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Capítulo 80

Mi abuela siempre decía que uno merece ser recordado por cómo vive y por lo que hace para intentar dejar una huella en el mundo.

Anastasia Green era una persona con un corazón inmenso. Tenía tanto amor para ofrecer, que una sola vida no le bastaba.

Era una señora muy querida y admirada por sus vecinos. Siempre daba el paso al frente cada vez que alguien necesitaba ayuda.

«Una mujer con una fuerza inquebrantable».

Enfrentaba cualquier tormenta no con el objetivo de sobrevivir, sino de aprender a bailar bajo ella.

Bailó bajo la lluvia y se hizo amiga de los relámpagos.

Se volvió confidente de sus miedos y, con su gran cariño y paciencia, aprendió a controlarlos.

Enfrentó la pérdida de su hija como toda una guerrera. Nunca flaqueó. Lloró, sí, porque era humana... Y para mi abuela ser fuerte no significaba dejar de serlo; pero sus lágrimas jamás fueron un obstáculo para seguir viviendo con la mayor de las voluntades.

A mi Abu no le importaba mostrarse vulnerable. No veía la vulnerabilidad como un defecto, sino como la confirmación de que estamos vivos, sentimos y podemos rompernos, pero también reconstruirnos; aunque ya no seamos los mismos, somos capaces de vivir con cada una de nuestras grietas.

Anastasia siempre recordaba el pasado, sin embargo, no vivía prisionera de este. Sabía que la vida estaba cargada de buenos y malos momentos que se quedarían grabados en nuestra memoria con tinta permanente y, por más que intentásemos olvidarlos, no podríamos porque formaban parte de nuestra pasado, conformaban nuestra historia; no obstante, mi abuela afirmaba que teníamos la capacidad de elegir qué recordar.

Para mi abuela, la familia era lo más importante, por eso siempre se encargaba de cuidar, amar y proteger a los suyos. Solía recalcarme la importancia de compartir nuestras experiencias con otras personas, pasar tiempo con los nuestros y disfrutar de las pequeñas cosas que la vida tenía para ofrecernos, porque en ellas encontraríamos la verdadera felicidad.

Mi Abu era una persona con un gran carisma, a pesar de ser una mujer muy reservada.

Siempre enfrentaba las adversidades con una sonrisa. Y nada, ni siquiera el peor de los problemas, podía apagarla. Su sonrisa, en múltiples ocasiones, se convertió en un bálsamo para mi alma.

Sus palabras amables aliviaban mi corazón. Mi abuela cuidaba su vocabulario porque aseguraba que las palabras tenían el poder de cambiar vidas, que una sola palabra era capaz de destruirnos o salvarnos; sin embargo, nosotros decidíamos su impacto.

Anastasia Green rara vez insultaba a alguien. Ella no necesitaba emplear palabras grotescas o vulgares porque su peligroso sarcasmo tenía el poder de callar muchas bocas.

Una de las leyes de vida de mi abuela era «Nunca devuelvas el mal que te hacen, o te estarás convirtiendo en lo que tanto detestas que los demás sean, y eso también es una forma de hipocresía».

Siempre intento poner en práctica sus consejos, pero he fracasado muchísimas veces.

Temo que mis miedos sean más fuertes que yo, que este sentimiento de pérdida, desamparo y soledad me arrastre a un abismo del cual no pueda escapar jamás...

Me culpo.

Me culpo por todas esas veces en las que me fallé, por todas esas veces en las que les fallé a mis padres.

«Cuida a tu abuela», me había pedido mi madre antes de morir.

Fracasé y no sé si pueda perdonarme algún día.

Huí de nuestra casa. Dejé a mi abuela sola. Ella me necesitaba. Ni siquiera puedo imaginar cuántas noches se sintió mal y deseó tenerme a su lado. Me comporté de forma egoísta al pensar primero en mí y dejar de lado a la persona que más me ha apoyado en la vida.

«¿Por qué me equivoqué tanto?».

Su muerte es mi culpa. Si yo no hubiera huido, si la hubiera cuidado con el mismo esmero que ella me cuidó a mí, estoy segura de que seguiría viva.

«Cáncer de pulmón», afirmaron los médicos que padecía.

Según Ian, mi abuela no estaba enterada. Y le creo. Ella no hubiera sido incapaz de ocultarme algo así. Tal vez confundió los síntomas de la enfermedad con su asma.

Suspiro.

«De haberlo sabido...».

Siento cómo el dolor desgarra mi piel y la tensión invade mis músculos. El miedo se vuelve a apoderar de mis sentidos. ¿Qué haré ahora que ya no tengo a mi abuela? Si ni siquiera pude pagar la renta de mi apartamento, ¿cómo se supone que voy a sobrevivir?

Ella era uno de mis motivos para seguir luchando. Cada vez que la recordaba, confirmaba que no estaba completamente sola, todavía tenía a alguien que, en caso se caerme de nuevo, me ayudaría a levantarme. Pero ahora, ¿a quién tengo? A mí y solo a mí.

«¿Soy suficiente? ¿Soy fuerte?».

Reconozco esta sensación de morir en vida una vez más, sin embargo, el dolor que me abruma en esta ocasión es incluso más fuerte...

Cuando murieron mis padres fue desgarrador; pero de alguna forma, sabía que mi abuela estaba a mi lado para ayudarme a superarlo. Nos teníamos la una a la otra...

«¿Y ahora?».

Anastasia Green era mi superheroína. Siempre creí que podría con todo, que era invencible... Pero en mi afán de convertir a mi abuela en un personaje de caricatura, olvidé que no era inmortal.

—Vamos, Aylin —me dice Ian.

Asiento con la cabeza.

Él se baja del auto y yo lo sigo, un poco indispuesta.

Necesito reunir el poco valor que me queda para hacer esto...

Al poner los pies en el suelo, la brisa gélida acaricia mi rostro y despeina mi cabello.

Inhalo y exhalo el aire fresco.

Mis ojos se cristalizan. 

«Esta carretera me trae tantos recuerdos...».

No sé si pueda...

Miro a Ian, casi rogándole ayuda con la mirada.

—Venga, tú puedes. —me anima.

—Yo... —No puedo evitar llorar.

Con una pizca de de indecisión, Ian se acerca a mí y entrelaza los dedos de nuestras manos. Seguro piensa que yo reaccionaré de mala manera, pero no lo hago.

—Estamos juntos en esto. Sabes lo mucho que quería a tu abuela...

Sé que tiene razón y que su muerte le afectó bastante.

Celeste no nos acompañó porque últimamente ha estado muy triste. Venir aquí no le haría ningún bien. Ian la dejó al cuidado de una vecina de confianza, Maryse.

—Vamos —le digo luego de unos segundos.

Y con un suspiro, sujetando contra mi pecho la caja con las cenizas de mi abuela, nos dirigimos hacia su lugar favorito.

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