... —Deja la frase en el aire y clava sus ojos verdes en los míos.
Me pierdo en ellos.
—¡Mamá! Quiero pintar las paredes de mi cuarto de verde, ¿puedo? ¡Así nunca me faltará la esperanza! -—exclamé, ilusionada.
—¡Claro que puedes, mi niña! Hoy mismo llamaré a un pintor.
Ian me sonríe de oreja a oreja y, como si se tratase de una visión, puedo ver al chico apasionado que alguna vez fue. Fotografiando recuerdos, dedicando canciones, recitando poemas y soñando despierto.
«¿Cómo lo haces?».
«¿Qué?».
«Sonreír, a pesar de todo lo que viviste...».
«¿Crees que nada cambió dentro de mí, Aylin?».
A pesar de nuestras diferencias, admiro a Ian.
—Abuela, hice una encuesta en mi escuela y la mayoría de los niños quieren crecer, ¿por qué Peter Pan no quería? —pregunté, curiosa.
Mi abuela pareció meditar la respuesta.
—Tal vez no estaba preparado. —Fue lo único que dijo.
Sentí que estaba mintiendo y quería añadir algo más, pero no insistí.
—¿Tú estabas preparada para crecer?
—Nadie lo está, mi vida.
Regreso a la realidad.
«Y tal vez algo más...», me dijo Ian.
—¿Y eso es...? —le pregunto, expectante.
Él cambia de posición para que quedemos frente a frente y yo hago lo mismo.
Se acerca a mí y me aparta un mechón de pelo de la cara, luego me acaricia la mejilla.
Siento el impulso de darle un manotazo, pero después me relajo y un leve suspiro escapa de mis labios.
—Soy inofensivo, Aylin —me dice, risueño.
Asiento con la cabeza.
—¿Entonces? ¿Responderás mi pregunta? ¿Qué unió nuestros corazones?
¡Siento curiosidad!
Ian se acerca un poco más. Nuestros rostros quedan a escasos centímetros.
Intento controlar la respiración e ignorar los latidos acelerados de mi corazón cuando me susurra al oído:
—Te lo dejo de tarea.
Entrecierro los ojos y alzo la barbilla, desafiante.
—Esta vez no te saldrás con la tuya, Bookman.
—Ah, ¿sí? —me reta, en un tono de voz burlón—. ¿Y qué harás, hadita?
Ladeo una sonrisa.
—Esto.
Y sin pensarlo, estampo mis labios contra los suyos.
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