13♔ • Condena
—Tal y como lo ordenó, ambos duques están muertos. Es cuestión de tiempo para que algún campesino encuentre el carruaje en el fondo del acantilado.
—¿Nadie te vio?
—No, para todos será un desafortunado accidente.
Seth sonrió satisfecho. El plan estaba saliendo a la perfección y solo quedaba ese patético guardia. Quería acabar con ese hombre con sus propias manos, lo haría gritar y retorcerse del dolor hasta que deseara estar muerto. Y en cuánto a Geraldine, no comprendía el porqué de su traición. Después de que recibiera el castigo que sin duda merecía, le haría saber que sus padres estaban muertos. Esa era la ventaja de tenerla recluida, podía manejar la información del exterior a su antojo.
Su matrimonio estaba bien, muy bien. En los últimos días disfrutó de su compañía y parecía que nunca se detendría ese deseo que lo empujaba a pasar cada vez más tiempo con ella.
La idea de que un hombre hubiera puesto sus sucias manos en lo que le pertenecía lo estaba enloqueciendo y quería arrancarle la cabeza con solo pensarlo. Pero no era conveniente. No quería que Geraldine lo viera como un monstruo y era muy fácil inventarle cargos a ese simple guardia. Solo debían ser lo suficientemente importantes como para llamar la atención de la corona.
Y lo consiguió. Sabiendo ya el pánico que la reina tenía por una rebelión, le pagó a un par de testigos para aumentar las habladurías en el pueblo. Bastaron un par de días para que se extendiera la noticia de que el antiguo guardia de su esposa estaba involucrado con los rebeldes.
Con una sonrisa en la cara, siguió bajando las escaleras hasta que llegó al primer piso. Una vez estuvo en el despacho de aquel hombre capaz de torcer la ley a cambio de unas monedas, se apresuró a arreglar un detalle que lo tenía intranquilo.
—Quiero pagarle para que sea rebajada la condena de mi esposa.
El hombre robusto dejó a un lado los papeles que sostenía y escupió cerca de su zapato. Después le hizo señas a Seth para que hablara.
—Quiero que solo sean diez latigazos.
—Puedo eximirla del castigo, con otro saco de monedas me conformo.
—No, quiero que ella recuerde bien que pasa si no me obedece.
—Serán diez latigazos entonces.
Seth le dio el saco lleno de monedas de oro al hombre y cerró el trato. Era dinero bien gastado. Dentro de poco serían nombrados formalmente como duques y esperaba que la espalda de Geraldine estuviera sana para entonces.
Sin más, se dirigió hasta la habitación donde estaba su esposa, un modesto cuartito que le había brindado la reina lejos de las alcobas reales. Al entrar, Seth se relajó y fingió lo más que pudo no estar feliz al verla en ese estado. Justo así la quería, calmada, sumisa, frágil.
Pasó sus manos por el pecho de ella, listo para consolarla, pero la joven se dio la vuelta y se alejó de él con brusquedad.
Esa mirada llena de odio no era común en ella, sin embargo, lo atribuyó a todos los problemas de los últimos días. Era algo que se arreglaba con más vestidos y unas cuantas joyas.
—No te acerques.
—De nuevo no pones de tu parte —La tomó por la fuerza y ella esquivó su beso.
—Conociste a mi hermana —atacó—, ella estuvo entre los muros de tu castillo. Era una joven con pecas y dos grandes trenzas. Casi siempre llevaba vestidos amarillos, era su color favorito...
—¿De dónde sacas esas acusaciones?
La verdad era que Seth no recordaba la cara de todas las jóvenes que habían pasado por sus manos. Venía a su mente uno que otro grito, pero nombres y rostros jamás. Si Geraldine tenía razón y esa joven había estado en sus mazmorras, ya estaba muerta. Ninguna sobrevivía a él.
—Su nombre es Lesya y...
—Es cierto que tuve épocas oscuras donde ni yo mismo me reconocía. Pero créeme cuando te digo que no conozco a tu hermana. Ella jamás estuvo en mi castillo.
No estaba seguro, pero era mejor negar todo.
—Mientes...
—Jamás te mentiría.
Las lágrimas bajaron en silencio por el rostro de Geraldine y él se limitó a consolarla. Solo lo tenía a él y era justo lo que quería.
—He hablado con la reina —dijo y la apretó más contra su pecho—, le he rogado para que te quite el castigo, pero solo conseguí que rebajaran la pena. Te darán únicamente diez latigazos.
Ella parecía no escucharlo, estaba con la mirada fija en el suelo y sus dedos se movían entre la tela de su vestido.
—¿Y Conrad?
Eso lo enfureció. ¿Por qué no le agradecía? ¿Por qué preguntaba primero por ese bastardo?
—No logré hacer nada por él —dijo y ocultó su cara de satisfacción—. Lo ejecutarán al atardecer.
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