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Capítulo 82

Las verdaderas historias de amor nunca tienen un final.”

—Richard Bach.

Narrador omnisciente:

      Ayham Johnson era un apasionado soñador.

      Sarcástico, sensible y amante del océano.

      Todas las tardes solía pasearse por uno de los acantilados más hermosos de Leafy Earth para admirar la puesta del Sol. Le transmitía una agradable sensación de paz y, además, simbolizaba la despedida del día; un gran momento para reflexionar.

      Sí, Ayham era todo un filósofo.

      Como si se tratase de un ritual, colocaba en el suelo verdoso la silla de madera que él mismo había construido y, luego de tomar asiento, sacaba su laúd para comenzar a tocar, acompañando la melodía con su armoniosa voz.

      Por otro lado, Anastasia Green era una chica muy curiosa y rebelde.

      Todas las mañanas solía pasearse por uno de los acantilados más hermosos de Leafy Earth. Era su lugar favorito, pues a él acudía cada vez que necesitaba un refugio. El olor salado del mar era terapéutico para ella.

      Un caluroso día del año 2017 ambos coincidieron. Tal parecía obra del destino.

      La joven había discutido con su madre debido al proceso de elección de carreras. Ella quería estudiar maestría y convertirse en una admirada profesora de Literatura; pero su madre, Natasha, se empeñaba en que la mejor carrera para su hija era Diseño.

      Anastasia era una persona muy decidida, no se dejaba guiar fácilmente por la opinión de los demás. Actuaba en base a sus principios, deseos e ideales; no obstante, siempre había sido una hija modelo, e intentaba complacer a sus padres en todo, ya que temía decepcionar a su familia.

      Natasha era una mujer demasiado estricta, pero no podía considerársele mala madre; sin embargo, siempre quería, de cierta forma, controlar la vida de su hija para evitarle problemas futuros, y en su desinteresado afán, ignoraba que su actitud perjudicaba a la joven.

      Los tiempos habían cambiado y los hijos ya no vivían tan regidos a los reglamentos de sus padres, como solía suceder en las novelas victorianas; sin embargo, algunas costumbres nunca cambian.

      Anastasia, aún abatida por la fuerte discusión con su madre, corrió a reconfortarse a su lugar favorito sin importarle la hora... Pero el susto que se llevó no fue para nada reconfortante.

      No tardó en percatarse de que el acantilado había sido invadido por un hombre totalmente desconocido y, por si fuera poco, el sujeto se encontraba cantando con tanta efusividad que parecía estar participando en un concurso musical.

      ¿Árabe? ¿Turco? ¿Latín?

      Anastasia desconocía el idioma, por lo que se asustó el doble. Temía que el sujeto estuviera loco.

      Sintió el impulso de salir corriendo  y alejarse de aquel sitio, pero la canción, a pesar de ser desconocida e ininteligible, le parecía bastante bonita. Transmitía paz y alegría... Sin embargo, no quería ser víctima de su melodía seductora, por lo que hizo ademán de retirarse, todavía presa del pánico.

      Anastasia Green, como cualquier persona normal, se desubicaba cuando se veía expuesta a cualquier tipo de peligro, por lo que su nivel de torpeza alcanzaba límites inimaginables. A pesar de ser una chica admirada por su gran inteligencia, afirmaba que, en ese tipo de situaciones, le costaba usar la lógica.

      Asustada e intentando hacer el menor ruido posible, intentó retroceder; pero su plan de huida fracasó estrepitosamente cuando sus pasos le jugaron una mala pasada: se torció el tobillo y, no sin antes soltar un quejido, cayó al suelo.

      A pesar del fuerte dolor que recorría sus extremidades como consecuencia del golpe, intentó recomponerse rápidamente con la disposición de levantarse... Pero no lo consiguió.

      Quería marcharse y no podía. Estaba perdida.

      El sujeto no tardó en advertir su presencia.

      La miró con los ojos abiertos de par en par.

—¿Y usted de dónde salió?

      Anastasia, a pesar de poseer una enorme valentía, estaba terriblemente asustada y, al parecer, el hombre lo notó.

      Dejó el instrumento a un lado y se acercó a ella, lo que desató su pánico.

—¡No me haga daño, por favor! —le suplicó.

      Él ignoró sus palabras y se encorvó para analizar su pie herido.

—¿Qué mira? ¡Aléjese de mí! —le pidió, irritada.

      El hombre, un poco indignado, se irguió para cruzarse de brazos.

—¿Qué le sucede, señorita? —Arqueó una ceja—. ¿Acaso tengo cara de asesino? ¡Solo la quiero ayudar!

      «¿Acaso tengo cara de asesino?».

      Anastasia dudó, luego se tomó la molestia de analizar al hombre.

      No tenía pinta de asesino. De hecho, era bien parecido. Su cabello castaño claro estaba perfectamente peinado y contrastaba con el abrigo negro que llevaba puesto. Tenía la piel aceitunada y porte de modelo; pero lo que más le llamó la atención a Anastasia fue su mirada profunda.

     Aun así, ¡no podía confiar en un desconocido!

—¡No necesito su ayuda! Me iré. —Intentó levantarse de nuevo, pero fue en vano.

—Venga, la ayudaré a levantarse —se ofreció el hombre, extendiéndole una mano.

      Anastasia negó con la cabeza.

—¡Por supuesto que no! Gracias, pero puedo sola.

—Intente levantarse entonces —la retó él, curvando una sonrisa pícara, y después se alejó de ella para volver a tomar asiento en su silla—. Yo seguiré en lo mío.

      Anastasia agradeció la rendición del hombre. Al menos, la dejaría en paz y ya no se sentiría tan nerviosa; pero, por otro lado, si él no la ayudaba, ¿quién lo haría? ¡No podía levantarse sola!

—¡Pues eso haré! —le gritó para aparentar fortaleza.

      Y permaneció sentada en el suelo.

      El hombre comenzó a cantar de nuevo, ignorando la presencia de la joven. No obstante, en esta ocasión, ella pudo reconocer el idioma: árabe.

      «Vaya, es bilingüe», pensó.

      No sabía qué hacer.

      Intentó inhalar y exhalar el aire fresco para relajarse.

      Trató de ignorar la presencia del hombre, pero esta misión se le dificultó bastante al descubrir que tenía una voz muy bonita. ¡Cantaba bastante bien!

      Le permitió a la melodía emitida por el laúd relajar sus músculos con el objetivo de recuperar la compostura.

      «Si el hombre no me ha atacado, ya no lo hará. Además, en caso de ser un ladrón, no poseo nada de valor», dedujo.

      No obstante, no quería permanecer ni un segundo más en ese sitio, a pesar de ser su lugar favorito. ¡Había sido invadido y se sentía incómoda!

      Cuando el sujeto terminó de cantar, se giró para mirarla con una sonrisa divertida.

      «¿Acaso se está riendo de mi dificultad para moverme? ¡Qué insensible!», pensó.

—¿De qué se ríe? —quiso saber, insultada.

      El hombre se encogió de hombros y dejó el instrumento a un lado.

—Nada, simplemente no puedo comprender por qué prefiere quedarse ahí tirada en lugar de aceptar mi ayuda. Venga, sé que soy un completo extraño y que no le transmito ninguna confianza, pero al menos permítame echarle una mano...

—No necesito que me eche ninguna mano.

—De acuerdo. Como usted diga.

      Cinco minutos después, ya no lo soportaba más. Quería levantarse del suelo e irse a casa. El dolor había disminuido, sin embargo, no se creía capaz de hacerlo sin ayuda.

—Oiga —llamó al hombre, tragándose su orgullo por el bien de su pie—. ¿Podría ayudarme a...?

      Al sujeto se le escapó una carcajada.

—Así que decidió dejar su terquedad de lado, ¿eh?

      Anastasia bufó.

      No quería pedirle ayuda al hombre, pero no tenía otra opción.

      Asintió con la cabeza, evitando mirarle a los ojos.

—Bien.

      El hombre se acercó a Anastasia y le extendió ambas manos. Ella la tomó, inconforme.

      Fue una misión muy difícil, pero con la ayuda del desconocido, finalmente logró ponerse de pie.

      Cojeó un poco hasta quedar estable. El tobillo le dolía menos, pero el malestar no había desaparecido del todo.

      No llevaba consigo su teléfono móvil, por lo que no podía pedir ayuda.

      ¿Cómo se marcharía?

      Se soltó del agarre del hombre y, con delicadeza, apoyó el pie en el suelo; pero lo que obtuvo fue una punzada de dolor.

      Su rostro se contrajo con una mueca.

—¿Aún le duele?

—¡No, en lo absoluto! Puedo caminar, saltar, correr, ¡e incluso bailar! —Negó con la cabeza, indignada—. ¿Usted qué cree?

—¿Quiere que la acompañe a su casa? Dudo mucho que pueda llegar sola... —se ofreció él.

      Ella lo interrumpió.

—Gracias, pero no necesito que me acompañe a ninguna parte. Mi casa se encuentra bastante cerca, solo tengo que caminar hasta la carretera, montarme en mi bicicleta y... ¡pedalear mucho! —explicó, exaltada.

      No obstante, al percatarse de que realmente no podría regresar a casa con tanta facilidad, exclamó:

—¡Esto es su culpa!

—¡¿Mía?! —rugió el hombre, bastante perturbado—. ¡¿Y yo qué hice?!

—Usted... —Anastasia lo señaló con un dedo acusador— ¡invadió mi acantilado!

—Para empezar, este no es su acantilado. Es un lugar público y, además, peligroso. No debería venir aquí, podría caerse como le sucedió en esta ocasión —se defendió él, burlón.

—Para empezar, estoy acostumbrada a visitar este sitio, es como mi segunda casa. No tiene de qué preocuparse —argumentó ella.

      El hombre se encogió de hombros con indiferencia.

—Yo también estoy acostumbrado a visitarlo y nunca la había visto por aquí. Usted está mintiendo —sentenció.

—¡No le miento! Suelo venir en las mañanas...

      El extraño pareció pensarlo, después asintió con la cabeza.

—Da igual. ¿Se irá en esas condiciones? No se lo recomiendo...

      Anastasia suspiró.

      No podía apoyar bien el pie.

—Le duele, ¿verdad? —preguntó el hombre.

—Me duele menos, sin embargo, no creo poder regresar a casa así...

—Es lógico, señorita. Mire, puedo prestarle mi silla. Siéntese y relájese. Cuando el dolor desaparezca, entonces podrá irse. —Una sonrisa lobuna apreció en su rostro—. A menos que... —La miró, divertido—. ¿Quiere que la cargue hasta su casa?

—¡Eso nunca! —se escandalizó Anastasia.

—Lo supuse —dijo él, victorioso—. Entonces ¿qué hará?

—Bien, me sentaré... —cedió la joven—. Pero no por mucho tiempo.

—Si usted lo dice.

      Anastasia caminó con dificultad hasta la silla.

—¿La ayudo a sentarse? —se ofreció el hombre.

      Ella negó con la cabeza y, luego de mucho esfuerzo, por fin pudo sentarse.

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      Permaneció sentada durante unos minutos, sintiéndose un poco culpable por haberse apoderado de la silla del hombre, quien cantó y tocó su instrumento incluso de pie.

      El dolor disminuyó con el transcurso del tiempo. Se alegró al confirmar que no se trataba de un esguince.

      Cuando se sintió en condiciones de retirarse, se levantó.

—¿Qué hace? —le preguntó el hombre, alarmado.

      «Vaya, al parecer está al pendiente de mis movimientos», pensó.

—Me marcho.

—¿Ya no le duele el pie?

      La joven ladeó la cabeza de un lado a otro.

—Muy poco. Ya puedo caminar. Mire. —Despacio, caminó hacia él.

—Lo veo.

      Anastasia asintió con la cabeza y añadió:

—Me retiro. Muchísimas gracias por su ayuda.

      Dicho esto, dio media vuelta y comenzó a caminar.

—Espere, señorita, ¿cómo se irá?

—En bicicleta.

—¿Dónde la dejó?

—En un local cerca de la carretera, al cuidado de un amigo.

—¿Está segura de que puede pedalear?

—No, pero le pediré ayuda a mi amigo, tal vez pueda acompañarme a casa.

—La puedo acompañar hasta la carretera...

—No es necesario. Tendré cuidado.

—Está bien. Al menos, ¿podría decirme su nombre?

      Con una sonrisa divertida y tarareando mentalmente la canción que él había estado cantando, le gritó:

—¡No!

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