Capítulo 02
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CAPÍTULO 02
Llévame contigo
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«Elige». La voz es un estímulo insistente.
Me acerco a la mesa, sobre la que descansan tres colgantes. Parecen hechos de plata oscura.
El primero es de una cruz bastante particular. Los brazos tienen forma de alas, y la base termina como el filo de una espada.
Luego está otro, con un reloj de arena roja.
El último tiene la forma de una polilla con un cráneo humano en medio de las alas.
Ninguno me causa buen augurio. Intuyo que cada objeto debe tener algún sentido especial, pero no puedo más que elegir a ciegas, porque no cuento con más información.
—¿Por qué debo hacerlo? —les pregunto a esos orbes—. No comprendo, ¿qué significado tienen?
«Ya casi no queda tiempo, Jun Seo».
Devuelvo la mirada a los objetos. Me limpio el sudor de la frente, y a esa mano temblorosa la sitúo sobre el colgante de la cruz, pero empiezo a dudar. No me siento cómodo inclinándome hacia un objeto que bien puede representar alguna religión, así que paso al último, porque el segundo, en su lugar, me parece demasiado soso.
Tal vez debí tomarme un par de minutos más para pensar, y que se jodan los orbes de luz.
Pero eso es todo.
No le doy más vueltas, porque no hay por dónde.
Al tenerlo entre mis dedos, como si fuera igual que una pesadilla, las luces en torno a mí empiezan a desvanecerse.
Percibo un pitido que se vuelve más fuerte conforme los orbes se deforman alrededor, hasta proyectarlos como pequeños edificios, autos inmóviles, postes de luz parpadeante y, una estrecha e inclinada avenida, sobre la que de repente me encuentro de pie.
Mi estómago se retuerce y aprieto los dientes para frenar las arcadas. Me doblo con las manos apoyadas sobre las rodillas, y respiro como un maldito caballo, babeando.
Todavía me siento fatal, y percibo el aire que rodea al humilde barrio como astillas en los pulmones.
¿Acaso todo fue una ilusión, producto de haber ingerido alguna droga? Sin embargo, siento algo en mi mano que cosquillea. No tienes esta clase de sensaciones en los sueños.
El colgante de polilla entre mis dedos, parece estar cargado de una energía que no es visible ante mis ojos, pero que la siento palpitar sobre mi piel. Estoy apretando el objeto con tanta fuerza, que se hunde en mi carne e inhalo de forma entrecortada.
Continúa siendo tan real como doloroso.
Tengo escalofríos al comprender que no imaginé nada. Tal vez sigo muerto, pero ya no estoy desnudo. Visto de negro, con un traje chapado a la antigua y un sombrero que me hace sentir ridículo.
Desabrocho el primer botón de la camisa blanca, porque me asfixia, y solo de esta manera siento que podré recuperar el aliento.
Lo único que llevo conmigo es el colgante que elegí, y la esfera en uno de los bolsillos. Al sacarla, descubro que el número 77 en su interior ya no está. En cambio, hay tres palabras entre el vaho oscuro: «Kim Ji Ho».
Es un simple nombre, sin embargo, debe tener un gran significado, uno que no comprendo, pero que pesa en mi pecho cuando un nuevo texto se forma.
Una dirección.
Asumo que debo encontrar a esa persona en determinado lugar.
Al menos cuento con la pista de lo que debo hacer a continuación. No obstante, llama poderosamente mi atención la tienda que tengo a la izquierda. Está cerrada, sin embargo, hay bolsos de lona y camisetas del otro lado del ventanal, todas con las palabras Busan Gamcheon, o Gamcheon Culture Village impresas o bordadas.
Ahora sé en dónde me encuentro.
Vuelvo a comprobar la dirección en la esfera, pero solo identifico una flecha que me señala el camino hacia lo alto del barrio, por unas escaleras.
Se supone que debo subir, con lo bien que me siento para hacer ejercicio.
Los primeros pasos son difíciles, y conforme sigo las flechas a través del barrio desnivelado, colorido y conquistado por el arte, me siento cada vez un poco mejor, hasta encontrarme en frente del que parece ser el último edificio.
Me falta el aliento cuando contemplo el primer piso de la cafetería azul con rojo, llamada Danhobak (Calabazas dulces). Tiene una azotea, pero justo debajo, una ventana está abierta. La luz por dentro permanece encendida. Alguien proyecta una sombra al moverse de un lado para el otro.
Debo haber llegado al lugar preciso. La esfera apunta hacia este sitio, y luego, muestra una hora: «3:17 A.M.».
—¿Qué sigue?
La vida, o simplemente la coincidencia, como si se ocupara de mi pregunta, me responde con un ruido sordo que proviene del interior. Es igual que algo de gran peso habiéndose derrumbado.
No puedo con la curiosidad por averiguar lo que me trajo hasta aquí. Por esta razón, me aproximo a la puerta del establecimiento.
No es el letrero de «Cerrado» lo que me detiene durante un breve instante, sino el sonido que hace el seguro al destrabar la puerta cuando rozo el picaporte. Apenas lo he tocado, pero me ha concedido el paso, como si mi mano fuera la llave.
Entro con el corazón al galope.
El primer piso es acogedor. Las mesas para tomar café son de madera blanca y desgastada. También hay muchas plantas alrededor.
Sigo por las escaleras, hacia la única luz en el segundo piso. Proviene de una habitación desordenada, y por la ropa dispersada en el suelo, defino que le pertenece a un chico. También está el póster de un grupo musical, y de algunos muchachos que parecen modelos.
Escucho un jadeo y retrocedo con torpeza.
De pronto me tiemblan las manos.
Si me descubren, estaré en problemas. Aun así, el ruido surge desde lo que, asumo, debe ser el cuarto de baño.
Entre un incesante goteo, hay una bocanada, diciéndome que alguien parece tener dificultades para respirar. Y es lo que finalmente me acerca a la puerta del baño abierta a plenitud.
Lo que descubro en el interior, no tiene punto de comparación.
El agua de la tina de la bañera está próxima a rebosar.
Desde lo alto, precisamente del tubo que cruza la habitación, y en donde una cortina de baño cuelga a medias, una cuerda está atada, y de ella suspende el cuerpo de un chico que se sacude con violencia por la falta de aire. Su garganta produce un ruido brumoso, como un gorgoteo. Está respirando, a duras penas.
Si bien es evidente que le falta el aire, no trata de liberar su cuello. Tiene el rostro de un tono rojo, casi morado, y cuando sus ojos hinchados encuentran los míos, de sus labios, un susurro débil emana:
—Llévame contigo. —Vuelve a sacudirse, de modo que un objeto cae a sus pies. El celular, con la pantalla encendida, muestra la foto de una figura masculina que paso por alto, pues el foco de interés está en la hora.
3:17 A.M.
Es la misma que me mostró la esfera cuando estuve en frente de la cafetería. Pero eso fue, hace por lo menos, cinco minutos.
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Espero que les esté gustando la historia.
¿Qué crees que puede estar pasando?
Palabras en el capítulo: 1174.
Palabras totales: 2136.
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