12♔ • Prisioneros
—Eres el hombre que asesinó a Sorian Haltow —dije con miedo.
¿Por qué Seth mantenía a ese hombre en la mazmorra? Y peor aún, ¿por qué me hablaba?
—Él prometió pagarme por hacerlo. Pero ese desgraciado me mintió, mató a todos mis colegas y me dejó en esta celda para pudrirme con las ratas.
—¿Hablas de Seth? ¿Él te pagó para que mataras a su padre?
Era una locura y quise atribuir sus palabras a las condiciones deplorables en las que se encontraba. Sin embargo, Seth era capaz de todo y no me asombraba que hubiera planeado la muerte del viejo Sorian para quedarse con toda su fortuna.
—Y no solo eso, también debía darle un susto de muerte a su futura mujer —rio—, la joven de cabello alborotado y mirada asesina, imposible de confundir.
Hice memoria y el hombre decía la verdad. Había tardado demasiado en atacarme y actuó como si esperara algo o a alguien. Sin duda habían acordado con Seth para hacer eso y que él quedara como un héroe.
—¿Qué haces aquí entonces? ¿Por qué no tomaste tu paga y te fuiste? Después de todo solo eres otro más de sus perros.
No contestó. Sus ojos brillaban en la oscuridad y estaba segura de que no era normal. Eso me sirvió para distraer un rato mi mente y estar un poco más calmada.
Me recosté en la pared, sin dejar de contemplar ese brillo, hasta que recordé el saco que me había dejado Fiorella. Metí la mano y descubrí que era comida, específicamente tres panes de pasas, cuatro manzanas y dos trozos de carne. No tenía hambre, pero podían servirme para más adelante, así que regresé todo al interior del saco.
—¿Eso que huele es carne?
—No.
No compartiría mi comida con él. Ni siquiera lo conocía y además había intentado matarme, sin contar también que era el causante de mis pesadillas.
—Sí, es carne. Estoy seguro —Se movió dentro de su celda y pude escuchar unas cadenas.
Por un momento me puse a pensar en todas las torturas por las que había pasado a manos de Seth. Quizá tenía familia, quizá era un pobre campesino que ese maldito loco había reclutado para hacer sus trabajos sucios. O tal vez solo estaba tratando de convencerme a mí misma de darle un poco de comida.
Suspiré derrotada y tomé el trozo de carne para lanzarlo con fuerza entre los barrotes. Este voló hasta que se escuchó un golpe seco. Por la oscuridad me era imposible comprobar si había llegado a la celda, pero las cadenas se arrastraron y el sonido de alguien masticando con la boca abierta resonó por todo el lugar.
—Gracias.
—No me lo agradezcas, solo responde una pregunta: ¿llevas mucho tiempo trabajando para Seth?
—Unos dos años —dijo con la boca llena.
Eso podía servir, ese hombre tal vez conocía a mi hermana.
—¿Alguna vez viste en este castillo a una joven de cabello marrón con muchas pecas en la cara? Su nombre es Lesya y...
—Los guardias decían que muchas mujeres pasaban por estas mazmorras. La verdad no lo sé, jamás bajé hasta esta parte.
—Escucha, escucha —dije desesperada—, Lesya mencionó en este cuaderno algo sobre una compra.
—Dame más comida y te diré todo lo que sé.
Arrojé con fuerza una de las manzanas, pero no logró pasar a su celda, solo rebotó en los barrotes y se perdió en la oscuridad del pasillo. Las maldiciones salieron de mi boca casi sin querer y la risa del misterioso hombre me dejó pensativa. Tiré otra fruta y esta vez sí pasó a su celda.
—Ese malnacido, al igual que otros nobles, compran mujeres en una posada no muy lejos de aquí.
—Eso es mentira —dije casi segura—, mi hermana jamás...
—A lo mejor ella se ofreció a ser vendida.
—¿A qué te refieres?
Su silencio me indicó que quería más comida y esta vez le arrojé un pan.
—No es una compra como tal, no hay ningún papel de por medio. Las mujeres se entregan por voluntad y ellos las adoptan como un juguete.
—¿Juguete?
—Las usan hasta matarlas. Después van a comprar otra, la ley no lo prohíbe por lo que el negocio jamás termina. Ellas saben a lo que van, dan su vida a cambio de unos días de lujos al lado de algún noble.
Me costó respirar y a través de la piel de mi espalda sentí lo frío de la pared. Las palabras de ese hombre concordaban con lo que Lesya había escrito en su diario. Seth la compró, ella fue su juguete y después la asesinó. Ya con todas las piezas unidas, mis dedos tocaron con delicadeza el diario de mi hermana y pasé por todas las páginas sin leerlas. Luego lo guardé de nuevo en mi media y grité tan fuerte como pude, tirando con fuerza de mi cabello. Lesya sabía a lo que iba, sabía que ese maldito iba a hacerle daño. Entonces, ¿por qué lo hizo?
Recordé entonces las palabras que había leído. "Con mi amor podré cambiarlo".
—¡Maldito, maldito, maldito! —chillé.
Lo odiaba, lo odiaba tanto que al escuchar que alguien venía me puse en posición para saltar sobre la persona. Le haría unos arañazos, daría patadas y lucharía para dejarle unas marcas con las que jamás se olvidaría de mí.
Sin embargo, sentí un extraño alivio al ver que no se trataba de ese monstruo, sino de una persona con una capucha. Se aproximó a mi celda y sacó un manojo de llaves, para después intentar abrirla probando una por una.
—¿Fiorella? —pregunté al ver mechones de cabello rubio salir de la capucha.
—No alces la voz —rogó—, debes escapar. Escuché que mi hermano te condenará al emparedamiento.
—¿Qué es eso?
—Va a encerrarte en un pequeño cuarto sin ningún contacto con el exterior hasta que mueras de hambre.
—No puede hacerlo...
—Puede hacer lo que quiera contigo.
Aferré mis manos a los barrotes mientras ella probaba con otra llave diferente. El tiempo pasaba y sus manos temblorosas dificultaban aún más encontrar la llave que abría mi celda.
—No puedo, lo siento. Debo irme, si Seth se entera de que te estoy ayudando me encerrará a mí también.
—¡Espera! —grité—, deja las llaves por favor.
Fiorella pareció dudarlo un poco y después me las pasó por los barrotes.
—Buena suerte. —Y sin más, salió aterrorizada de las mazmorras.
Tuve que sacar ambas manos para probar con cada llave que estaba en ese círculo de metal. Unas simplemente no entraban y otras se quedaban atascadas. Mis dedos cambiaron de llave con rapidez hasta que solo quedó una y no entró en la cerradura. Ya había intentado con todas y ninguna abría mi celda.
Sentí el miedo correr por mis venas al escuchar la voz de Seth en la entrada, así que metí el juego de llaves en el saco y lo escondí entre mi vestido. Por última vez le eché un vistazo a la celda de enfrente y aquellos ojos amarillos ya no estaban.
Rogué en mi mente por Conrad, para que su castigo fuera más piadoso qué el mío. Que fuera libre y viviera su vida tranquilo, lejos del caos de los castillos. Con esa plegaria en mente pude enfrentar la mirada asesina de Seth del otro lado de los barrotes.
—Te creo —suspiró— y no te daré ningún castigo. Sáquenla de aquí.
Me quedé quieta, pensando que se trataba de una broma, pero los guardias abrieron mi celda y Seth entró para ayudarme a ponerme de pie.
Aferré con fuerza la tela de mi vestido, sosteniendo el saco con la comida. El maldito loco y un guardia intercambiaron un par de palabras, por lo que aproveché su descuido y retrocedí un par de pasos hasta tocar la celda donde se encontraba el otro prisionero.
Mi mente gritaba que no podía dejarlo, que esos ojos albergaban un millón de secretos. Era consciente que no podía hacer nada para liberarlo e interrogarlo como era debido. Solo quedaba una cosa. Sin pensarlo, pasé el saco con comida por los barrotes y lo pegué a una de las columnas para que no se viera. Esperaba que con esa comida soportara un par de días más, después bajaría para interrogarlo mejor.
—Regresemos al castillo —dijo Seth y vio con algo de culpa mi nariz lastimada.
Intentó tomarme de la cintura, pero me alejé al instante y tuve que respirar varias veces para no gritarle en la cara y que me encerraran de nuevo.
—¿Qué pasará con mi guardia?
—No le haré nada tampoco —dijo y no me vio a los ojos—, te creo y lo dejaré en libertad.
Un alivio inmenso se apoderó de mi cuerpo y sentí las extremidades flojas. Sin embargo, no todo era bueno, ya estaba cansada de no saber con exactitud lo que había pasado con mi hermana. Él la había destruido, de eso estaba segura.
Todas las dudas se juntaron en mi cabeza y me impidieron caminar con normalidad. Seth puso una mano en mi espalda para obligarme a avanzar hasta que fuimos interceptados por varios guardias. No portaban la armadura típica de castillo, era otra mucho más nueva y con un emblema de sol en el pecho. Eran guardias de la reina.
—Nuestro pequeño incidente ha llegado a oídos de los reyes, ahora solicitan que nos presentemos en la capital para rendir cuentas.
—¿De qué hablas?
—Partiremos, no hay otra opción, son órdenes de la reina.
Escoltados por esos guardias, nos subieron a un carruaje que estaba en la entrada y antes de poder asimilar lo que estaba pasando, vi que sacaron a Conrad esposado y lo subieron a la fuerza en un carruaje de atrás.
Estaba muy golpeado y apenas podía mantenerse de pie. No pude soportar verlo así y empujé con todas mis fuerzas la puerta del carruaje para bajar a ayudarlo.
—Ellos se encargarán de él.
—Dijiste que no le harías daño y ahora lo llevas como un prisionero —escupí con rabia y traté de apartar su mano que me impedía bajar.
—Solo complicarás más las cosas. —De un empujón hizo que me sentara de nuevo—. No soy yo quien lo lleva esposado, son los guardias de la reina.
—¿Por qué? Él no ha hecho nada malo, es ridículo.
—Pues él es la razón por la que vamos a la capital. Ahora guarda silencio y compórtate como una esposa de verdad.
El carruaje se puso en marcha con una velocidad horrorosa y tuve que parpadear varias veces para no llorar. No quería hacerlo, no frente a ese hombre que tanto detestaba.
Perdí la cuenta del tiempo que llevamos solos en ese carruaje sin dirigirnos palabra. Mi vista estaba fija en la decoración del interior y traté de ignorar por completo su presencia. De vez en cuando me llevaba la mano a la nariz para calmar el dolor y movía los pies, sintiendo aún el diario de Lesya en mi media.
Solo nos detuvimos para que los caballos descansaran un poco y en la madrugada del día siguiente, el imponente castillo real apareció frente a nuestros ojos.
Mi cabeza rebotaba contra el relleno de los asientos. No pude dormir ni una pizca y en más de una ocasión estuve a punto de recriminarle a Seth sobre mi hermana. Pero mi parte racional sabía que era una mala idea. Tal y como había dicho Fiorella: él podía hacer lo que quisiera conmigo y eso implicaba hacerle daño a mi guardia.
Al bajar del carruaje, no me dieron tiempo ni para cambiarme ni para ver a Conrad. Se limitaron a empujarme sin ninguna delicadeza, directo al salón real. Seth tomó mi mano y me pegó a su pecho. En esa incómoda posición entramos al inmenso salón, decorado con estatuas de oro puro, tapices de lo más hermosos y unos ventanales con pinturas tan realistas, que parecían que con la luz del sol cobraban vida.
El rey y la reina estaban sentados en sus tronos, rodeados de varias personas que debían ser sus consejeros. El rey tenía los ojos cerrados y roncaba plácidamente en su trono, mientras que la reina lucía joven y radiante, con varios hombres dándole aire con unos abanicos. A un lado de ellos, de pie y temblando de miedo, se encontraba Philip y evitó a toda costa mirarme.
—Vaya, pero si es la hija de Simons, no te veo desde que eras una niña —dijo la reina—, y el joven que viene a tu lado debe ser tu esposo.
Seth se inclinó para saludarlos con respeto y yo hice lo mismo, sin apartar la mirada de Philip.
—Dejemos esas formalidades de lado, están aquí por unas recientes acusaciones que han tenido. —Hizo una seña y uno de sus consejeros se puso enfrente de nosotros y leyó una hoja:
—Se le acusa a la señora Geraldine Haltow de cometer adulterio con un hombre que ha conspirado en contra de la corona.
¿Adulterio? ¿Conspiración en contra de la corona?
Vi a Seth en busca de una explicación y él solo permanecía en silencio, escuchando las barbaridades de las que me acusaban.
—Todo lo que dice es mentira...
—Silencio querida, no he solicitado que hables —dijo la reina con tranquilidad—. Háganlo pasar —concluyó y una docena de guardias entraron, escoltando a Conrad.
Presa del miedo, buscó a alguien en el salón hasta que sus ojos asustados encontraron los míos. Su semblante se suavizó e hizo el intento de una sonrisa. No lo logró. Su mejilla estaba hinchada y sangraba de la cabeza.
Como si los guardias leyeran mis pensamientos, los dos me impidieron ir a abrazarlo y me sujetaron bien hasta que Seth me tomó con fuerza de ambos hombros.
—Por lo que veo las acusaciones son ciertas —se burló la reina—, te involucraste con ese traidor.
—No es ningún traidor —dije con rabia.
—Pertenece a un insignificante grupo de rebeldes que buscan arrebatarle el trono a la familia real.
Negué repetidas veces. Eso no era verdad.
—Procederemos como dicta la ley —dijo el hombre que leía las acusaciones—, será decapitado por alta traición a la corona.
Un grito abandonó mi boca y me solté del agarre de Seth. Corrí hasta quedar en las faldas de la reina y comencé a implorar de rodillas.
—Mi guardia es inocente su majestad, no ha hecho nada malo, jamás lo haría. Su lealtad está con usted. Le ruego clemencia...
—La sentencia ya está dictada.
La desesperación se apoderó de mí y vi a la única persona que tenía el poder de hacer cambiar las decisiones de la reina.
—Philip, por favor —rogué—, Philip, ayúdame...
Mi primo se dio la vuelta y salió del salón real, ignorándome por completo.
—Y en cuanto a ti querida sobrina —La reina se agachó y tomó mi cara entre sus esqueléticas manos—, serás castigada frente a toda la población.
—Como la ley lo indica, si el marido no actúa por cuenta propia, una mujer adúltera será condenada a cincuenta latigazos —sentenció el hombre.
—¡No! Ella no tiene nada que ver en esto. Yo soy quien merece ese castigo —habló por primera vez Conrad.
Sin embargo, poco le importó a la reina y con la mano hizo una seña para que lo sacaran del salón real.
Las voces a mis espaldas se escuchaban lejanas y solo pude concentrarme en la última sonrisa que Conrad me dedicó antes de que desapareciera tras esas pesadas puertas.
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