EXTRA #1
No puedo creer las cosas que a mí me pasan,
supongo que debí haberlas visto hace mucho, mucho tiempo.
Las cartas que me escribes no me ayudan a pasar la noche,
así que solo apagaré la luz y dormiré aquí completamente solo.
-The Oulfield.
Me lo advirtió en silencio, o tal vez fue el silencio quien me avisó. Aunque nunca era sencillo discernirlo, había algunas cartas bastante claras sobre la mesa: no se trató de la ausencia asoladora de su calor en mi pecho, ni de la falta de su fragancia para arroparme con dulzura a la par de los primeros rayos de sol. Cuando se marchó, lo supe apenas oír el silencio que dejó no solo en nuestro hogar, sino en mi vida.
Esa recién adquirida 'nada' me aturdió de tal manera que terminó por despojarme de cada uno de mis lamentos. Me saqueó, me dejó vacío. Fue por ello que el día que partió, no le lloré. Fue imposible hacerlo, incluso cuando deseé ahogarme en todos los recuerdos que llevaban su nombre demasiado fresco como para no arder en la conciencia.
Tampoco desconecté la línea telefónica; dejé que las llamadas entrasen libres, esperando que el enfadoso timbre llenara todos los absurdos huecos que solían pertenecerle a él y, cuando no lo hizo, supe que tampoco pospondría la extensa lista de los compromisos que debían ser nuestros, pero ahora eran míos nada más. Ocuparme hasta la última hora de la noche me salvó el primer día y me ayudó a sobrevivir a los que vinieron después. De hecho, mi vida continuó tan normal que son incontables las discusiones que eso provocó entre Sam, Bryan y yo; ellos exigieron más de una vez que lo llamase, que lo convenciera de volver. Que me arrastrara a Nevada, tocara la puerta de sus padres y rogase por su perdón, ofreciendo mis rodillas roídas hasta el hueso como ofrenda, de ser necesario.
Él sabe muy bien, mejor que nadie, que no lo hice.
Sin embargo, no podía evitar los problemas del mismo modo en que me esforzaba en no pensarlo cuando el sol estaba en lo alto. Raphael nos amenazó, juntos y por separado, con renunciar si no se sacudían cielo, mar y tierra en pos de colocar de vuelta una guitarra entre sus manos y su presencia en el estudio. Siempre supe que no lo haría, lo que me hirvió cada gota de sangre; estaba seguro de que creyó que Waterhunt seguiría mejor sin él. "Nos va a causar problemas", me dijo en más de una ocasión, y siendo consciente de que dormía más tranquilo por las noches suponiendo que 'muerto el perro se acabó la rabia', tuve claro que nuestra relación laboral tenía los días contados. Si nos presionó, corroboré al poco tiempo, fue porque los ejecutivos de Nine Circles estuvieron muy cerca de hacer rodar cabezas. Una vez resolví cómo amansarlos, los Cerberos se transformaron en cachorros.
—Todo lo que pudo haber colaborado en Royal Red, está hecho. —Les aseguré. Hasta para mí fue una sorpresa lo poco que pareció afectarme, muy consciente de todas esas veces que yo creía vislumbrarlo por el rabillo del ojo—. Grabó lo que se suponía, las letras están bien; las canciones, listas. Si quieren proceder con una multa por incumplimiento de contrato, okay, háganla a mi cargo; pero no veo la necesidad de un escándalo en tribunales. No cuando ya no hace falta.
De esa manera, y convenciéndolos de que el público no iba a resentir su ausencia en la próxima gira, fue que arribaron a nuestras costas Dylan, West, Isaac y luego John. Me pregunté una infinidad de veces si los rumores de aquellos músicos llegaron a sus oídos, puesto que se trató de los guitarristas suplentes que, como todas las ironías desatadas en su nombre, no fueron capaces de llenar el espacio que dejó. Nos deshicimos de esos muchachos casi tan pronto llegaron; unos no tocaban como él, otros no igualaron su peso en el escenario. El tercero era un tren cuando de inyectarse heroína se trataba, que al final fue lo único en lo que la prensa consiguió compararlo con Alessio. No podía ser de otro modo: ese se fue mucho antes que el resto; suficiente era con un drogadicto, no mantendríamos los vicios de dos.
"Toca como un aficionado", "es un inepto", "no me agrada".
Dije muchas cosas a la hora de decidir echarlos, aunque siempre supe que no funcionaron porque no eran él. No era un misterio. Sin su perfeccionismo, sus mil manías, aquel estilo inigualable para tocar y el gran ángel que cargaba sobre los hombros, a secas no era lo mismo. En comparación, ni una de las personas que atravesó nuestra puerta portaban un ápice de vida en las pupilas. Eran solo pose. Cascarones incapaces de llevar un alma de la majestuosa forma en que debía ser portada para llenar sus zapatos, que le quedaron muy grandes a aquel que falló al querer meterse en ellos.
Todos músicos, ningún artista.
La semana en que por fin sucedió, fue la tercera. Aunque, si dejo atrás el miedo y soy honesto, en ese entonces ni siquiera estaba seguro del tiempo transcurrido. Si bien pudo tratarse de semanas, como resultó siendo, si alguien me hubiera dicho que en realidad fueron meses o incluso años, no habría encontrado sorpresa en mi rostro; pues desde la mañana en que desperté por mi cuenta la primera vez, el tiempo se tornó borroso, al igual que la vida.
Sospeché incontables veces que se trató de un plan del universo, que se esforzaba por dejarme atrás sin mostrar alguna clase de remordimiento.
Pasó al volver a nuestro cada día más solo y gélido hogar, como hice noche tras noche sin contarle a nadie. Después de que me quité los zapatos frente a la mirada fúrica de mi reflejo, que me detestaba primero por dejarlo marchar, segundo por evocarlo incluso en una tarea tan mundana. ¿Pero cómo no iba a hacerlo? Cuando el alma más me pesaba y el alcohol había desconectado cada una de mis neuronas, él siempre estuvo ahí quitándome zapatos, la ropa, las penas; cerca para destender las sabanas, cobijarme y arrullarme hasta la paz de la inconsciencia.
Ahora quedaba yo descalzándome a mí mismo, deshaciendo nuestra cama, yaciendo por mi cuenta bajo las sábanas que, desde su partida, parecieron estancarse en un invierno perpetuo, muy ajenas a las estaciones. Siempre frías. Vacías. Y miré por la ventana un cielo carente de luna, de estrellas; con los ojos bien abiertos y el silencio atorado en la garganta, desgarrándome como si dentro tuviera vidrio y muchas palabras no dichas, mismas que ya no servían de nada si solo era capaz de murmurarlas al vacío.
Cada noche me afanaba en sentirme un poco más miserable, como si castigándome pudiera hacerlo regresar. Rememoraba el momento de aquella mañana en que lo escuché levantarse de la cama, revolver entre nuestras cosas y salir. Una parte de mí, muy en el fondo del corazón, fue consciente en todo momento de que se estaba yendo... y o no quise aceptarlo, o la culpa no me permitió levantarme a tomar su mano para detenerlo, pues me limité a permanecer en silencio.
No quería que me dejara, pero hasta yo supe que no podía pedirle que no lo hiciera.
Yo, tal vez, también hubiera renunciado a él.
Las horas se me escurrieron entre los dedos. No me atreví a mover un músculo ni a abrir los ojos del terror que me embargó; consciente de que, al hacerlo, ya no tendría sus rizos descansando en mi hombro, sus papeles llenos de tinta regados por la sala o su existencia apaciguando e inquietando la mía a placer. Que, al poner un pie fuera de la cama, estaría por mi cuenta una vez más.
Al parecer no resultó lo suficiente traumático atravesar aquello una sola vez, pues seguí haciéndolo muchas más. Comencé a someterme a esa rutina tortuosa por horas, sin preocuparme en la forma que me desangraba la mente y el cuerpo; no obstante, así mismo, sin permitirle a todas las palabras no dichas desbordarse por mis ojos. Sufrir sin alivio, para consolarme después libre de remordimiento. Al ser incapaz de soportarlo más, cuando mi alma rogaba por derramar a cántaros toda la soledad que me horadaba el pecho y me atacaba la impresión de que moriría asfixiado entre la brutalidad de mi corazón hecho añicos y la culpa, me giraba. Lo hacía hasta su lado del colchón, que nunca invadí sin antes pedir permiso al espectro que permaneció vagando en algún sitio de nuestra habitación, y me refugiaba en él.
Jamás me importó que las sábanas estuvieran heladas o que fuera un millón de veces más cómodo el sitio que yo calenté, sin saber cómo, pues ambos éramos habitantes de la misma tundra. No. Al regodearme en su espacio podía permitirme cerrar los ojos, cubrirme de pies a cabeza y enterrar el rostro en su almohada para inhalar su aroma. Ese que se quedó ahí plasmado, susurrando "todo lo que tuviste, todo lo que perdiste"; no con mi voz acusatoria y llena de rabia; sino con la suya, siempre perdonando mis pecados previo a señalarlos.
Ahí, entre lo único tangible de su fantasma, las culpas, los errores, las tristezas y el llanto que siempre enterraba bajo mi garganta, desaparecían al instante en que lo notaba volver a sostenerme entre sus brazos. Dios sabe que en verdad podía sentirlo una vez más junto a mí: su pecho en mi espalda, sus labios acariciando mi piel, el aliento sobre la nuca al asegurarme, piadoso: "ya volví, calma. No llores más, ya puedes dormir. Te prometo que esta vez seguiré aquí cuando despiertes".
Era entonces que, aunque fuera por un instante, las cosas estaban bien de nuevo. Sin errores, despedidas o ausencias. Correctas, tal cual debían ser.
Pero cuando el desgarro de aquella vez me superó y amenazó con destrozarme la garganta como no dejase libre al sollozo contenido, me volteé, acerqué la nariz ahí donde alguna vez apoyó su cabeza e inhalé; inhalé como mi llamado de auxilio a su recuerdo. Su aroma, que tantas madrugadas fue el único faro que me condujo de vuelta a la costa, esa noche se marchó.
No lo encontré al girar la almohada, ni cuando en mi desesperación fui al closet, saqué la poca ropa que dejó y tampoco pude hallarlo en esta. Se había ido no solo él, sino su espectro. Incluso su aroma desistió, tuve la impresión de que lo hizo igual de harto de sentirse usado.
No pude resistir que la única salida que conocía de aquella angustiosa realidad, se desmoronara frente a mis ojos.
Fue así que, por primera vez desde su partida, le lloré lo que no en tantas semanas; lo que debí lamentar mucho antes de que se fuera.
Todo lo que recordé verlo llorar por mí.
Lo extrañé como nunca, de una manera en que jamás lo hice con nadie. Sintiendo, en toda su brutalidad, que lo seccionaron, lo cortaron de mí; tal cual se extirpa un órgano vital o se amputa un brazo, dejando nada más que un miembro fantasma invisible, intangible, que no para de doler.
Y, mientras rogaba por ahogarme en todo ese mar que nunca tuve idea de cómo hacerle ver, me pregunté si siempre fue eso para mí y no supe apreciarlo. Una parte de mí que se me arrebató antes de nacer; de ser concebido, incluso. Nada más que eso podría explicar mi desesperada necesidad de él, de que regresara, de que nos convirtiéramos, o volviéramos a ser, una misma naturaleza; que sus brazos me rodearan de nuevo, que me abrazara con el aroma ya perdido y que el latido de su corazón contra mi pecho me devolviera la vida. Nada más, cualquier otra cosa no la quería.
Cada lágrima continuó desbordando hasta que se humedeció mi cara, su almohada; motivadas por la memoria de esas veces que me atreví a pensar que podría haber pasado toda mi existencia en su compañía y, de cualquier forma, jamás llegar a saber con plenitud qué quería de él. Pues sí, deseé muchas cosas, como su atención, su tiempo, su amor, sus caricias y la comprensión que no le vi a nadie más; pero jamás supe qué era el "algo" que mi alma de verdad requería de la suya. Creí incluso, y qué ingenuo, que eso estaba bien. Que el no saber nos mantendría por eras orbitando alrededor del otro.
Cuando mi espectro me dejó a mi suerte, resolví aquello que siempre necesité.
No era una emoción, un momento, un algo.
Eras tú, Alessio. Solo tú.
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