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EXTRA #2

La navidad pasada te di mi corazón,
pero el siguiente día lo regalaste.
Esta navidad, para salvarme de las lágrimas,
se lo daré a alguien especial.

—Hombre, ¿qué planes tienes para la noche?

Dejé caer la espalda contra el respaldo del sofá, al tiempo tomaba el cigarrillo de entre mis labios para dejarlo en el cenicero a un lado de la caja del teléfono. Exhalé el humo en medio de un suspiro y medité mi respuesta, mientras las yemas de mis dedos se deslizaban distraídas por el resorte que conectaba con el auricular.

—No tenía nada pensado, en realidad —admití. Al otro lado de la estancia, el canal de noticias mostraba una cápsula sobre las aglomeraciones masivas por las compras navideñas de última hora—. Ale pasó su cumpleaños conmigo, así que acordamos que celebraría las fiestas con Paige y su familia en Nevada, ya sabes. Supongo que me quedaré en casa, o igual salgo, no lo sé; depende de cómo me trate la noche. ¿Y ustedes qué van a hacer? ¿Van a pasarlo con los niños?

Durante los primeros años, resultó extraño que nuestras conversaciones dejasen de enfocarse en los temas comunes de cuando éramos jóvenes para darle lugar a las trivialidades de familia, esposas, hijos. Con el tiempo, escuchar cosas como “iremos a pasar las vacaciones de verano con mis suegros, así que tenemos que hacer compras de temporada”, o “decidimos mudarnos a tal barrio, escuchamos que su escuela tiene un buen programa y un alto índice de aceptación en equis universidad” se volvió ordinario.

—Sí, la verdad que teníamos planeado pasarlo fuera, pero al final con Jenn decidimos hacer una cena en casa y armamos todo muy improvisado. —Sam, al otro lado de la línea, estaba usando aquel tono que empleaba para dar a entender que los detalles no eran importantes—. De hecho, te llamaba por eso. Si no tienes nada que hacer, quizá quieras venir con nosotros. Hablé con Brian y Christie en la mañana, dicen que se vienen a cenar, brindar, pasar el rato; también invitamos a otros amigos.

—Yo… —comencé, listo para dar la negativa antes de pensarlo.

—Vamos, hermano. Ni siquiera tienes otra cosa que hacer. —Ambos guardamos silencio un segundo, antes de que prosiguiera—. Ven, nos la vamos a pasar bien; seguro que te sirve hasta para despejarte. Yo sé que no han sido tiempos fáciles, pero… no lo sé. No te quita nada, hace un rato que no nos vemos los tres.

Luego del divorcio, tomé bastante distancia de todos, en general. Fueron recomendaciones de Mike, mi manager, quien aseguró que mantener un perfil bajo y no ser muy visto durante los siguientes meses me ayudaría a hacer que la prensa se olvidara un poco de todo el escándalo. Además, tampoco quería ir con mis amigos y recibir preguntas sobre lo sucedido, o su lástima; mucho menos la mirada recelosa de sus esposas, quienes buena amistad hicieron con Paige en tantos años y parecían juzgarme de la misma manera que ella al enterarse de todo. Me agradaban, sin embargo, eran sus amigas; no las mías.

Terminé cediendo, quizá ya había pasado lo suficiente.

—Está bien, de acuerdo. —Volví a tomar el cigarrillo del cenicero—. Iré un rato por la noche, ¿te parece? Sí tengo ganas de verlos.

—¡Ese es el espíritu navideño! —Rodé los ojos al escuchar su entusiasmo, no obstante, me encontré a mí mismo sonriendo—. John y Dani también estarán felices de verte, llevan desde que comenzó diciembre preguntándome por ti, que cuándo ven al tío Jack, dónde está el tío Jack. Te extrañan.

—Esos dos echan de menos sus regalos de navidad. —Pese a mi tono falso de molestia, el gesto de enternecimiento se extendió sobre mi rostro. John, Dani y Ale se criaron como primos; los adoraba tal que si fueran otros dos de mis hijos. Sam soltó una risotada al otro lado del teléfono—. También los extraño.

—¡Perfecto! Entonces nos vemos en la noche. Te dejo, aún tengo que ir a comprar unas botellas y es un desastre en la casa.

Al cabo de una breve despedida, ambos colgamos, aunque yo tuve que darme unos segundos para organizar mis nuevos planes. Sin duda, sería una navidad diferente; aunque me alegraba de no estar solo. Los últimos diez años celebré con Paige y su familia, quienes luego de que Alexander naciera y nos casáramos, no tuvieron más opción que aceptarme en su mesa. Era reconfortante saber que tendría algunos cuantos rostros amigables que ver durante la cena, en especial cuando la ausencia de Ale se sentía con mucha fuerza cada vez que le tocaba estar con su madre.

La luz dorada de la media tarde bañaba todo el salón desde el ventanal cuando por fin decidí levantarme a apagar la televisión; más valía que me arreglara pronto y así poder salir a buscar a algún sitio algo que llevar a casa de Sam y su esposa. Luego de una última calada al cigarrillo, presioné la punta contra la superficie del cenicero para apagarlo; entonces mis pies me condujeron al pequeño bar a un costado de la estancia. Mis manos encontraron su propio camino hacia las botellas de whisky y los vasos cortos, uno de los que llenaron hasta la mitad para servirme un trago que pretendía aligerar las tensiones y los nervios.

Mis dedos sostuvieron la bebida, distraídos, mientras subía las escaleras de camino a la recámara principal. No se me dificultaría encontrar un traje cualquiera y un abrigo lo bastante formal. Pero antes de que pudiera entrar en la habitación y caminar al vestidor, me quedé inmóvil en la puerta.
Sobre la cama se encontraba una guitarra.

Mis labios exhalaron sin permiso un suspiro cargado de pesadumbre, al tiempo que con mi mano libre presioné el puente de mi nariz con los dedos pulgar e índice. Desde que Alexander expresó su deseo por aprender a tocar la guitarra, yo fui el más dispuesto en ayudarlo tanto como pudiera en ese camino. Ese mismo día fuimos a comprarle sus dos primeras: una acústica y una eléctrica, a su completo gusto para que consiguiera crear un vínculo con el instrumento y lo sintiera como suyo. Eran dos piezas caras y de una calidad tremenda; músicos en bandas consagradas las guardaban entre sus colecciones de cabecilla, además de ser ejemplares bellísimos.

Las libertades de Ale en cuanto a los instrumentos de casa se refería eran infinitas; podía tomar lo que se le antojase siempre y cuando lo hiciera con cuidado y bajo aviso. Incluso sabía que si deseaba alguno que no tuviera yo, estaba dentro de sus posibilidades decírmelo para comprarlo. Lo tenía todo, y, aun así, siempre encontraba una manera de escabullirse en el estudio y sacar a escondidas el único que le pedí un millón de veces que dejase en su sitio: esa guitarra roja que ahora estaba sobre la cama.

—Este niño… —suspiré, negando con la cabeza antes de volver a echarle un vistazo al instrumento—. Debe ser por el nombre, ¿no? Ella te busca a ti por eso.

La maldición —o la bendición— del nombre. Nunca llegué a decidir si era algo tan bueno que debía ser un milagro o tan aterrador que estaba extraído de mis peores pesadillas, pero sí que tenía que ser obra divina. Alexander portaba aquel nombre en su honor, y estoy seguro de que cuando lo decidí fue con la esperanza de que me ayudara a sobrellevar la ausencia. De sorpresa resultó tal y como lo pensé, lo que terminó por jugarme en contra. Eran tan, tan parecidos incluso siendo dos seres humanos que no tenían nada que ver y no se conocían el uno al otro.

Alexander era un niño muy dulce, compartido e incluso algo tímido; bien pudo ser caprichoso debido a que lo consentimos durante sus primeros años sin poder resistirlo, aunque no fue así. Era cuidadoso, no de demasiadas palabras y tenía el rostro más expresivo del universo; era incapaz de ocultar sus travesuras. Vi la forma en que parecía más entusiasmado siempre al escuchar aquellas bandas que también solían gustarle a Alessio, la manera en que se tallaba la goma de los lápices contra la sien al frustrarse haciendo su tarea. Lo poco que se molestaba en ocultar las lágrimas si se sentía triste, o las sonrisas al estar feliz y satisfecho. Pero cruzar la línea de verlo también tocar con su guitarra, me sobrepasaba. Rasgaba la tela entre la nostalgia y el dolor.

Presioné los labios en una sonrisa de emociones contrariadas al tiempo que me acercaba a la cama; mi primer impulso fue el de tomar el instrumento por el mástil para bajarlo de vuelta a su sitio en el muro del estudio, empero, en cuanto mis dedos tocaron la madera cálida, me obligó a sostenerla durante un momento. A contemplar sus cuerdas, que era lo único que había cambiado; a deslizar la mirada por aquellas partes donde la pintura fue pulida por el uso constante. 

Al final, no la llevé a su sitio, sino que la aparté y me senté sobre la cama, a su lado, con la espalda contra la cabecera y observé el techo un rato. La bebida acabó en la mesa de noche, ignorada por completo. Durante más de una década había aprendido a solo ver su guitarra de reojo, era extraño que la usase, no permitía a mis pensamientos darle atención durante mucho tiempo; empero, desde el verano de ese año, dejó de ser así. Fue también cuando comencé a percatarme más de aquellos símiles entre la personalidad de Alessio y Alexander.

Mordisqueé el interior de mi mejilla, seguro de que lo que deseaba no era lo mejor, aunque notando un impulso que me pedía proceder de todos modos. Cerré los ojos, rasgué una de las cuerdas de la guitarra y tuve que ceder a mis desplantes emocionales. Me incliné para abrir el cajón de la mesa de noche, donde rebusqué a tientas hasta encontrar aquellas hojas. Apenas sentir el papel bajo mi palma se me encogió el estómago; siempre tenía el mismo efecto sobre mí.

Inhalé y exhalé con pesadez, buscando hallar el coraje escondido en alguna parte de mi pecho para contemplar, como tantas veces antes, aquellos renglones escritos uno tras otro hasta convertirse en más de doscientas páginas. Mordí con más fuerza la piel de mi boca hasta notar el sabor metálico adhiriéndose a mi paladar; solo eso fue capaz de contener la asfixiante emoción que me trepaba desde la garganta y me hacía ser consciente de mis ojos. En particular, de la manera en que las lágrimas se agolpaban contra ellos y eran tan difíciles de mantener a raya. Con delicadeza repasé las letras, sintiendo el relieve de una escritura a mano que reconocí al primer segundo, incluso después de no haberla visto en años. Para aquel punto, conocía cada párrafo de memoria; pero eso lo hacía incluso peor, más difícil de tragar.

Estar frente a aquellas cartas siempre me provocaba una indescriptible mezcla de tristeza, felicidad, soledad, rabia y nostalgia. Era tan extraño ver mi vida desde otros ojos, y no cualquiera, sino los suyos. Sentirme tan joven de nuevo al recordar cosas que, antes de llegar a mí, había enterrado bien en las profundidades de mi cerebro. Conocer aquello que pasó por su cabeza en esos momentos en los que yo no era capaz de entender nada de lo que trataba de decirme, confundiéndome como nadie en el mundo. Sentir un tipo distinto de dolor a aquellos que yo experimenté cuando estuvimos juntos.

De un momento a otro, escoció en mi pierna el tatuaje que llevaba su nombre. Siempre que pensaba en él era de esa manera; como si la tinta conociera la historia.

Paige lo descubrió a los pocos meses de que Alessio se fuera, cuando Alexander estaba recién nacido. Enredó su mano en mi brazo, me detuvo, me hizo darme la vuelta para verlo mejor y luego me preguntó por él. Ni siquiera se me pasó por la cabeza mentirle, si no lo sospechó durante aquellos años en los que estuvimos juntos, con toda probabilidad lo hizo en esos meses en los que fui incapaz de levantarme de la cama a existir con normalidad; para comer o escribir.

—¿Alessio? —Supe que no se refería a por qué su nombre. Recuerdo que asentí despacio, observando sus ojos con curiosidad. Tengo grabada la forma en que sonrió: un gesto falso y amargo que distaba mucho de lo que se solía reconocer en él—. Creo que me lo olía, pero no quería admitirlo.

—¿Cómo podías saberlo? —Era una noche gélida y sombría.

—No lo sé… la manera en que te miraba, supongo. Hablabas de él de un modo distinto. Siempre tuve el presentimiento de que iba a ser un problema, aunque no pensé que así. —Estaba molesta, no tardé en darme cuenta. La rabia bien contenida bajo mil capas de resignación bailándole en el rostro; sus ojos verdes no encontraron los míos en ningún momento—. Si se tratara de otra, podría estar molesta. Aunque, ¿cómo compito con esto, no?

El mutismo se apoderó de mí, a falta de razones para darle. Yo lloraba, ella igual; si bien no de manera escandalosa: en silencio, cada uno por su parte. Solo sabíamos hacerlo así. Me preguntó si era gay, le respondí que no. “¿Ha sido el único?”, asentí.

—Entonces no volveremos a hablar de esto.

Fue lo último que dijo antes de marcharse, y lo enterramos casi por completo durante más de una década. Algunas veces me pidió que me tapara el tatuaje, continué negándome hasta que dejó de insistir.

Le di la vuelta a las cartas para llegar a aquella última que me había enviado. Donde firmaba con su nombre y la parte posterior permanecía casi en blanco.
En alguna de las reuniones en casa de Sam, mientras estaba en su sala, vislumbré junto al teléfono una pequeña libreta negra. Su agenda. No pude resistirme a echar un vistazo, tratando de convencerme de que era mera curiosidad mientras mis dedos se deslizaban por la letra A. No tardé en encontrar el número que buscaba, no pude evitar memorizarlo, y tampoco escribirlo ahí cuando volví a casa, a mitad de la madrugada.

Vaya error, aquel número me persiguió todas las noches durante meses. Lo hizo de nuevo entonces, cuando, sin darme cuenta, me encontré desplazándome al otro lado de la cama en búsqueda de tomar el teléfono sobre la mesa de noche. Mis dedos marcaron los números por inercia, con una necesidad abrasadora. Pude arrepentirme al presionar el último dígito, o mientras hablaba con la operadora solicitando una llamada de larga distancia; escuché los timbres una y otra vez. No contestaría, eso era claro, y cuando estuve por colgar, se abrió el otro lado de la línea.

—Pronto.

Mi corazón se detuvo al escuchar su voz después de tanto tiempo, al percatarme de que ya no era la misma que en mis recuerdos; era un poco más grave, más adulta. Con la mano libre me aferré al mástil de la guitarra, ni siquiera pensé en qué diría si él respondía y ahora estaba paralizado. ¿Feliz navidad? Por supuesto que no. "¿Qué carajos hiciste?".

—C'è nessuno? —insistió.

Escuché a sus padres hablar en italiano mil veces en su casa, pero en él… fue diferente. Recordé aquellas ocasiones en que me dijo que los entendía, más no tenía idea de cómo hablar aquel idioma. Ahora salía natural de él.

La respiración se me atoró en el pecho, no obstante, podía escucharlo todo al otro lado de la línea. Donde sea que estuviera, había música. Bette Davis Eyes a máximo volumen, y una segunda voz masculina coreándola en el fondo; demasiado movimiento y murmullos festivos.

—Chi è? —Aquella voz era distinta, un recién llegado.

—Non ho idea —respondió Alessio—. ¿Hola? ¿Me escuchas? ¿Quién es?

—Deve avere il numero sbagliato. —Apuró el recién llegado, con la impaciencia marcando las sílabas apretujadas de su boca; consiguió arrancarle a Ale un suspiro antes de agregar—. Ya cuelga eso, se enfriará la cena.

Hubo un instante más de silencio, donde solo pude escuchar su respiración y supe bien que él también oyó la mía. ¿No le resultó familiar la manera en que exhalaba? Porque yo hubiera reconocido la suya hasta en la muerte. ¿Acaso tampoco escuchaba los violentos latidos de mi corazón? Estaba seguro de que eran audibles a través de la distancia que nos separaba en ese momento. Incluso si no, tal vez aguardó ahí conmigo, en completa quietud, con la esperanza de que se tratara de mí. ¿Podría ser?

No tuve ni la menor idea en qué momento la emoción de tenerlo cerca en tanto tiempo me invadió y me desbordó, orillándome casi al desmayo por una felicidad inmensa nada más de haber sentido su voz en mi oído de nuevo.

—Dijiste, “si alguna vez sientes que no hay lugar para ti en el mundo”... —susurré, en un hilillo de voz. Cualquiera ni siquiera lo habría escuchado, pero él lo hizo. Le noté soltar todo el aire de sus pulmones del otro lado.

—Puedes tomar una noche para sentirte en casa conmigo —concluyó su propia cita.

Sonreí, y supe que él igual lo hizo del otro lado.

—Te aseguro que hoy estoy en casa contigo, Jack.

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