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• Sobredosis •

Arrastró la máquina del suero consigo, hasta acercarse lo suficiente a mí.

—Sabía que, en el fondo, aunque te hagas la dura, aún sientes algo por mí— me echó los brazos y no me atreví a moverme, por temor a lastimarle el brazo en el que tenía el suero—. Gracias por estar aquí.

Se siente tan extraño oír que me dé las gracias.

Sentía cargo de conciencia por Darek. No importa cuánto luche, siempre termino en el mismo lugar, en los mismos brazos y con la misma compañía.

Se supone que lo odie, que no lo quiera cerca, que ese rencor estuviera ahí presente y mortificándome, pero luego de haberlo visto desplomarse de esa manera, de oír esa palabra que dejó a medias, con esa expresión tan triste, me vuelve un completo desastre por dentro. Me duele que las cosas hayan llegado hasta aquí por culpa de mis malas decisiones y de las suyas, porque estoy consciente de que ambos nos equivocamos, tal vez él más que yo, pero ni siquiera ahora puedo juzgarlo.

Darek

Estaba en la sala hablando con Mónica, una de las empleadas de la casa, a quien le estaba pidiendo que preparara algo sano y nutritivo para llevarle a mi hijo, cuando oí la puerta de la entrada abrirse.

—¿Qué haces aquí?

—¿Por qué no me avisaste que nuestro hijo estuvo en el hospital? Si no hubiera sido por Rodni, no me habría enterado. Una cosa es que hayas decidido rehacer tu vida, pero nuestros hijos no tienen que pagar por nuestros problemas.

Reí como hace mucho tiempo no lo hacía. Su descaro no tiene límites. Desde que la desenmascare, cada vez que la veo o la escucho hablar, ya me hierve la sangre. Si no fuera por mis hijos, especialmente por Amanda, ya le habría regalado un boleto directo al infierno.

—No te hagas la más preocupada, porque eso ni tú misma te lo crees. Ni siquiera cuando era niño te hacías cargo. ¿Dónde estabas cuando alguno de nuestros hijos enfermaba? Ah, haciéndote las uñas y arreglándote el cabello para salir con tus amigas en la noche. ¿Quién era el que se desvelaba cuando estaban enfermos? ¿Quién era quién madrugaba y los llevaba a sus citas con el pediatra? ¿Quién le daba sus medicinas? Ah, era este cornudo.

—¿Hasta aquí hemos llegado? ¿A sacarnos las cosas en cara? Yo también me hacía cargo de ellos.

—Ah, ¿sí? Mencioname una sola vez que te hayas quedado despierta en la madrugada con alguno de ellos.

—Tú me decías que no me preocupara, que descansara, que tú te harías cargo.

—Claro, si desde que entrabas por esa puerta llegabas quejándote de que te dolían los pies por los tacones, que estabas mareada y cansada. ¿Cuántas veces no escuché el mismo pretexto? Una de las cosas que me llevó a fijarme en ti hace tantos años, era la manera tan dulce en que tratabas a Amanda, cuando solo era una bebé. De repente, todo se fue cuesta abajo, o más bien, revelaste tu verdadera cara. Te recuerdo bien que si aún estás respirando, es gracias a nuestros hijos, porque de lo contrario, ya estarías haciéndole compañía a tu madre.

—¿Cómo te atreves a mencionar a mi madre?

—Del mismo modo que tantas veces usaste a mi padre y te aprovechaste de mis momentos más bajos para, según tú, hacerme entender que jamás sería como él.

Cuando todo se vino abajo, después de la muerte de mis padres, recuerdo que acudí a ella en busca de consuelo, y de quién genuinamente lo obtuve y sin malicia, fue de mis hijos. En ese momento fui incapaz de darme cuenta de que tenía al mismísimo diablo susurrándome en la nuca, que esa mujer a la que mantuve en un pedestal, a quien le entregué mis mejores años, por quien me desviví para darle lo mejor, era la misma que me hacía sentir tan mierda y buscaba destruirme de todas las maneras habidas y por haber.

Mis hijos eran mi único motor, mi verdadero consuelo, mi único refugio, a pesar de que frente a ellos siempre quise aparentar que todo estaba bien con tal de no preocuparlos y convertirme en una carga más. Quise que tuvieran una imagen de la familia perfecta, unida y completa, tal y como la que tuve yo de mis padres.

Ella no dijo absolutamente nada, simplemente subió las escaleras con destino a la habitación de mi hijo. Fue cuando recordé que Luna debía estar con él ahora.

«¡Maldita sea!». Marjorie llegó en el peor de los momentos.

—¿Tú qué haces en mi casa? —la confrontó.

—Este no es momento para guerrillas. Si realmente te importa, así sea un poco, la salud de nuestro hijo, lo mejor es que controles la lengua—le aconsejé.

—¿Cómo estás, mi amor? —sacó a Luna del medio, acercándose al lado de mi hijo.

Le hice seña a Luna para que saliéramos al pasillo y así dejarlos a solas.

—Lamento mucho causar molestias.

—Esta no es su casa— le aclaré.

—¿Y por qué me lo dices?

—No quiero que haya malos entendidos entre nosotros. Desde hace varios meses que ella no vive aquí.

En sus labios se dibujó una sonrisa que me llevó a admirarla.

—¿Y esa sonrisa?

—Para mí es un alivio saber que esa mujer y tú ya no están juntos.

«¿Acaso esta pequeña traviesa está celosa?».

—Eso ha sonado bastante honesto de tu parte.

Cruzó las manos en la espalda, mirando hacia la pared. Supe que lo que estaba a punto de decir era algo que la ponía nerviosa y le hacía dudar. Es un gesto bastante lindo el que hace cuando está nerviosa.

—Yo… quisiera ser tu mujer.

«¿Qué le ha pasado tan de repente?».

Hace tiempo no experimentaba una sobredosis de ternura. La última vez fue con mi hija, pero obviamente, en esta ocasión, fue bastante distinto. Ella es una mujer, pero a veces actúa tan infantil y eso me derrite, aunque se me haga tan fácil disimular delante de ella.

—¿Y no lo eres?

—¿Lo soy?

«Qué ganas me han entrado de arrastrarla conmigo a la habitación, pero necesito alejar esos pensamientos, no es el momento».

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