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Capítulo 79

“El dolor se irá cuando haya dejado de enseñarte.”

—Bruce Lee.

Creo que, cuando el dolor nos alcanza, lo único que podemos hacer es sumergirnos en él, permitirle ser. Si luchamos contra la marea, solo se hará más fuerte, alimentándose de cada esfuerzo en vano.

No puedo hacer nada para que este dolor desaparezca.

Afiladas dagas se clavan en mi pecho, una tras una, con la intención de lastimar aún más mi magullado corazón.

¿Esto es una pesadilla? De alguna forma, estoy casi segura de que es real. Está sucediendo, pero no quiero aceptarlo...

«No puede ser posible que...».

La opresión que siento en el pecho aumenta, acompañada de un incómodo cosquilleo que asciende y descendiente por la boca de mi estómago.

Quiero que esto acabe ya.

Quiero despertar de este infierno.

Quiero despertar y mirar a mi abuela a los ojos para confirmar que siguen brillando. Quiero tomarla de la mano para asegurarme de que nunca me soltará, abrazarla y que me confirme que siempre estará a mi lado...

El nudo que se forma en mi garganta me impide hablar.

La perplejidad que envuelve mis sentidos me impide moverme.

Solo miro a mi abuela, quien permanece en la cama, inmóvil.

Daría cualquier cosa para que despierte y, con una sonrisa burlona, me diga que todo era una broma y que soy una tonta por creer que me dejaría así, tan de repente...

Daría cualquier cosa para que me confirme que ella sería incapaz de hacerme esto.

Ni siquiera recuerdo el momento exacto en el que un hombre vestido de blanco invadió la habitación para chequear a mi abuela.

No me muevo. No hago nada.

Cuando el hombre termina de analizarla, me mira y niega con la cabeza.

Y por segunda vez, me parece increíble cómo un simple gesto puede decir tantas cosas.

—Lo siento mucho, señorita —me dice.

Escribe algo en un papel, abandona la habitación y, luego de un rato, varios hombres acuestan a mi abuela en una camilla.

«Se ve tan liviana...».

«Lo siento mucho, señorita».

«¿Por qué lo siente? ¿Qué intentaba decirme?».

Estoy esperando que mi Abu despierte. Va a despertar. Tiene que despertar. Con el ruido y las voces de los hombres, va a despertar. Estoy segura.

Comienzan a transportar la camilla.

«¿Qué hacen? ¿Por qué se la llevan?».

—Aylin... —me llama una voz muy familiar—. Tenemos que acompañarles. —Me rodea los brazos y me guía hacia la puerta.

—¿Qué...? —comienzo a decir, desorientada.

—Vamos.

No sé a dónde me lleva, pero se lo permito. Su voz cálida me tranquiliza, pero no logra que la tormenta se detenga...

«Llueve. Llueve y relampaguea...».

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Abandonamos la habitación y bajamos las escaleras, siguiendo a los hombres que transportan la camilla.

Mi abuela todavía no despierta. ¿Por qué? El constante movimiento ya debería haberla despertado...

Quieren sacar a mi abuela de la casa, pero no se los voy a permitir. Esta es su casa. Vive aquí. No se la llevarán a ninguna parte.

Tiene que probar el pastel que nos regaló Ian. ¡Eso es! No puede irse sin probarlo.

Tiene que... Tenemos que ver la continuación de Como Perros y Gatos, ¡la tercera parte!

«No puede irse ahora...».

«No...».

Con rapidez, me suelto del agarre de Ian y corro hacia los hombres.

—¡No os la llevaréis a ninguna parte! —les grito, eufórica.

—Señorita, lo siento, pero tenemos que... —Intentan alejarme de mi abuela.

«¡Malvados!».

Los empujo como me enseñaron en mis clases de defensa personal y, rápidamente, agarro la mano de mi abuela. Está fría.

—Abuela, despierta y diles que no te pueden alejar de mí, por favor... —Se me quiebra la voz.

Mi abuela no dice nada.

—¡Abuela! ¡Diles algo!

Nada.

Alguien me agarra del brazo, intentando alejarme de mi Abu.

—¡Suéltame! —chillo e intento zafarme.

Sé que es Ian. Quiere distraerme para que esos hombres se lleven a mi abuela, pero él no...

No me apartaré de mi abuelita.

—Aylin, mírame, por favor —susurra.

Con un gesto brusco, me libero de su agarre.

Me sostiene la barbilla con los dedos y me obliga a mirarle.

Estoy llorando.

«¿Por qué estoy llorando? Todo está bien. Mi abuela está bien, solo está durmiendo».

—¿Qué quieres? Ian, escúchame, se la están llevando, tenemos que hacer algo... —me interrumpo. Ian le hace una seña a alguien que se encuentra detrás de mí. Alarmada, miro hacia donde se encontraba la camilla, pero ya no está. Se la llevaron—. ¡Tenemos que detenerles! ¡Se llevaron a mi abuela! ¡Es tu culpa! ¡Me distrajiste! ¡Tú eres...!

—¡Aylin! —El grito de Ian logra captar mi atención. Clavo mis ojos en él, asustada—. Lo siento...

«Lo siento, lo siento, lo siento...».

¡Estoy harta de esa frase!

Se me escapa una risa ahogada, seguida de un quejido lastimero.

Me arde la garganta como si me estuvieran quemando las cuerdas vocales.

Comienzo a reírme, histérica, mientras niego con la cabeza una y otra vez.

—¿Qué dices, Ian? —No quiero mirarle a la cara. Sus ojos tristes me confirmarán que algo malo sucedió—. ¡Claro que está durmiendo! Ella... —Hipo—. Ella... ¡va a despertar!

—No, Aylin... —Suspira—. Escúchame. —Me agarra de los hombros y me sacude con delicadeza para que le mire. Lo hago, aterrada—. Tu abuela no está durmiendo...

Las lágrimas resbalan por mis mejillas, sin control.

Veo borroso.

Ian toma aire, luego con la voz rota, me dice:

—Ella...

—¡No! —lo interrumpo—. ¡No digas estupideces! Ella no está...

«Muerta».

La palabra flota por mi mente intentando quedarse. Quiere obligarme a asimilarla, pero no puedo...

«No...».

«No puede ser...».

«Mi abuela estaba bien hasta ayer...».

«Ataque de asma. Piel pálida. Pérdida de peso. Manos temblorosas. Cansancio físico. Tos. Falta de aire...».

Tal vez no estaba bien del todo, pero tampoco lo suficientemente grave como para...

¡Dios, tenía que haberla llevado a un médico a pesar de su negativa!

Esto...

¡Todo esto es mi culpa!

—Mi culpa... —repito en voz alta, sin dejar de llorar—. Es mi culpa, Ian. No la cuidé como debería. No estuve para ella cuando más me necesitaba... —Ahogo una risa—. Dios, ni siquiera sabía que su asma había empeorado... —Me froto la cara—. ¡Fui una nieta ausente! ¡Si no hubiera huido como una maldita cobarde, esto no estaría sucediendo! ¡Si no hubiera huido del pasado, ella ahora estaría viva!

Fui una cobarde.

Una cobarde y una estúpida.

«Yo no...».

—¡Deja de culparte, Aylin! No tienes la culpa de nada —afirma Ian en un intento de tranquilizarme.

Me limpia las lágrimas con su dedo pulgar.

Siento el impulso de darle un manotazo por tocarme, pero eso ahora me da exactamente igual.

—Ian, ¿mi abuela está...? —le pregunto.

No puedo seguir huyendo como una niña pequeña. Necesito...

Intento inhalar con lentitud, pero el malestar en mi pecho no disminuye.

Necesito enfrentar la realidad.

Aunque sea horrible.

Aunque sea más fuerte que yo.

Aunque acabe conmigo.

Ian asiente con la cabeza. Sus ojos están cristalizados, sin embargo, logra contener las lágrimas. Supongo que intenta aparentar fortaleza.

Él es mi único consuelo, aunque prácticamente sea un desconocido. Sé que quería a mi abuela, también le duele que ella...

«Le duele que...».

Rompo en llanto de nuevo. Las lágrimas resbalan por mis mejillas como cascadas violentas.

Desisto. No soy fuerte.

—Aylin, cariño... —Ian, por segunda vez, me sostiene la barbilla para que le mire. Me avergüenza que me vea vulnerable, pero no puedo evitarlo. Como si leyera mis pensamientos, me dice—: Tranquila, ¿sí? Llora y suéltalo todo. A fin de cuentas, solo soy un desconocido. Siempre lo he sido, ¿no? —Intenta sonreír, pero el resultado es una mueca fea.

Asiento con la cabeza.

Esbozo una sonrisa triste.

Y luego, sin importarme que Ian sea un poco idiota a veces, descanso la cabeza en su pecho.

Grito y lloro, arrugando y apretando con mis manos la fina tela de su abrigo, como si de esta forma pudiera conseguir que mi malestar disminuya un poco.

Ian desliza las manos por mi pelo, desde la raíz hasta las puntas, mientras me susurra palabras de ánimo.

No funcionan.

«Mi abuela ya no está. Se fue y no volverá...».

El dolor entumece mi cuerpo.

Se me encoge el pecho.

Siento como si me estuviera resquebrajando...

Miro a Ian de nuevo, intentando encontrar alguna respuesta en su rostro.

—Ian, cuando por fin estaba dispuesta a superar la muerte de mis padres, mi abuela... —No puedo concluir la frase.

Él no dice nada, solo me mira.

—¿Cómo lo haces? —le pregunto.

—¿Qué?

—Sonreír, a pesar de todo lo que viviste...

—¿Crees que nada cambió dentro de mí, Aylin? —me pregunta en un susurro casi inaudible.

Y entonces, lo veo: la sombra del pasado entristece su semblante.

Puedo ver mi dolor a través de sus ojos.

—Lo siento, Ian, yo... No quería...

Pero no me permite seguir hablando. Me abraza con una urgencia que casi me impide respirar, como si yo fuese su única salvación y tuviese que aferrarse a ella.

Trago saliva y rodeo su cuello para evitar caer. Él intenta sostenerme con sus brazos fuertes, pero fracasa.

El dolor me vence.

Mis piernas flaquean y caigo de rodillas al suelo. Ian cae conmigo, abrazándome muy fuerte.

Cree que puede crear una barrera a nuestro alrededor para bloquear todo lo malo, pero es imposible.

Sabía que algo nos unía, y ahora estoy completamente segura de que es el mismo sentimiento de pérdida.

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