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Esa noche fue como un cielo cubierto por nubarrones negros, se iluminaba por segundos de azul y morado con cada relámpago que surgía en las entrañas de una lluvia torrencial contenida que amenazaba con convertirse en tormenta eléctrica. El calor era sofocante, te empapaba en sudor, pero asimismo impedía la tarea de respirar con normalidad. Supongo que es aquel el clima indicado para todas las decisiones difíciles que se toman en la vida y también para dos clases de despedidas: las que llegan demasiado pronto y las que se han demorado demasiado. No supe decir cuál de las dos sería la nuestra.
Entré en nuestro departamento con la nostalgia apretujándome el pecho y los lagrimales listos para desbordar tan pronto como la primera gota lluvia tocase el suelo. Las luces estaban apagas, todas ellas, y apenas la luz de la luna entraba por una ventana que dejaba a la vista una ciudad impasible a mi caos. Por primera vez no escuché música, ni la televisión, ni un parloteo. El silencio absoluto había tomado el control.
Lo que sí estaba ahí era el pesado humo del tabaco, que llegó a mí y me envolvió en su aroma para anunciarme que, aunque pudiese llegar a pensar que no, estabas en casa. Le tomó a mis ojos unos segundos acostumbrarse a la penumbra, sin embargo, aunque fingí que no, yo distinguí tu silueta en el sofá tan pronto como puse un pie dentro. Supe que me observabas no solo porque tus iris azules siempre parecían brillar en la oscuridad, sino porque tu mirada la sentía siempre en la piel, en el pecho. Como un cosquilleo, como un mal presentimiento, como algo emocionante y peligroso.
Pude haber encendido la luz, pero no lo hice, pues en las sombras todo era más sencillo. En la protección de las sombras las palabras siempre fluyen más sencillo y los sentimientos se ocultan fácilmente.
No sé decir cuánto tiempo estuvimos el uno frente al otro, solo mirándonos sin decir nada. Tú, quizá tratando de averiguar en las líneas oscurecidas de mi rostro lo que el futuro te deparaba; yo, intentando descifrar en tu llanto silencioso por qué nunca pudiste darme lo que quise, que no era mucho, solo honestidad. La hubiese preferido incluso por encima del amor que decías tenerme.
Verte de aquel modo en que me vi a mí mismo tantas veces, casi pequeño y frágil, temeroso y expectante, me provocó algo que no he vuelto a experimentar en mi vida, y desearía que continuara así por mucho, muchísimo tiempo. Fue como si todo mi ser se hubiese desgarrado desde dentro hacia fuera porque estaba triste, furioso, inclusive aterrado por lo que venía a continuación, pero todavía te seguía amando. Y tu sufrimiento llegaba a dolerme a veces incluso más que el mío propio.
―Volviste... ―susurraste como si hubieras estado esperando que no lo hiciese. Noté incluso esperanza en tu voz, pero yo no respondí, porque al contrario de ti, era incapaz de darte ilusiones que no sería capaz de cumplir.
Entonces cerré la puerta con cuidado y caminé hasta ti, firme al principio para comenzar a desmoronarme en los últimos pasos; cuando estuve delante de ti y tú me miraste desde abajo, aún sentado en el sofá. Abriste la boca para decirme algo, sin embargo, yo levanté una mano para interrumpirte; pidiendo, no, suplicando con un ademán que no dijeses nada.
Metí una de las manos dentro de los bolsillos de mi pantalón, palpé la hoja doblada perfectamente y acaricié el papel sobre el cual había escrito horas atrás. Un permiso escrito por mi puño y letra, inclusive firmado, para que pagase con mi dinero la cifra pedida por el tipo de las fotos. De hecho, también era mi consentimiento para que él se quedase con mi parte de las regalías de no solo Royal Red in Vegas Strip, sino también de nuestros discos anteriores. Ese fue mi deseo, incluso cuando nunca lo ocupó y yo seguí recibiendo todo lo que me correspondía. El plan había sido dárselo, despedirme y marcharme, pero en el último momento fui incapaz de sacarlo de mi bolsillo. En su lugar me incliné y recargué ambas manos sobre sus rodillas, para tener su rostro a la altura del mío.
Si hubiese tratado de irme en ese instante, Jackson me hubiese detenido y yo, tan débil como siempre fui, no me hubiera resistido. Esa es una buena excusa ahora, aunque la realidad es que yo tampoco deseaba marcharme. Necesitaba una hora más, un abrazo más, una mentira más. Precisaba llegar al culmen de mi masoquismo e idiotez antes de poder decirle adiós.
Fue de ese modo que, con la intención de envolverlo en un abrazo, terminé dándole un beso. Y aunque quise apartarme de él al cabo del primer toque, mi cuerpo me lo impidió. Me obligó a permanecer ahí. Recuerdo que aquella noche sus besos me supieron diferentes, pues a pesar de ser tan dulces, tenían un gusto a tristeza que no pude arrancarme de la lengua en mucho tiempo.
―Por favor, por favor sé un buen padre ―susurré contra sus labios. A decir verdad, ni siquiera supe decir en qué momento mis lágrimas se mezclaron con las suyas―. Prométemelo, sé bueno con ese niño.
―Lo seré, ya lo verás.
Y pensé que no, que no lo vería, pero esperaba que, entre todas sus promesas, fuese esa una de las que estaba dispuesto a cumplir.
No trataré de quedar bien, no lo he intentado antes. De hecho, no sé si haya forma de que lo haga. Al final esta tortura soy solo yo, y a pesar de que muchas veces he deseado no serlo, soy solo un humano. Tuve, tengo y seguiré teniendo un millón de defectos. Aquella noche, lo admitiré sin vergüenza, fui egoísta. Egoísta porque me lo llevé a la cama sabiendo que al despertar le rompería el corazón, porque respondí a los «te amo» que murmuró contra mi piel aun ya habiendo planeado mi plan de huida perfecto. Al menos no puede decir que no pensé en él, porque incluso cuando estaba actuando en propósito de rescatarme a mí mismo, sabe bien que la rueda de prensa que di un mes después de esa noche, fue solo para ayudarlo.
De nada me servía a mí que el mundo creyese que era un adicto a la heroína, cuando en realidad eras tú, de todas, la única adicción que me estaba destruyendo. No me sirvió a mí, pero sí a ti, pues tal como pensé que sucedería, aquello acabó de tajo con los rumores sobre nosotros. Eso siempre fue lo que quisiste, y te lo di para compensar mi falta de valor para despedirme de frente.
La noche de la tormenta eléctrica, bien pudo ser por la culpa en mi estómago o la tristeza en mi corazón, pero sentí cada abrazo, cada beso y cada caricia con más poder que nunca. Me pregunto si habrás intuido mis intenciones, pues yo lo hubiese hecho si tú, como yo, hubieses llorado en todo momento sin molestarte en ocultarlo; si hubiese visto que las lágrimas no paraban su brote ni al llegar el clímax no solo de un orgasmo, sino de nuestra historia.
Te quedaste dormido a mi lado justo antes de que el sol se asomase por el horizonte y se colase por la ventana de nuestra habitación, con los cabellos pegados a tu rostro por el sudor y los labios hinchados, al igual que los párpados.
Me quedé ahí, presenciando cómo la luz dorada del día avanzaba por el suelo de la habitación a paso lento, como si se estuviese regando oro líquido desde el marco de la ventana. Conforme se acercaba a nosotros, yo sabía que mi tiempo estaba llegando. Debía irme, necesitaba hacerlo, pero me quedé un poco más, unos minutos más, quizá fue hasta una hora entera.
Admiré cómo el sol acariciaba la piel de tu rostro, esa imagen es la primera que viene a mi mente cada vez que te recuerdo. Aquella mañana, mientras te contemplaba, recordé el día en que nos conocimos, y como, a pesar de saber que algo comenzó ahí, no tenía ni la menor idea la forma tan drástica en la que cambiarías no solo mi vida, sino a mí. Y un recuerdo me llevó a otro, porque, como ya te habrás dado cuenta, esa siempre ha sido mi especialidad.
Y pensé en la primera noche que dormimos juntos, no como pareja, sino como amigos. Hombro a hombro en una noche fría de invierno, en Navidad. En la primera vez que te escuché reírte a carcajadas, con los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás; la forma en que colocabas las manos sobre tu estómago para sofocar el dolor que te provocaba reír tan fuerte. Tu rostro contrariado cuando te besé por vez primera, o la sonrisa casi invisible en las comisuras de tu boca cuando lo hiciste tú. Pensé en lo familiar que me resultaba verte babear la almohada y lo difícil que sería olvidar las incoherencias que balbuceabas cuando te despertaba muy temprano por la mañana. No me equivoqué, fue tan difícil que aún no lo logro, pero ya he dejado de intentarlo.
Al comenzar a escribir esto, creí que dejar a nuestra historia ser libre me ayudaría por fin a dejar que tu imagen se desvaneciese de mi memoria, sin embargo, me he dado cuenta de que eso no sucederá. ¿Y sabes qué? Tampoco deseo que lo haga.
Quiero que se queden conmigo todos esos recuerdos de ti que me hacen esbozar una sonrisa, o esa sensación cálida que nace en pecho luego tener un sueño en el que te me has aparecido. No un recuerdo, sino uno en el que nos encontramos después de tantos años y me doy cuenta de que, pese a todo, aprendí a abrazar lo bueno y olvidarme de lo malo. Algún día quiero despertar y darme cuenta de que he dejado ir las cosas que duelen, sé que este será el primer paso para conseguirlo.
¿Quieres saber cómo lo sé? Porque he tenido una revelación, tan grande y poderosa que casi me ha rejuvenecido. Esa es que me amaste, una parte de mí lo sabe, a tu manera tan rota y retorcida, pero lo hiciste; e inclusive si no, no importa, porque yo sí te amé a ti. Quizá cuando era joven y me encontré contigo no sabía cómo hacerlo de la manera correcta, pero te lo entregué todo y eso, sorprendentemente, me basta. No diré que hoy me siento feliz, no obstante, sí que me siento tranquilo. Ligero y nuevo. Tengo una parte de toda la paz que siempre he buscado.
Aún rememoro lo complicado que fue levantarme de la cama, lento y silencioso para no despertarte, cómo acaricié tu cabello oscuro con las yemas de los dedos y después cerré las cortinas para que descansases en paz. Busqué en mi pantalón la hoja firmada y la dejé sobre mi almohada, al igual que una última nota que no sé qué fibras habrá removido en ti, pero que, por alguna razón, espero que todavía conserves en alguna caja, junto al calcetín de una pequeña niña.
«No dudes jamás que te amo con toda mi alma, desearía que eso pudiese ser suficiente para quedarme. Ojalá nos encontremos en alguna otra vida donde las cosas sean más sencillas, cuando ya hayamos aprendido de nuestros errores; en esta, disfruta de la familia que siempre has querido y ahora ganaste. Espero que encuentres paz, yo también voy a buscarla».
No diré que no lloré cuando miré por última vez sobre mi hombro, ni tampoco que no lo hago ahora. Lo que sí, es que quizá el sentimiento que comparte esa mañana con esta noche, es que, a pesar del dolor, supe que hacía lo correcto para mí.
Entonces guardé mi ropa en una maleta.
Tomé una fotografía mental de ti.
Me puse tu chaqueta favorita.
Te dejé más de mi alma que la que llevé conmigo.
Y me marché.
NO ME QUIERO IR, SEÑOR STARK.
Bueno, ya. No hay mucho que decir al respecto, tal vez estoy chipi porque ya voy a tener que despedirme de mis bebés. El domingo el último capítulo y nos fuimos.
Los amo bebeses.
Xx, Anna.
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